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15 de diciembre de 2022

La historia hispana de los Estados Unidos

Resulta cuanto menos curioso, y refrescante, observar cómo lo que en España está asociado a un interés más propio de lectores conservadores, esto es, la historia del mundo hispano como consecuencia de su expansión e hibridación con otros pueblos, en Estados Unidos sea considerado como parte de un interés ideológico de los progresistas y de su lucha pedagógica contra los exabruptos estereotipados de su último presidente, Donald Trump. El Norte, The Epic and Forgotten Story of the Hispanic North America, es un libro escrito para la audiencia estadounidense que refuta ciertas tendencias históricas que han considerado los orígenes de los Estados Unidos solo como una herencia anglosajona. No en vano, la autora, Carrie Gibson, se pregunta desde la presentación cómo fue posible que siendo ella de origen mayormente italiano, y de reciente llegada, le hubiera costado menos integrarse en Estados Unidos que a otros de origen hispano, habiendo estado en esas tierras incluso desde antes de la creación de los Estados Unidos, y sigan siendo considerados como una categoría aparte no del todo integrada. La incongruente clasificación de grupos tan común en Estados Unidos, en la que se mezclan categorías raciales, culturales y religiosas en el mismo plano, tampoco ayuda ya que no es capaz de captar la compleja realidad lingüística, étnica, cultural y racial del mundo hispano, con todas sus intersecciones y mixturas, grados y diversidades. Pero gracias a la perspectiva histórica aportada por Carrie Gibson la idea de los Estados Unidos concebido como puramente anglosajón en su origen se muestra incongruente con una realidad más compleja, en la que, buena parte del país actual, todo el sur y el oeste, desde Florida a California, pasando por Louisiana o Texas, fue durante siglos parte de un mundo hispano que transformó a las poblaciones originales y creó muchas de las ciudades que hoy aún perviven, con una población propia hispana organizada y establecida desde antes de la llegada de los anglosajones. 

Por fortuna, es un libro que se esfuerza de manera encomiable en describir los hechos sin cubrirlos constantemente de juicios e interpretaciones, aunque no ahorra críticas a los españoles, los franceses y los ingleses, así como a los mejicanos y los estadounidenses, a la vez que también es comprensivo con los intereses de cada cual en cada momento de la historia, como uno espera de un buen libro para entender el cómo y el por qué de lo sucedido. Abarca desde la llegada de Cristobal Colón hasta el presente, en un periplo de siglos que va dejando sedimentos en la toponimia, en la arquitectura, en la lengua, en las estatuas que algunos quieren derribar y en la cultura del presente, como si quisiera subrayar que el presente es el producto de ese pasado convulso y mestizo. A las hazañas y peripecias de figuras capitales del primer medio siglo de la llegada de los españoles a América, como las de Hernán Cortés, Fray Bartolomé de las Casas o Ponce de León, se suma la importancia de que la Nueva España y los demás territorios de América formaran parte de la corona de España -en vez de convertirse en colonias- con un marco legal y burocrático complejo y ambicioso, y el establecimiento de ciudades por todo el continente, desde la Argentina y Chile hasta el Caribe. Así como la no menos importancia de las órdenes religiosas y del clero secular en la organización del mundo hispano, con el aprendizaje de las lenguas nativas y la escritura de sus gramáticas por parte de los curas y el sincretismo de los ritos y creencias nativas con el cristianismo. Sin embargo, las rutas del Norte, esa forma hispana de dirigirse a los territorios que hoy ocupan los Estados Unidos, llevan a la autora a narrarnos una serie de incursiones frustradas, relaciones fallidas y aventuras dramáticas en un espacio con unas poblaciones nativas distintas a las que se habían encontrado en otras latitudes, pueblos que en general eran nómadas y cultivaban poco, no pagaban tributos unos a otros y se dispersaban por un paisaje inmenso. 

Los mitos, aspiraciones y realidades de aquellos primeros europeos colisionaron con los indígenas, en un proceso de absorción, dominación, mestizaje, intercambio e hibridación, cuyas magnitudes son difíciles de medir hoy en día ya que la escasa información de la que disponemos está sesgada, generalmente por el lado español. A estos procesos pronto se unirían franceses e ingleses, multiplicándose los conflictos y complicándose las alianzas, en grupos enfrentados, con el agravante de las diferencias religiosas que la reforma luterana había hecho estallar en Europa. De hecho, las distintas y continuas guerras europeas, sus alianzas y rupturas, tendrán casi siempre un eco en América, desestabilizando los precarios equilibrios de muchos lugares, como por ejemplo Louisiana, en donde vivían españoles, anglosajones e indios de distintos grupos. Y a la inversa, como en la guerra de independencia, los conflictos de América tuvieron una repercusión en el continente europeo, en donde las grandes potencias aprovecharon y fomentaron las debilidades ajenas. Muchas de las historias narradas por Carrie Gibson son ejemplos de conquistas, rebeliones y venganzas, tratados de paz, alianzas y mestizajes, traiciones, desconfianzas y matanzas, tanto entre los europeos y los nativos como entre los europeos con sus aliados nativos. Esa frontera del Norte nunca fue fácil para los españoles, escasos en número, a quienes les resultó muy difícil asentarse en Florida así como dominar a los variados indios Pueblo en el oeste, una frontera alejada de la capital de Méjico, que con los siglos tendría también la presión cada vez mayor de franceses y anglosajones. Así, el caso de los esclavos negros que huían de las colonias inglesas y a quienes se les dio libertad en territorio de la Florida bajo el auspicio español, generó tensiones diplomáticas entre los dos países y protestas de los dueños de plantaciones, episodio paradójico en cuanto que, por aquel entonces, el número de esclavos se incrementó en la América hispana, pero que refleja los distintos procederes en las distintas regiones del imperio del basto continente americano. 

Para cuando los ingleses y posteriormente los americanos ya independientes se apoderen de los territorios primero de la corona española y más tarde de Méjico, la huella hispana en todo el sur de Estados Unidos, desde Florida y Virginia del sur a California, pasando por el Mississippi (llamado rio del Espíritu Santo por Hernando de Soto), Colorado o Texas, los españoles habían dejado una impronta asentada durante siglos que se refleja en un anecdotario extenso como el de la primera iglesia de los Estados Unidos fundada por un cura español (Eusebio Kino), en la riqueza de monumentos históricos y patrimonio de la humanidad en los que se han convertido las misiones supervivientes (este libro me ha recordado el sustrato turístico histórico de esa gran película de Hitchcock, Vértigo, en donde la huella hispana en San Francisco y alrededores queda bellamente retratada) o en realidades actuales como la herencia lingüística y cultural de mucha gente asentada en esas regiones. Según Carrie Gibson, esta historia hispana en Estados Unidos ha sido en buena parte silenciada o, por lo menos, tenida como menor, desde el mundo académico de los historiadores anglosajones hasta la propaganda, la política o el arte, en donde, por ejemplo, películas tan excelentes como las de John Ford apenas representan la presencia hispana en el oeste o el hecho de que muchos indios conocieran o fueran hablantes de español, y estuvieran cristianizados, como apuntaba María Roca Barea. Para Carrie Gibson la negación del patrimonio hispano como parte de Estados Unidos es el resultado de una visión reduccionista propia de la herencia puritana y anglosajona de los trece Estados originales, ya que, de hecho, la historia anglosajona en buena parte del territorio de Estados Unidos no es anterior sino posterior a la historia hispana, y su impronta, mezclada y mestiza, late en la cultura americana. ¿Cómo es posible, pues, se pregunta la autora, que subsista en muchos esa idea de los hispanos como algo distinto y de segundo orden, llegado posteriormente?

15 de noviembre de 2022

Tres libros sobre la guerra civil española

Entre la infinidad de libros sobre la guerra civil española, y ante el temor de interpretaciones sesgadas más allá de una natural diversidad de perspectivas, es comprensible que muchos lectores busquemos entre los nombres más reconocidos y, por si acaso, entre historiadores de fuera que, supuestamente, ofrezcan una visión general más o menos neutral. Sé que esto es injusto con un montón de historiadores españoles que han hecho y están haciendo una labor encomiable, más si cabe cuando el material sobre el que trabajan es el propio y dominan las claves internas, pero lo cierto es que las panorámicas generales parecen hechas sobre todo por extranjeros, quizá porque entre nosotros se asume el marco general. Por mi parte, he escogido tres libros clásicos de hispanistas anglosajones, voluminosos pero apasionantes, complejos y, por desgracia para España y la Europa de su tiempo, descorazonadores, que se solapan entre ellos para ofrecer un fresco de causas y consecuencias, de estrategias militares y movimientos políticos, desde ángulos distintos complementarios. El primero es La guerra civil española: reacción, revolución y venganza de Paul Preston, escrito en 1978 aunque revisado por tercera vez hace poco; el segundo homónimo, La guerra civil española de Antony Beevor, de 1982; y el tercero El colapso de la república de Stanley G. Payne, del 2005. 

Paul Preston ve en la serie de levantamientos militares desde el siglo XIX una reacción contra la modernización de España, que carecía de una burguesía liberal suficientemente fuerte porque el desarrollo del capitalismo había sido débil y con muchas diferencias entre territorios, con unas oligarquías industriales al norte que protestaban contra los privilegios políticos de las élites agrarias, y que cristalizaría en una reacción asustada, llena de críticas duras y exageraciones, contra las reformas renovadoras y modernizadoras del gobierno republicano desde el primer bienio. Aunque habla de errores de republicanos y socialistas, los comentarios de Largo Caballero son tildados de bravuconería sin consecuencias ni intenciones reales y carga las tintas contra la reacción regresiva del bienio conservador o contra la radicalización de la derecha con sus acercamientos al fascismo, algo casi opuesto a la investigación aportada por Stanley G. Payne. Coinciden todos, eso sí, en que nadie esperaba que fuera a haber una guerra tan larga, ni los sublevados que aspiraban a un alzamiento rápido ni el gobierno democrático de la República que consideró que lo tenía todo controlado y quizá creyó que sería tan fácil de atajar como la intentona de Sanjurjo en el verano del 32. Y coinciden también en la constatación de que, una vez desatada la guerra por el bando rebelde, la imposición del terror y las represalias fueron comunes en ambos lados, sobre todo, para mayor horror y vergüenza, en la retaguardia, en uno desde el poder de los rebeldes y en el otro desde la acción de los múltiples grupos revolucionarios. 

La investigación de Paul Preston presta especial atención al rol de las potencias extranjeras occidentales y, en concreto, al ámbito inglés. Francia se decantaba por el apoyo a la República pero las presiones internas y sobre todo las externas decidieron la situación cuando el gobierno inglés conservador advirtió al presidente Bloom de que no apoyarían militarmente a Francia si la ayuda a España provocaba una guerra con Italia y Alemania, dejando a los franceses desamparados. Preston apunta a los muchos intereses comerciales del Reino Unido en España y a los lazos amistosos de la élite inglesa con los sublevados nacionales que, en no pocos casos, habían estudiado en centros prestigiosos de Inglaterra. En general, las reacciones del resto de países europeos, sobre todo en las divididas democracias, osciló entre la cautela, los miedos y los intereses. El resultado fue que el pacto de no intervención propulsado por Francia no se cumplió en la práctica porque los italianos y los alemanes lo incumplieron constantemente, y sólo la ayuda de la Unión Soviética, más ambigua y tardía, consiguió equilibrar algo las fuerzas. La ayuda de los fascistas del eje fue clara y mayor que la soviética, sobre todo la italiana, cuyos préstamos y ayudas se realizaron sin intereses y sin contraprestaciones, y la alemana que, aunque a cambio de buena parte de las explotaciones mineras de España, fue rápida y esencial para algunos de los momentos más decisivos, como el paso del ejército africanista a la península, mientras la ayuda de la Unión Soviética, que dependía demasiado de aumentar la influencia comunista entre unos gobernantes republicanos reticentes al comunismo, se complicó mucho. 

Aunque Preston da una de cal y otra de arena, se percibe que la represión realizada por el bando rebelde, luego autoproclamado nacional, está tintada de connotaciones más negativas mientras que la acaecida en el bando republicano, o dentro de él por las milicias que iban por libre, está contextualizada con mayor detalle y comprensión. Con datos y argumentos, Preston rompe con la equidistancia de las crueldades en los dos bandos al mostrar que la crueldad estaba sistematizada en el lado nacional, auspiciada por sus líderes, y que los represaliados muertos en la retaguardia franquista fueron más numerosos, mientras que en el bando republicano se intentaba, aunque a veces a duras penas, mantener el orden y la legalidad. Al contrario de la opinión de Winston Churchill, que consideraba las barbaridades en el bando republicano incluso peores que las de los nacionales, ya que los fusilamientos nacionales estaban hechos por tropas regulares mientras que los del lado republicano eran llevados a cabo como actos de barbarie amparados por la República contra pequeños propietarios, Preston subraya que precisamente los más crueles fueron los nacionales porque lanzaban a sus soldados a realizar crímenes comunes y violaciones amparados en el ejército. A pesar de los juicios improvisados de distintos grupos que se arrogaron la legalidad, los paseíllos, las represalias y las luchas internas en la retaguardia republicana tanto en Barcelona como en Madrid, Preston destaca los esfuerzos de Indalecio Prieto, Manuel Azaña y otros moderados para no vengarse contra el enemigo rendido y no cometer los mismos crímenes que los realizados por los nacionales. 

Aún en los últimos meses de la guerra, Negrín mantuvo la esperanza de que una guerra europea salvara a España, despertando a los países democráticos de su sueño neutral, pero la firma de los acuerdos de Munich dio al traste con sus esperanzas, más si cabe cuando Neville Chamberlain firmó también lo que en la práctica era un permiso para que los italianos siguieran ayudando a Franco. No se le escapa, por supuesto, la tenaz y cruel determinación de Franco de no llegar a ningún tratado con el otro bando si no había rendición absoluta y su castigo sin piedad a quienes, como por ejemplo al catedrático de lógica Julián Besteiro, citado con admiración por Julián Marías en sus Recuerdos, permanecieron en Madrid sin huir con la ingenua idea de que conseguirían un acuerdo que salvaguardara las vidas de tantos madrileños. Preston se expande más allá de la guerra hacia la durísima represión posterior y los ajusticiamientos de quienes habían colaborado con la República, los trabajos forzados de los presos y las paupérrimas condiciones de vida provenientes del final de la guerra y de la autarquía adoptada por el régimen franquista, en el que sobrevivió la antigua oligarquía tradicional frente al discurso más revolucionario del falangismo. Incluso va más allá, cuando afirma, como si de una guerra cultural se tratara, que la guerra civil española continúa en el papel entre historiadores más o menos rigurosos y periodistas más o menos entregados a corrientes ideológicas partidistas que desvirtúan la realidad de los hechos, haciendo de falsedades y anécdotas puntuales un cuestionamiento de los grandes ejes generales que atravesaron este durísimo drama nacional cuyas consecuencias han quedado grabadas en tantas familias españolas. 

Antony Beevor, en La guerra civil española (1982), toma una perspectiva más militar sobre el conflicto, yendo de un bando a otro para reconstruir sus episodios más significativos, en línea con sus otros libros sobre la Segunda Guerra Mundial, pero no por ello deja de sumergirse en los acontecimientos de una República que trató de llevar a cabo en unos pocos años unas reformas sociales y políticas que, según afirma, en cualquier otro país hubieran necesitado un siglo. Para él, la guerra civil fue la consecuencia de una batalla entre ricos y pobres, entre terratenientes y desposeídos, en una España carente de una clase media suficientemente amplia como para una regeneración pacífica. Y señala, como tantos otros, que antes de la guerra no había habido fascistas ni comunistas en el parlamento aunque, incluso antes de los albores del conflicto, los tiroteos entre las juventudes de unos y otros se sucedieron en escalada de agravios y venganzas, sobre todo en Madrid, en un ambiente de tensión política creciente que, sin embargo, no considera el asesinato de Calvo Sotelo hecho fundamental, ya que el golpe andaba preparado desde mucho antes, un golpe que requirió de las consabidas ayudas de la Italia fascista y de la Alemania nazi para que las tropas mejor preparadas, el ejército de África, pudiera pasar a la península. Con sus alternancias de perspectiva entre un bando y otro, de la crueldad del ejército franquista en su avance a las trifulcas internas de los milicianos, de las distintas corrientes en el franquismo a los nefastos errores militares de los comunistas, Beevor consigue un dinamismo narrativo nada desdeñable que, además, es capaz de alejarse del juicio ideológico para ponderar otro tipo de consideraciones menos establecidas a priori. 

Al igual que Preston, Beevor enmarca las políticas de apaciguamiento de Chamberlain en el pánico al bolchevismo y una preferencia clara por la victoria fascista antes que la comunista, presionando a Francia para que no pasara armas a España, con la que el Reino Unido mantenía grandes intereses económicos. Paradójicamente, la negativa a facilitar armas al gobierno legítimo obligó a la República a pedir armas a la Unión Soviética y favoreció a medio plazo la relevancia de los comunistas en la resistencia y el gobierno, debilitando a las fuerzas de centro y de la izquierda no comunista. En su brevísima reflexión final, de apenas un párrafo, Beevor cierra este extenso libro enlazando con el posibilismo histórico que ya mencionó en la introducción para ponernos ante otras alternativas de la historia. El resultado de la victoria franquista era más o menos obvio, una dictadura de derechas, pero, ¿qué hubiera pasado de haber habido una victoria republicana? Según Beevor, cualquier gobierno nacido de una victoria republicana habría pasado obviamente por las penalidades de la posguerra, pero lo que pudiera surgir después dependería del régimen impuesto. Un gobierno democrático habría recibido la ayuda del plan Marshall en el 48 y, con una economía razonablemente abierta, habría comenzado la recuperación hacia 1950, siguiendo el paso del resto de la Europa occidental, sin embargo, de haberse impuesto un gobierno autoritario de izquierdas, España quizá hubiera seguido un sino similar al de las repúblicas populares centroeuropeas o balcánicas hasta 1989. Claro, que esta interesante divagación no pasa de ser historia ficción, incómoda, controvertida, pero meramente especulativa. 

Este tipo de divagaciones, con posibles alternativas para especular con qué hubiera ocurrido en tal o cual caso, son más comunes en la tercera obra a la que quisiera hacer mención, El colapso de la república. El tema que aborda, como el propio Stanley G. Payne subraya desde la introducción, ha sido muy poco tratado en comparación con el de la guerra civil, lo que llama aún más la atención cuando lo comparamos con los estudios sobre otras guerras, en los cuales la situación previa cobra una importancia especial para intentar desgranar las causas del conflicto, lo que suscita por lo general un corpus histórico tan amplio como las guerras mismas o sus consecuencias. El propio Stanley G. Payne apunta a la posible razón de este descuido a la hora de estudiar la República: el tema se ha convertido en un tabú o, más bien, en políticamente incorrecto. Tal y como hiciera Preston, aunque con mayor profundidad, se remonta a los principios del siglo XIX español como causa de una división económica, social e ideológica que desemboca en los retos a los que se enfrentaba la República, tales como el tamaño reducido del Estado, lo que habría propiciado la visión negativa sobre su importancia entre los numerosos anarquistas, y del que creyeron poder prescindir. Sin embargo, Payne insiste mucho en los paralelos de la historia de España con la del resto de países europeos, rebatiendo el mito de la idiosincracia o diferencia española, mostrando las líneas de fondo que recorrían el continente y cómo España estaba menos industrializada que Francia o Inglaterra pero más que otros, o cómo algunas de sus medidas políticas estaban a la altura de las más avanzadas democracias europeas, es decir, la sitúa dentro de cierta normalidad en el contexto de los cambios que se estaban produciendo en los países más avanzados del mundo. 

El relato de Payne pone el foco en los individuos que tomaron las decisiones políticas durante la República, en cómo reaccionaron ante los movimientos de sus adversarios y de las situaciones políticas, y en cómo poco a poco fueron contribuyendo a una espiral de confrontación verbal parlamentaria y violencia callejera que acabó por condicionar los grandes eventos históricos. Para poner en contexto esta violencia en principio marginal, Payne aporta el dato de que la primera víctima de grupúsculos fascistas durante la República fue una represalia por la décima víctima fascista a manos de grupos revolucionarios. Sus retratos de Alcalá Zamora, Manuel Azaña, Indalecio Prieto, José María Gil Robles o Francisco Largo Caballero, aunque con sus claroscuros, son bastante negativos y hasta devastadores dadas sus impericias, tozudeces y limitaciones, siendo especialmente sorprendente la que hace de Azaña, de quien afirma que ha sido excesivamente bien considerado. Pero Payne también critica la injusticia del sistema electoral que desvirtuaba en exceso los resultados con respecto al voto real, aumentando las diferencias existentes entre los ganadores y los perdedores. Si del primer bieno dice que la derecha se inhibió ante la victoria sobrerepresentada de la izquierda, del segundo afirma que su actuación en el gobierno fue desafortunada al ser incapaz de llevar a cabo las medidas republicanas tomadas anteriormente, en donde Preston interpretaba una intención voluntaria de frenarlas. Payne acusa, además, a los movimientos de izquierda radicales de pasar a la acción una vez fueron expulsados democráticamente del poder, con una violencia empezada por comunistas y anarquistas, entre quienes, por cierto, cuenta que se llamaban fascistas unos a otros. 

Según Payne, todas las atrocidades de la guerra civil ya fueron presagiadas o tuvieron lugar a pequeña escala en la insurrección revolucionaria de 1934: exageraciones por ambos bandos aunque la realidad ya fuera bastante mala, marineros condenados por haberse involucrado, soldados de África ajusticiados por haberse sobrepasado. Quizá lo más interesante de su análisis es su visión de la insurrección como consecuencia de una conspiración planeada ante la pérdida de poder de la izquierda, a la que los nacionalistas se habían unido, salvo por el partido nacionalista vasco que no quiso sumarse salvo en caso de dictadura derechista o retorno de la monarquía. Por una parte, el cambio de la dirección del partido comunista, quedando bajo la tutela de Moscú, conllevó a su vez la salida de su aislamiento y la colaboración con otras fuerzas revolucionarias. Por otra, entre los socialistas, Largo Caballero, representante del ala más radical del partido, tuvo reuniones con comunistas, unificó sus juventudes y afirmó con orgullo que los socialistas se habían bolchevizado; Indalecio Prieto, que se considera entre los moderados, se arrepintió públicamente, en un discurso del 41 en Méjico, de su colaboración en este intento revolucionario; y Julián Besteiro, de la llamada derecha socialista, fue el único en considerarlo como un grave error. Esta insurrección la perdió la izquierda pero la represión posterior debilitó a la derecha. Hubo miles de presos, lo que provocó una gran tensión política; Largo Caballero, que estaba en contacto directo con Moscú, fue a la cárcel y Prieto salió al exilio, pero, según Payne, la reacción posterior de la República ante los organizadores fue moderada en comparación con otras revueltas en otros países europeos. 

A partir de este intento de revolución la violencia aumentó en el país con asesinatos por los dos lados. Esos asesinatos no serían apenas publicados en periódicos de ámbito nacional, pero buena parte de ellos han podido contabilizarse gracias al seguimiento de periódicos locales, en donde sí se informaba de este tipo de víctimas. A pesar del buen crecimiento económico de España, de las muchas medidas que se llevaron a cabo y del deseo mayoritario de una actitud sensata y centrista, la división y radicalización política creció en una espiral ascendente en la que las utopías revolucionarias rivalizaban entre ellas, los militares conspiraban para un golpe y el centro político se colapsaba ante las corrupciones y los errores propios. Resultan de gran valor las comparaciones que hace Payne con la situación en otros países europeos, cotejando los casos de corrupción con los aún más graves sucedidos en Francia o estableciendo los paralelos y diferencias con el frente popular francés. Si bien Preston explicaba mejor las acciones tomadas por la izquierda, Payne es capaz de explicar mejor las reacciones de la derecha, por lo que dan la impresión de estar más justificadas. El suceso que encendió la mecha en este ambiente tan políticamente intoxicado del final de la República fue, según Payne, el asesinato de Calvo Sotelo, que precipitó los hechos y quizá decidió a un Franco dubitativo aún en su participación en el golpe de Estado. Los asesinos, que se vengaban por su parte del asesinato de un compañero muerto por un grupo de fascistas, pertenecían a las fuerzas de seguridad y, según Payne, fueron amparados por Indalecio Prieto y por la parlamentaria Victoria Kent, quien escondió en su casa a uno de ellos. 

En su esfuerzo por mostrar a España dentro de la normalidad europea de su tiempo, Payne afirma que en España confluyeron todos los grupúsculos ideológicos posibles de la época, tanto de la derecha como de la izquierda, lo que nos convirtió en un país políticamente efervescente, aunque la mayoría de la gente fuera centrista y pacífica. Para Payne, la llamada dictadura blanda de Primo de Rivera había roto la continuidad institucional, lo que contribuyó decisivamente al debilitamiento de las instituciones democráticas y del talante político, que a su vez estimuló -con las llamadas a la violencia de ciertos políticos irresponsables- el aumento de la violencia en los últimos meses de la República, sobre todo en las grandes ciudades, y más en concreto en Madrid. Hay sin embargo otro tema central y repetido en esta obra de Payne que resulta idiosincrásico de nuestro país, sin paralelos a lo ocurrido en ningún otro país europeo, y que apenas aparece en el libro de Preston ni en el de Beevor; este es, el clima anticlerical promovido por la izquierda durante la Segunda República, lo que tras la lectura de Payne se revela como un tema de trascendencia mayor, ya que puso a una parte nada desdeñable de la clase media en contra de la izquierda. 

A pesar de estas diferencias, tanto Paul Preston como Anthony Beevor y Stanley G. Payne coinciden en las líneas maestras, aunque sus aproximaciones alumbran distintos periodos desde diversas perspectivas, solapándose con distinta profundidad y explicándolas de maneras un tanto diferentes, en un cuadro poliédrico y enriquecedor que, sin embargo, deja cierto sabor a incertidumbre en múltiples detalles, como por ejemplo cuando Beevor considera el trágico asunto de los caramelos envenenados que las monjas ofrecían a los niños, y que acabó con varios conventos incendiados y varias monjas linchadas, del que asegura que se trató de un bulo que hizo correr la derecha de forma retorcida para provocar algaradas anticlericales, mientras Payne afirma, por el contrario, que el bulo fue consecuencia del clima anticlerical promovido por la izquierda, anécdotas que dan vida a la recreación de una época pero también alimentan discursos que, quizá, según palabras de Paul Preston, muestran cómo la guerra civil sigue luchándose en el papel.

15 de agosto de 2022

La fundación de la cultura europea moderna

Incluso hoy, encontrar una historia europea como la escrita por Tony Judt o interpretaciones literarias desde un punto de vista transnacional, como las realizas por George Steiner, Kundera o Luis Goytisolo, son excepciones. Los estudios académicos literarios, por ejemplo, están divididos en unos espacios nacionales que no se corresponden con las influencias reales ejercidas por los escritores objetos de su estudio, los cuales, al igual que las modas y las vestimentas de los personajes en los cuadros, se parecen más a los escritores de su tiempo en otros países que a los del pasado en sus propios países. Los escritores aprenden unos de otros, dialogan con sus obras, y cuanto mejores son más buscan comprender a los mejores aunque estos sean de otros lugares, o quizá por eso, porque pertenecen a otros países, y se alimentan de lo extranjero para revitalizar su mirada y satisfacer su curiosidad. Me costaría imaginar a un Borges sin los grandes escritores de la lengua inglesa que tanto amó, a un Clarín o a un Tolstoi sin el antecedente de Flaubert, a un Dostoivesky sin haber traducido a Balzac, a un Vargas Llosa o a un García Márquez sin William Faulkner, a un Smollett, Fielding o Sterne sin Cervantes, o a un Chaucer sin Boccaccio. Según Orlando Figes, en su libro Los europeos, este fenómeno cultural se agudizó en el siglo XIX, ese mundo de ayer del que habló Stefan Zweig, desde que la aparición de las líneas ferroviarias incentivaron el comercio y este a su vez el intercambio cultural, el acceso de las obras a sectores mucho más amplios de la población y, en ese proceso, la transformación misma de la industria cultural y sus productos, desde el tamaño y temas de los cuadros al alcance y programación de las óperas. 

Para contarnos esta historia cultural Orlando Figes sigue a dos personajes, la cantante de ópera Pauline Viardot y el escritor Iván Turguénev -las reseñas editoriales y críticas mencionan también al marido, sin duda por enganchar al lector con el morbo de una historia a tres, pero lo cierto es que no se sigue su trayectoria-, la primera de origen español y el segundo ruso, ambos cosmopolitas y versados en distintas lenguas, ambos provenientes de las fronteras de Europa en sus dos extremos más alejados, de países a los que se les consideraba mezclados con componentes orientales -lo que quiera que eso signifique o a lo que se refiera como oposición a lo europeo-. Entre los dos hay una historia de amor que pasa por distintas fases, desde la pasión al enfriamiento, y desde el alejamiento a la convivencia eventual, pero que perdura durante años hasta la muerte. También acudimos a la historia de sus propias creaciones e interpretaciones, la de sus carreras artísticas y las de sus vicisitudes, las dificultades y logros de Pauline Viardot en las distintas óperas de Europa, o las huellas de la vida personal de Iván Turguénev en su propia obra, en la que Pauline fue clave. Sus estancias en Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia o España dan testimonio de una vida errante y cosmopolita, que les puso en contacto con los artistas de todo el continente y a quienes Turguénev ayudaba a promocionar en los demás países en donde tenía contactos, tal y como hizo con su querido amigo Flaubert para que se publicara su obra en Rusia o con muchos pintores y escritores rusos, sobre todo con Tolstoi, para que su obra se vendiera o publicara en otros países europeos, incluso la de aquellos que, por su tendencia nacionalista, se encontraban en las antípodas de su pensamiento, siendo uno de los mayores artífices de la difusión de la literatura rusa en el resto de Europa. 

Ambos son ejemplos históricos que simbolizan para Orlando Figes el auge de una nueva cultura europea surgida a partir del ferrocarril, lo que desencadena una serie de cambios económicos y de intercambios culturales sin precedentes entre países. La lucha de los artistas por los derechos de autor, desde la mejora de la avanzada legislación francesa hasta su expansión por el resto de los países europeos, se convierte en una de las partes centrales de estos cambios, gracias a la cual los escritores intentan defenderse de editores sin escrúpulos y multitud de ediciones piratas, llenas de errores y peor traducidas, en su mayoría en países sin una legislación que garantizara a los autores unos recursos mínimos por sus ventas, como en los casos sangrantes de Bélgica o Estados Unidos, que hicieron pingues beneficios a costa de la piratería editorial, a la que se enfrentaron figuras tan visibles como Charles Dickens o Víctor Hugo, quien representó a una de las asociaciones francesas que agrupaba a cientos de escritores. En realidad, ni Pauline Viardot ni Iván Turguénev son el tema de este libro, sino el hilo conductor que sujeta el armazón de algo tan aparentemente caótico como la historia cultural de todo un continente durante un siglo de ebullición creativa, interpretado aquí como la consecuencia de una revolución tecnológica. El ferrocarril provocó que los viajes fueran más cortos y rápidos, que las obras y los artistas llegaran a más lugares, que los éxitos llegaran a un público mayor y en un tiempo récord, y que mucha gente más allá de las clases altas pudiera viajar, es decir, provocó también el surgimiento del turismo de masas, con la masificación de los lugares conocidos, la aparición de agencias organizadoras y el auge de las guías de viajes con recomendaciones artísticas, paisajísticas, culinarias y de hospedaje. 

Estos cambios provocaron una visión cosmopolita y abierta entre las naciones de Europa, acercaron a sus creadores y comerciantes, y fomentaron un hermanamiento europeo más allá de ciertos grupos específicos y acotados, pero también provocaron una reacción cultural contraria de la mano de un fenómeno político que, como afirmaba Isaiah Berlin, nadie previó que se convirtiera en una fuerza tan relevante y decisiva a partir del siglo XIX, ya que hasta entonces había sido considerado algo propio de gente inculta y aislada: el nacionalismo. Ya algunos críticos artísticos se habían quejado de la estandarización de la novela o de las óperas, o de la imposibilidad de distinguir la nacionalidad de los artistas por sus cuadros, debido a este intercambio incesante de obras que a menudo funcionaba en una sola dirección. Por ejemplo, la novela francesa, por mérito justificado o por mera imitación, se convirtió en la referencia del resto de escritores europeos, salvo en el caso de los ingleses, y no sólo por libre elección de los escritores, que la copiaban como modelos de modernidad, sino también porque el mercado se veía inundado de esas obras extranjeras -más baratas porque no se pagaba a los escritores al no haberse extendido apenas el sistema de derechos de autor- y que desincentivaban la creación de novelas propias, como ocurría en los países nórdicos y en los del sur, en donde algunos críticos subrayaron que la novela propia había desaparecido -Galdós se inspira en las fórmulas de Dickens, Balzac o Zola, las grandes figuras de su tiempo, con quienes se mide, como es normal-. Esta copia y estandarización de los productos culturales, forjados en su mayoría tras el modelo francés, provocó un miedo a la pérdida de lo propio que se entretejió con los acontecimientos históricos y políticos. 

Resulta paradójico que la revalorización artística de lo nacional en medio de la Europa cosmopolita resultara en gran parte una invención de mitos y tradiciones, superficialmente basados o raramente originales de esas naciones, y aún resulta más paradójico que en los grandes focos de la cultura cosmopolita europeos fueran precisamente esas obras con aroma y carácter nacional las que más se estimaran, promoviendo que los artistas incidieran en los temas nacionales de la forma más folclórica, en busca del exotismo deseado por el público de las grandes capitales. La cultura cosmopolita, con sus luces y sus sombras, con su sueño Goethiano de una literatura más allá de las fronteras y también con los riesgos uniformadores de la imitación de los modelos importados desde los focos centrales, se vio así contrapuesta al nacionalismo, con sus muchas contradicciones y simplificaciones, y cuyo drama se observa con peculiar intensidad en la visión europeísta de Turguénev frente a la visión eslavista de Dostoviesky, tema que Orlando Figes conoce bien como autor de una afamada historia cultural rusa, El baile de Natacha. Esta obra ha tenido también gran predicamento, Los europeos fue considerada el mejor libro de no ficción por algunas revistas españolas en el 2020, y después de haberlo leído sólo puedo lamentarme de no haberlo hecho antes. El aluvión de información cultural e histórica queda sujeto por el hilo conductor de sus dos protagonista, Pauline Viardot e Iván Turguénev, y por una interpretación unificadora de fondo que explica el desarrollo económico y cultural desencadenado por la aparición del ferrocarril, convirtiéndolo en una lectura amena y fascinante, cuyo alegato final europeísta resulta conmovedor, así como una gran lección para los europeos del siglo XXI, y quizá también para esa nueva cultural mundial en ciernes.

15 de abril de 2022

Sobre la memoria histórica

In Praise of Forgetting (2016) es un libro en el que, aún sabiendo su tesis de antemano, los argumentos se hilvanan con sorpresa, sin saber bien hacia dónde o cómo nos llevará, sopesando los argumentos a favor y en contra de las ideas que van saliendo al paso de cada reflexión, por lo que, aun en caso de no compartir o dudar de algunas de sus opiniones, su sutil desarrollo no deja de tener un gran interés, además de resultar en un goce intelectual. No sólo dialoga constantemente con otros historiadores y pensadores, algunos tan reconocidos como Toni Judt, Eric Hobsbawm, Immanuel Kant, Sigmund Freud o Émile Durkheim, como si el libro fuera una conversación con otras lecturas, sino que nos revela la existencia previa, aunque sea en forma de semillas, de muchas de las ideas que él ha estructurado en el libro hasta hacerlas comprensibles en su contexto histórico e intelectual, es decir, como un historiador de las ideas. David Rieff es también humilde en sus opiniones, muchas veces da la razón a quienes contradice, o por lo menos en parte, y comprende el origen emocional de las opiniones ajenas, talante aún más acentuado en algunas de sus intervenciones que pueden verse en Youtube, pero no por ello deja de cuestionar ciertas creencias que han pasado a ser tópicos de la memoria histórica como la famosa frase del filósofo Ruiz de Santayana sobre la condena a repetir sus errores de los pueblos que no conocen su propia historia. David Rieff, que en este libro desarrolla lo ya expuesto en su aún más breve Against Remembrance (2011), no ofrece alternativas, ni lo pretende, pero sí ejerce una labor de historiador crítico a través de una indagación intelectual, sutil y bien informada, con el poso de muchos años de experiencia de campo en guerras y conflictos. 

El primer planteamiento de David Rieff es la contextualización de nuestra insignificancia histórica, cuando nos recuerda que, en el largo devenir geológico, las distintas épocas son parte del desconocimiento colectivo menos para unos pocos investigadores, e incluso, dentro del comparativamente ínfimo periodo de la existencia humana, con el inevitable olvido del paso del tiempo, las sociedades y naciones cambian hasta el punto de que pretender o creer que estas serán inmutables es una idea tan absurda como la fantasía de la inmortalidad personal, un argumento que por ejemplo también nos ha recordado Anne Applebaum a modo de aviso en su libro Twilight of Democracy (2020). Con este contexto inicial, David Rieff nos recuerda que la memoria de los muertos acaba por perder su sentido cuando ya no existen los sentimientos de quienes los conocieron, tal y como las batallas antiguas que tanto significaron para la historia y para quienes las vivieron no nos dicen nada hoy en día, salvo para unos pocos historiadores y apasionados amateurs, o que sean utilizadas para justificar la existencia o cohesión o reivindicación o venganza de unos grupos sobre otros. Esta memoria histórica, tal y como David Rieff se esmera en discernir, es algo distinto a la historia, es decir, en una cristalizan mitos más o menos comunes frente al estudio de los hechos en la otra, lo que explicaría que, incluso entre guerras relativamente recientes, unas no se recuerden popularmente y otras se nombren muchísimo, cuando proporcionalmente algunas de las primeras fueron más letales que las segundas. Esa memoria histórica impulsada por muchas naciones sirve para unir grupos, reconstruirlos o restañar heridas, pero al ser tan fácilmente mistificada, falsificada y deformada, hasta el punto de alejarse del estudio histórico, puede acabar usándose, y de hecho así sucede, para fines perversos. 

La infinidad de ejemplos a los que David Rieff alude van desde los nacionalistas serbios recordando repetidamente la derrota ante los musulmanes en la batalla de Kosovo en 1389 al moderno Estado de Israel calificando de nazis a los Palestinos o al Frente Popular francés en su reivindicación de Juana de Arco por su resistencia contra los ingleses como un eco de la defensa de la Francia actual ante la avalancha de extranjeros, mayormente musulmanes. Sin duda, podríamos añadir un par de ejemplos españoles, desde el 1714 de los independentistas catalanes al 722 del Covadonga de Vox, o por supuesto nuestra guerra civil para cierta parte de la derecha y de la izquierda, de cuya resolución histórica en las leyes actuales David Rieff habla en buenos términos. La memoria histórica es un fenómeno que siempre existió, por el que se recordaba mayormente a los caídos por la patria en batallas antiguas, pero es también un procedimiento bastante común hoy en día a propósito de nuestros valores actuales, hasta el punto de que, en ocasiones, se llega a poner la historia al servicio de la memoria histórica, con lo que la historia queda en manos de la política y no de los historiadores. La cantidad de ejemplos que David Rieff es capaz de aportar le sirve para poner en constante cuestionamiento muchas de las ideas, más o menos perezosas, y en gran parte bien intencionadas, con las que justificamos la memoria histórica. David Rieff nos indica que la memoria individual, la de quienes han sido víctimas de atrocidades y graves injusticias, es distinta a la colectiva en cuanto que esta solo puede ser metafórica y conlleva el riesgo de toda metáfora ante la comprensión de la realidad, y llega a preguntarse hasta qué punto, después de esa generación que ha sufrido tanto, el recuerdo de lo ocurrido es un mandato moral, o si la justicia y la verdad por una parte y la paz por otra son siempre compatibles, y en caso de no serlo, por qué decidirse. 

Estas son preguntas sin duda incómodas y de gran calado moral que él intenta resolver con una indagación especulativa, sin quitarle del todo la razón a unos u a otros, pero atento al lado negativo o ingenuo o débil del argumento que rebate y, tal y como él afirma, contrastándolo con datos de la historia. Cuestionar la creencia de que algunos hechos históricos son tan graves que deben servirnos para estar atentos, como faros morales, o rebatir la consideración de que sería una impiedad olvidar a quienes se sacrificaron por nuestros valores democráticos o nuestro país, sin caer en el cinismo o en el relativismo, no es precisamente un ejercicio fácil, pero para David Rieff los hechos demuestran que el argumento de que la memoria histórica librará del mal al futuro no es válido, ya que esa memoria histórica, falseada como no podía ser casi de otra manera, es a veces la que causa o justifica tantísimos otros actos atroces. Y nos sugiere que, cuando la idea moral de que debemos recordar como reparación de la injusticia falla porque se utiliza precisamente para lo contrario, quizá debamos darle una oportunidad al olvido. En este sentido, la conservación de la memoria histórica, en vez de provocar la justicia, perpetúa los agravios y las posibilidades de venganza sobre quienes ya no tienen culpa de los acontecimientos originales. Muchas veces aclara David Rieff durante este libro que no aboga siempre por el olvido, quizá sólo en unos cuantos casos, sin dejar de observar las incongruencias entre ciertas creencias sobre la función de la memoria histórica y la realidad histórica, y el hecho triste y pesimista de que la memoria de los abusos pasados no ha evitado los muchos posteriores, sino más bien los ha estimulado, por lo que la memoria histórica, relacionada sin duda con la justicia, también pudiéramos encontrarla enfrentada con la paz.

15 de mayo de 2020

El primer informe moderno de la historia de derechos humanos

John Elliott afirmaba que el papel de Fray Bartolomé de las Casas, y de otros religiosos como él, es prácticamente único en la historia de los imperios y que en vez de ser sus denuncias propias de una situación excepcional en las conquistas había que considerarlas dentro del elevado desarrollo y la capacidad de autocrítica del imperio más poderoso del Renacimiento, en el que no sólo se comunicaban al rey los excesos de sus súbditos sino en el que emergía una consideración de la dignidad del otro, tal y como reflejan los debates en las universidades castellanas, las leyes promulgadas como consecuencia de esta labor y el prestigio y la posición cercana a la corona adquiridas por este dominico. A partir de que en 1511 escuchara el sermón de fray Antonio de Montesinos en el que denunciaba el trato brutal a los indios, Fray Bartolomé de las Casas, antiguo soldado, liberó a los indios de su encomienda de colono y se dedicó a su defensa y a la religión. Aunque no fue escuchado por Fernando el católico, ya mayor, su reunión con Carlos I en 1540 convenció al emperador de promulgar las Leyes Nuevas en las que abolía la esclavitud de los indígenas, se diluían las encomiendas y se obligaba a que en cada internamiento y comitiva en tierras nuevas las tropas debían ir acompañadas de al menos dos frailes. De hecho, la idea de recopilar las noticias sobre las vejaciones y crímenes en América partió de esta audiencia que dejó a todos en “éxtasis y suspenso”, por lo que se le pide la redacción de un informe para mantener al emperador en conocimiento de la situación. José Miguel Martínez Torrejón, quien prepara el estudio y notas de esta excelente edición de Galaxia Gutenberg y la Asociación de academias de la lengua española, afirma en su introducción que se trata del primer informe moderno de la historia de los derechos humanos. No en vano, la Brevísima relación de la destruición de las Indias tiene una indudable trascendencia, influida por distintas tendencias y tradiciones y también simiente de muchas otras en el futuro, que por su polémica conviene ser leída con abundantes y rigurosas notas que aclaren desde el sentido distinto al actual que tuvieron algunos de sus términos hasta la explicación de dónde hay expresión retórica, dónde un hecho real y dónde un debate o dudas contrastadas sobre las afirmaciones vertidas, a menudo debido a estar escritas de oídas. El texto no fue ignorado ni apartado, avivó un debate público que ya existía, en el que Las Casas no era una figura solitaria sino la más destacada de un fuerte movimiento de lucha por la justicia en América que, según el historiador Lewis Hanke, fue continuo durante el periodo colonial y en el que participaron miembros de distintos estamentos y de todos los niveles del poder. Así como inspiró una serie de leyes para cambiar la situación de los indios que, a decir de John Elliot otra vez, fueron extremadamente avanzadas para su tiempo y sin parangón en la historia de otros imperios.

Hay un primer hecho resaltado, las islas del Caribe quedaron prácticamente despobladas de indígenas desde la llegada de los españoles, de quien Las Casas dice que llegaron como lobos y tigres y leones hambrientos. Las brutalidades asoman pronto, en tanto número y aberraciones, que uno no puede sino horrorizarse ante la bestialidad de aquellos hombres recién llegados en pequeños grupos que mataban cruelmente a los indios, y a quienes califica de bestias salvajes, malvados y carentes de compasión, hasta el punto de asesinar a quienes entre los suyos querían salvar a niños de las masacres. A quienes no mataban a espada o quemaban en grupo con engaños los esclavizaban, sin piedad con niños y mujeres, y así una serie de brutalidades tales que aún siendo cierto menos de la mitad de lo enumerado la barbarie resulta escalofriante. Por el contrario, Fray Bartolomé de las Casas asegura que se queda corto a la hora de contar los tormentos infligidos a los indios y apunta que todas estas bestialidades se incrementaron a la muerte de Isabel porque como bien se sabía a la reina le preocupaba la salvación de las almas de esas gentes y, por tanto, le tenían oculto lo que allá sucedía. El hecho de que en los cinco reinos la dinámica de destrucción fuera parecida, de tal forma que no puedan justificarse o entenderse como resultado de desalmados solitarios o siniestras reacciones anecdóticas de unos pocos, evidencia cierta dinámica común y unas mismas circunstancias propiciatorias repetidas en cada nuevo lugar al que llegaban: arrasar, matar y apoderarse del oro, por poco que fuera. Así el primer paso solía ser provocar una matanza nada más llegar a una tierra nueva con la intención de asustar a los habitantes de la región, o también encarcelar y torturar a los reyes y jefes aborígenes hasta que los suyos, por lealtad a sus líderes, les traían oro, aunque aún tras cumplir con sus deseos los descuartizaban, ahogaban o quemaban. Uno por uno, y gracias a las noticias recogidas por obispos y frailes afines, Fray Bartolomé de las Casas va describiendo las distintas barbaridades que a partir de 1514 se hicieron en el continente para sacarle oro a los indígenas o para obligarlos a trabajos forzados como el de la pesquería de perlas, trabajo que describe como aún peor que el de las minas, y todo por codicia. Las Casas critica continuamente que se llamen cristianos a sí mismos quienes cometen tales atrocidades, a quienes acusa de decir que van a poblar cuando en realidad van a robar y a matar. Y no duda en tildar de castigos divinos los daños sufridos por los españoles que habían hecho mal o los naufragios de varios barcos debido a las tormentas, y considera justo el que los indios los maten cada vez que puedan, a la vez que considera a estos débiles, bondadosos y de una austeridad tal que son los más aptos para la fe, descripción que será el fermento de la idea posterior del buen salvaje. 

En su esfuerzo por convencer al emperador, Fray Bartolomé de las Casas subraya que la conquista no solo es injusta sino que la desaparición de los indios causa graves problemas económicos para la corona, la cual, además, es constantemente engañada por los ricos que no le pagan lo que debieran. Las Casas parece querer desactivar la contradicción de su defensa con la necesidad de oro y plata del emperador, que conlleva la mano de obra barata, para mantener la hegemonía mundial, culpa que también le achaca Geoffrey Parker, aunque solo durante los primeros años, en su reciente biografía Emperor, a New Life of Charles V. Sin embargo, como ejemplo de la complejidad de la historia, la  sesión de grandes tierras a los indígenas reforzaba la política de la corona de no hacer demasiado fuerte a ningún conquistador como para que este pudiera hacerle sombra al rey, estrategia que, según cuenta John Elliot en su Imperial Spain, aprendieron los Reyes Católicos tras la conquista del sur de España. En su crítica a las causas sistémicas que permiten la injusticia Fray Bartolomé de las Casas arremete también contra quienes, como los oidores, encargados de hacer justicia, tenían sus intereses y beneficios en el reparto de esclavos autóctonos y encomiendas, por lo que defendían sus propios intereses sin hacer caso de las quejas de los religiosos. No puedo evitar entablar aquí ciertos paralelismos con la conquista de Canarias acaecida previamente: las ventas de esclavos eran un gran negocio -lo fueron también antes para los berberiscos desde que las islas reaparecieron en un mapa mallorquín- y cuando algunos religiosos se quejaron ante los consejos de la corona de que los conquistadores esclavizaron a quienes ya habían sido cristianizados, como en el caso de los obispos de Canarias Juan de Frías y Miguel de la Serna en defensa de los gomeros, se decretaron sentencias favorables que obligaban, cuando se podía, a devolverles sus derechos, en una dinámica en la que observamos patrones comunes como la búsqueda de beneficios a través de la esclavitud por parte de los conquistadores, la defensa de los derechos de los aborígenes cristianizados por parte de la iglesia y los dictámenes de la corona al respecto, tarde para muchas de las víctimas pero que establecieron directrices y normas. La dimensión y consecuencias de la conquista de América otorgó un papel destacado a Fray Bartolomé de las Casas, cuya figura ha levantado pasiones encontradas, y aún lo hace hoy cuando alguien como Elvira Roca Barea lo tilda de mentiroso y exagerado, movida por el uso posterior que se le dio a este informe para fomentar la leyenda negra contra la monarquía más envidiada y temida de la época. En efecto, la Brevísima no sólo sirvió como propaganda contra los españoles, así como contra los católicos, e incluso contra los castellanos según las tesituras políticas de cada etapa histórica futura, tal y como se explica en el riguroso estudio de esta edición, sino que al constatarse que su uso era empleado en contra de la monarquía hispánica fue disimulada infructuosamente por los herederos de quienes la habían solicitado para el conocimiento y control de aquellos vastos y lejanos territorios en donde las comunicaciones eran tan lentas y precarias.

15 de octubre de 2019

Pasado y futuro según Yuval Harari

En un ambiente académico en el que las humanidades tienden a la fragmentación y la especialización por lo inabarcable de las bibliografías, con el riesgo de caer en trivialidades anecdóticas e interpretaciones ideológicas altamente sesgadas del pasado artístico, filosófico e histórico, abandonando tal y como denuncia Camille Paglia las grandes narrativas capaces de abarca periodos suficientemente amplios como para dotar de perspectivas complejas a nuestras breves existencias y enriquecer nuestra interpretación más allá del pequeño reducto de nuestras circunstancias más cercanas, libros como SPQR de Mary Beard, cuyo marco narrativo sigue el concepto de ciudadanía romana desde el origen de Roma hasta casi las puertas del final del imperio, o Sapiens, a Brief History of Humankind de Noah Yuval Harari aportan una mirada original además de esa amplitud de perspectiva que reclama Paglia. En efecto, el libro de Yuval Harari es tan ambicioso en su arco narrativo, tal y como sugiere el subtítulo, que a la hora de entrar en los detalles resbala cuando afirma, para poner la guinda a un argumento francamente estimulante sobre el absurdo del nacionalismo, que en España aún seguimos enseñando el mito de Numancia en las escuelas como el gran relato nacional con el que nos sentimos identificados. Puede que yo me enterara más bien de poco en mi paso por el instituto pero no recuerdo a ningún profesor, y fue hace ya tres décadas, que me hablara siquiera de Numancia, y el único eco histórico resuena difuso en la expresión poco común de “resistencia numantina”. Si esto pasa con lo poco que uno conoce porque le toca de cerca, qué no pasará con otros ejemplos del libro que hablan de otras latitudes y épocas, desde el principio de la humanidad hasta nuestros días. Pero a pesar de estos inconvenientes, inevitables dada la pretensión histórica de su alcance, se trata de una lectura tan gozosa por su inteligencia y enfoque original que no dudé en comprar su siguiente libro. 

El primer capítulo de Homo Deus, a Brief History of Tomorrow retoma el último de Sapiens con la naturalidad de un libro dividido al azar en dos, aunque tocan temas muy distintos. Si en Sapiens, Yuval Harari se centraba en la revolución cognitiva, la revolución agrícola, la revolución científica y la unificación de la humanidad a través de imperios, religiones, ideologías y organizaciones, y escribía páginas brillantes sobre historia de las ideas, las bases ideológicas y las creencias del mundo en el que vivimos, con una técnica capaz de resaltar los grandes logros y ventajas de episodios de nuestra historia que a menudo interpretamos de forma negativa y de llamar la atención sobre consecuencias nefastas de cambios que vemos como positivos, llevándonos de un lado a otro con sorpresas e ingenio hacia una visión más amplia, en Homo Deus se abre a los escenarios posibles del futuro. Una vez convertidas en fenómenos marginales las hambrunas, las enfermedades mortales y las guerras que han asolado la humanidad hasta hace poco, consiguiendo que la gran mayoría de los humanos vivan ahora muchos años sin apenas, comparativamente, mortalidad infantil, mujeres fallecidas en partos ni hombres en batallas, o la infinidad de vidas salvadas gracias a los antibióticos y las vacunas, Yuval Harari indaga en los retos del futuro, la felicidad, la longevidad y las innovaciones tecnológicas, usando una técnica similar a la de su primer libro, es decir, mostrando las ventajas y desventajas de cada uno de los escenarios que él ha imaginado como posibles, junto a un análisis problemático de las cuestiones que nos esperan y el punto en el que nos encontramos, abriendo el debate a posibilidades que parecen de ciencia ficción, y que quizá lo eran hace unas décadas, pero que ya son una realidad cuyo desarrollo a corto plazo desconocemos y por tanto se nos pueden imponer como una realidad antes de que hayamos sido capaces de preverla. 

La mejora del cuerpo puede venir por distintos campos como la ingeniería biológica, los ciborg y la ingeniería nanotecnológica, sin estar claro si uno podrá desarrollarse más que otro o cuál despuntará antes o cómo estos puedan conjugarse. Un ciborg, por ejemplo, puede operar desde otro lado del mundo, y de hecho ya hay experimentos en los que una persona o un animal mueve objetos desde otro lugar remoto. El hecho de manipular genéticamente algunos embriones para evitar ciertas enfermedades será la antesala, tarde o temprano, a que se manipulen para otros fines, convirtiéndonos por ejemplo en seres más longevos y sanos de lo que jamás llegaríamos por nuestras expectativas biológicas, pero esto, nos avisa Harari, ahondaría una brecha, puede que esta vez de insalvable, entre pobres y ricos. Gran parte del libro lo enfoca sin embargo a las consecuencias de la inteligencia artificial y cómo la recopilación de datos será capaz de mejorar nuestra vida, pero también permitirá a los algoritmos conocernos mejor a nosotros que nosotros mismos. Al fin y al cabo, las emociones no serían sino el resultado de unos rápidos cálculos que nos han sido útiles para nuestra supervivencia pero que están plagados de errores y sesgos, por lo que una máquina podría aconsejarnos mejor. Según él, apenas podemos pensar con nuestra imaginación biológica lo que una inteligencia no biológica puede llegar a hacer. Las tecnologías futuras no sólo abrirán escenarios nuevos con los que debemos lidiar moralmente, sino que cambiarían muchas concepciones como la libertad, el individualismo o el libre albedrío en las que se fundamentan nuestras sociedades, resultado según el autor de esa religión laica que es el humanismo, por lo que nos encontramos en un punto de inflexión en el que debemos decidir qué hacer con ese inmenso poder que la tecnología nos va a ofrecer antes de que esta decida por nosotros.

15 de septiembre de 2019

Mussolini novelado

Antonio Scurati afirma que con M. Il figlio del secolo quiso contar el fascismo desde dentro con precisión histórica a la vez que con la emoción de la literatura tras darse cuenta de que nadie había escrito una novela sobre Mussolini porque había una especie de prohibición tácita en el ambiente cultural, es decir, un tabú. Sólo hablaban del fascismo quienes antes se habían declarado como antifascistas, con un claro juicio previo y filtros ideológicos a priori, de los que la literatura, según su juicio, debería prescindir. Su intención pues ha sido la de restituir de Mussolini su humanidad sin hacer de él una caricatura, ni una parodia, ni tampoco un demonio, mostrarlo en su estatura real como hombre político y periodista de éxito que llevó la desgracia a Italia. Este ejercicio literario de franqueza intelectual es para Scurati propio de un país capaz de mirarse a sí mismo con madurez y de afirmar su juicio sobre la historia sin esconderse en falsedades. No ve peligro en que el lector convierta a Mussolini en un mito ya que la reflexión lectora no lo permite aunque al convertir esta historia en película o en serie de televisión, como parece estar previsto, puede ocurrir que el propio medio de la pantalla anule muchos filtros críticos para caer en la seducción y lo obsceno de la imagen. Esto es según él lo que pasó con Gomorra, un libro importantísimo en los últimos años que ha cambiado la perspectiva sobre la literatura y la sociedad en la literatura italiana, pero que al llevarlo al cine y a la televisión perdió la fuerza moral y la reivindicación social que residían en el contraste del narrador con los hechos narrados, que en el cine desaparece contribuyendo a la mistificación del criminal. Un riesgo que aún así Scurati está convencido de que vale la pena. 

El libro narra a modo de crónica, con fechas que concretan el día y el mes desde 1919 hasta 1924, la creación, organización y ascenso al poder del fascismo en una Italia agotada tras el esfuerzo y la miríada de muertos durante la Gran Guerra, la necesidad de renovación y la aparición de movimientos radicales, entre los que destaca el auge revolucionario que, con la creación de la Unión Soviética, sublevó los ánimos por toda Europa, haciendo posible las esperanzas de un nuevo orden o de temerlo fieramente. En Italia, además, las expectativas incumplidas tras la guerra de recibir territorios de la Dalmacia y la ciudad de Fiume, de mayoría italiana, se interpreta como una humillación del presidente norteamericano Woodrow Wilson y los aliados en general. El escritor D’Annunzio dirá que 1919 será recordado por la anexión de Fiume, que él ha liderado, y no por el tratado de Versalles. En las calles y plazas hay manifestaciones, discursos y cánticos en los que socialistas y comunistas van ganando adeptos, convencidos de que la revolución llegará pronto. Frente a ellos las cargas policiales y, aún peor, a veces compinchados, reducidos grupos de viejos combatientes, futuristas y voluntarios que revientan sus actos con porras, puñales, pistolas y bombas. Son varias las descripciones de intervenciones públicas y escenas de manifestaciones que acaban dispersadas en bandadas y a gritos por el horror de esos pocos que tras asesinar, golpear y apalear a los rojos acaban, por ejemplo, quemando el periódico que apoya a los izquierdistas. El propio partido socialista, que con el triunfo del comunismo en Rusia se lanza a posiciones maximalistas, avala la violencia para defenderse de lo que denomina la violencia burguesa. 

Lo cierto es que entre quienes revientan las manifestaciones con violencia se encuentran colaboradores y gente cercana a Mussolini que acaban en la cárcel al encontrarse en el periódico que dirige este último balas y armas, una de ellas usada recientemente, en un registro rápido tras un atentado. A Mussolini lo dejarán libre en veinticuatro horas porque lo consideran una ruina política que no ha conseguido ni un escaño con su partido en las últimas elecciones y no quieren convertirlo en un mártir. Mussolini había dirigido con gran éxito el periódico socialista cuyas imprentas destrozarán sus compinches más tarde, ha sido expulsado del partido socialista y dirige un nuevo periódico desde donde da a conocer sus ideas. Es descrito por todos como un periodista y político de gran ánimo y energía, y muchos lo tildan en ese mismo sentido de hombre vital o dinámico. En esta aparente equidistancia hacia el personaje el papel secundario de su sexualidad y su enfermedad venérea le da cierto contrapunto. Mussolini no sólo ha dejado el socialismo, ha pasado del no intervencionismo al intervencionismo, glorifica el patriotismo y el militarismo, la destrucción de las instituciones culturales y museos como un acto liberador, elogia la muerte, la juventud, las máquinas y el desprecio hacia la mujer que están claramente expuestos en el manifiesto futurista y el posterior manifiesto fascista de su amigo Marinetti. El hecho de que poetas como D’Annunzio o Marinetti hayan participado como ideólogos fundamentales del fascismo le da a esta extensa novela un eco literario que, por asombroso que parezca, es parte de los hechos. 

Los fascistas se definen como algo nuevo y distinto a lo existente, más por negación de las creencias ajenas que por la afirmación de ideas claras. Es un anti partido que hace la anti política y que evita conscientemente la coherencia y la carga de los principios ya que, según piensan, la teoría no lleva sino a la parálisis. Frente a las ortodoxias ideológicas, Mussolini define el fascismo como anti doctrinario, probabilista y dinámico, claramente anti burgués y contra el comunismo, aunque imite el modelo leninista. Sacraliza la vitalidad hasta el punto de ver en lo salvaje y temerario la revelación de una verdad, pero en sus marchas hay banderas, voluntarios uniformados y orden férreo en los grupos. Según muestra la novela el fascismo surge sobre las ruinas y el horror de la Gran Guerra y como negación de la revolución socialista. El proyecto de Mussolini dice ser el de un gobierno centrado en el bienestar de los trabajadores pero alejado del bolchevismo. De hecho, hay historiadores que han establecido vínculos entre Mussolini y Lenin, sus paralelos y sus diferencias (Revista de Libros, 8/19). Esta biografía novelada tiene también, a mi entender, otro interés histórico. El surgimiento de movimientos totalitarios en un momento en que la política se convierte en una cuestión de masas, dando comienzo al mundo político que hoy conocemos, y cómo esas masas se vieron afectadas por la propaganda a través de los medios de comunicación, con promesas y líderes carismáticos, en una época de inexperiencia democrática en donde cada uno creía tener el remedio perfecto para los males sociales y, como dice Noah Yuval Harari en su Homo Deus, se enfrentaron los tres tipos de humanismos en su versión más radical, el social, el liberal y el evolucionista. 

Desde el punto de vista literario resaltan de esta recreación novelada los interludios entre escenas que recogen frases citadas, informes de la policía, artículos de periódico o fragmentos de cartas que hacen del libro una composición híbrida de géneros en la que lo novelado y la documentación histórica se intercalan. Lo más interesante de esta forma es lo que aporta como mensaje en sí mismo, es decir, cómo el escritor se ha inhibido de dar su opinión a la hora de juzgar a los personajes en el devenir de su prosa para dejarle ese trabajo a la estructura que ha construido, quizá influido por la estrategia de Roberto Saviano de que la él mismo habla con admiración. El contraste entre textos de distinto tipo, ficcionales e históricos, hagiográficos y personales, de la prensa socialista o fascista o liberal, produce no sólo un efecto de alejamiento y contraste entre los textos intercalados sino entre estos y la narración, generalmente en tercera persona, que sigue las peripecias de distintos personajes adscritos al fascismo y sobre todo de Mussolini, lo cual obliga al lector a inferir juicios. Lo narrado en tercera persona contrasta con lo vertido en la prensa de un lado o de otro, mostrando quién miente y quién es un hipócrita, un fanático, un ingenuo o un mentiroso redomado sin escrúpulos. No hace falta, en efecto, mofarse, parodiar o criticar a este o a aquel, cada uno va desvelándose ante los ojos del lector de forma más eficaz que con el juicio subrayado de antemano. Esto no es una novedad, los personajes suelen revelarse ante el lector gracias a una buena secuenciación de escenas con su sentido implícito, sin necesidad de juicios explícitos, pero aplicar a un personaje tan incómodo estas estrategias, mezclándolas con fragmentos históricos, ha llevado a Scurati a una narración exitosa, galardonada este año con el prestigioso premio Strega y cuya traducción al castellano se espera en breve.

15 de abril de 2018

La Guerra Civil recordada por el filósofo Julián Marías

Tardé años en percatarme de cómo era capaz de leer cientos de páginas de, por ejemplo, Aleksandr Solzhenistsyn, Varlam Shalámov o Primo Levi sobre la resistencia íntima y el horror vivido por sus protagonistas y, sin embargo, me costaba un esfuerzo tremendo leer sobre el dolor y la barbarie de la Guerra Civil Española. Podía imaginarme y reconstruir los terribles sucesos y sufrimientos de esos rusos en gulags o esos judíos en campos de concentración nazis, pero cuando se trataba de españoles matando a españoles, de los bombardeos masivos como el de los miles de ciudadanos huyendo de Málaga, las checas en el heroico Madrid republicano, los fusilamientos sumarios y paseos nocturnos en la retaguardia de ambos lados, los arengas radiofónicas de Queipo de Llano animando a la violación de las mujeres de los enemigos, la otra guerra civil dentro de la guerra civil en las calles de Barcelona o los anticlericales asesinando religiosos sistemáticamente, me entraba tal vértigo y nauseas que paraba durante semanas la lectura. Este malestar se agudizaba cuando leía las burradas cometidas por el bando con cuya mitología me sentía identificado. En esos momentos no podía sino repetir con Stephen Dedalus eso de que la historia “is a nightmare from which I am trying to awake”. Si el dolor de otros seres lejanos ejercía en mí una especie de aviso moral contra el mal, el propio, el del cuerpo social en el que nací, me producía una reacción visceral que evitaba con todo tipo de excusas. Quizá otros hayan sentido algo similar con las tragedias y desgarros de la historia de sus países y, sin embargo, no saquen las mismas conclusiones, pero esto me llevó a pensar en las reticencias en tantas naciones a afrontar el pasado incómodo cuando este aún es relativamente cercano, lo cual no se comprende desde fuera, y en la existencia de un sentimiento nacional, o de un relato emocional común, que algunos sólo descubrimos de forma negativa, cuando este queda perturbado. 

Tras percatarme de este sesgo, por el que lo propio se vive de una forma distinta a lo ajeno, supuestamente con más conocimiento pero también con mayor pasión partidista, pude ir leyendo poco a poco y de una manera más sosegada libros sobre lo que Unamuno llamó la guerra incivil, aunque siempre con temor a encontrarme con alguna nueva barrabasada indigesta a mi sistema emocional más profundo. La bibliografía es tan extensa como apasionante para quien le interese el tema, nuestra guerra civil desató un interés aún vivo entre nosotros y buena parte del mundo, pero leer un libro que indague en sus causas, en el estado de ánimo social anterior y durante la contienda, escrito por quien la vivió y además es uno de los filósofos más importantes del pasado siglo en lengua española, creo que se trata de un hecho poco común. Julián Marías, como Besteiro, el único hombre público del momento al que admiró, apoyó la República y culpó claramente de la guerra a quienes la empezaron lanzándose contra el orden institucional y la legalidad democrática. No obstante, supo mantenerse al margen de la polarización de los bandos y fue crítico con los muchos errores cometidos desde el gobierno de la nación. Según él, se trató de una guerra impensable antes de ocurrir, nadie la quería, y tampoco era previsible. Las razones objetivas que la desencadenaron pudieron provocar lógicos episodios de inestabilidad, pero no fueron tales como para justificar o vaticinar una guerra de tal magnitud. El recorrido de Julián Marías por la quema de iglesias, la crisis económica internacional que propició la República pero también una pronta desilusión, las reticencias de muchos conservadores y ricos al nuevo gobierno, la insolidaridad y miopía de la derecha en el segundo bienio gobernando sólo para los suyos o el estallido interno del partido socialista que se decanta en parte por la revolución, son conocidos por todos, pero lo que hace original este breve ensayo, La guerra civil, ¿Cómo pudo ocurrir?, es la perspectiva interna, entre personal, social y filosófica, de cómo se vivieron los acontecimientos.

Ilustración: Archivo General de la Administración.
Barcelona, muerto en la acera tras un bombardeo
Julián Marías se pregunta cómo pudo ser que en una España en donde se había alcanzado una edad dorada en la ciencia, la cultura, las artes y, después de varios siglos yermos, también en la filosofía, los ciudadanos se encaminaran hacia tal matadero. En un momento de esplendor intelectual, señala, la simplificación ideológica conllevó una retracción de la inteligencia pública. Deterioró así mucho a la República la falta de cultura democrática, ya que sólo se aceptaban los resultados cuando eran favorables. Nos cuenta que la sociedad se politizó hasta el punto de que lo primero y definitorio sobre las personas, sus obras y sus ideas, era su tendencia política, de izquierda o de derecha, y no la veracidad o pertinencia de sus razones. Marías se asombra, y resulta ciertamente asombroso, de que los partidos extremistas a un lado y a otro del espectro político apenas hubieran alcanzado una mínima representación parlamentaria en democracia y, sin embargo, consiguieran ser decisivos en ambos bandos durante la guerra. Su explicación apunta a la repetición y utilización de los medios, es decir la manipulación, como elementos claves en el proceso de radicalización. La simplificación, la reducción a esquemas, la polarización política y la conversión a abstracto del otro, fomentaron que pudiera odiarse al diferente, deshumanizado, exento de sus rasgos personales, y descrito como rojo o facha, entidades abstractas y fácilmente manipulables. De hecho, una vez iniciada la guerra, Marías resalta que el frente más cruel no fue tanto el de la confrontación de los bandos, sino el de cada uno de ellos en sus propios territorios, con el asesinato de quienes no comulgaban con sus ideas, aunque estos fueran neutrales o partidarios sin fanatismo del otro bando, a quienes no se les toleraba y eliminaba, lo cual ejercía un perverso chantaje a quienes no eran beligerantes, y cuya consecuencia, según aprecia, fue el envilecimiento ya que nadie quería quedarse corto ni aparentar menos que los más fanáticos, sobre todo en la zona franquista. 

El ensayo es un acercamiento desde dentro al periodo previo, durante e incluso, someramente, posterior a la guerra, escrito por quien conocía bien la sensibilidad de sus conciudadanos, tenía unas dotes filosóficas poco comunes y demostró siempre una destacada integridad. Algunas de las afirmaciones del texto pueden, por supuesto, ser discutibles pero no puede criticárselo ni por maniqueo ni por equidistante, y probablemente será leído por generaciones futuras como un texto capaz de conjugar la experiencia de primera mano con la agudeza social y la claridad de ideas. En este sentido, Marías subrayó cómo la torpeza y ausencia de una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, la democracia y la legalidad, propició la falta de entusiasmo de los jóvenes y el advenimiento de los extremismos, más pasionales, más amantes de himnos y banderas que de cifras y estadísticas, lo que también ocurrió en la República francesa y en la República de Weimar, lo civil y civilizado fue gris e incapaz de desarrollar una retórica eficaz de la libertad y la convivencia. A pesar de que algunas de estas ideas las integró en su libro España inteligible, este ensayo corto tiene entidad propia y nos recuerda que la memoria debe preservarse, pero dejándola atrás y mirando hacia delante. Esta segunda parte de su afirmación es propia de su inteligencia aguda y se adelanta a reparos actuales, como el de David Rieff en su Elogio del olvido, a ese tópico de la necesidad de mantener la memoria para salvarnos de repetir el pasado. La memoria, sesgada comúnmente y reconstruida desde la perspectiva interesada del presente, se utiliza a menudo para avivar el rencor y la división a través de relatos excluyentes. Por eso la aclaración de Marías parece encontrar el equilibrio perfecto. Es necesario mantener la memoria, al contrario de lo que podríamos deducir de la acertada crítica de David Rieff, pero también es necesario saber dejarla atrás, caminar hacia delante y trabajar por el presente.

15 de noviembre de 2017

Contra los tópicos sobre España y el mundo hispano

En España inteligible, razón histórica de las Españas, Julián Marías no escribe un libro de historia sino un análisis de la historia de España y de su significación. En contra de los historiadores que reflejan una cantidad inmensa de datos sin interpretaciones, es decir, se quedan según él a las puertas de la historia, y de esos otros que imponen al pasado una visión ideológica y sesgada, filtrada por los valores del presente, Julián Marías propone descubrir la razón histórica de la nación española, lo que le antecede y la fecunda para llegar a ser lo que fue y lo que le dio sentido desde la perspectiva de aquellos hombres que la gestaron. Para ello las ideas de Ortega y Gasset son claves en el desarrollo teórico y práctico del análisis de Marías, considerados por muchos los dos filósofos españoles más importantes del siglo XX. La razón histórica, lejos de una teoría extra histórica con corroboraciones puntuales, sería el descubrimiento de aquellas razones que guiaron a los hombres en el drama de su vida frente al mundo, sus decisiones y las circunstancias a las que debieron enfrentarse. Ni las sociedades se comportan como individuos ni la historia puede interpretarse sin estos, nos dice, ya que dependemos tanto de las circunstancias como de lo que él llama la vocación. Es necesario pues recrear y repensar el pasado gracias a la imaginación y leerlo desde el principio, en orden, para que, como en una novela, su significado brote con claridad. 

Julián Marías se opone tanto a la idea de progreso de la historia, que mira cada etapa como un eslabón de una cadena para llegar a una fase siguiente que automáticamente desdeña la anterior por retrasada, como a la visión opuesta de la historia que considera cada etapa aislada de las demás, en repetición constante y vacía de sentido. Es aquí donde aparecen algunas de las ideas más sugerentes de este libro, el hecho de buscar una vía alternativa, creativa y original, para dar sentido a nuestra historia. De la mano de Ortega, a veces para matizarlo, otras para desarrollar sus intuiciones, Marías resalta el aspecto cambiante de la sociedad española, como de cualquier otra en nuestro entorno, pero también la relación existente entre los periodos basados en la aspiración compartida que se proyecta del presente hacia el futuro, que abre y cierra posibilidades para las siguientes generaciones, y que origina una secuencia de acontecimientos que podemos rescatar y rastrear. Dado que España se ha entendido tan mal y sigue sin comprenderse bien, tanto por la derecha como por la izquierda política de los últimos tiempos, ya que cada cual le aplica un sesgo bien distinto pero igual de falseador, y también debido al juicio extranjero que nos ha afectado en nuestra forma de mirarnos a nosotros mismos, Marías propone desprender ese hilo dramático que nos ha llevado hasta el momento actual, hasta lo que somos, para comprendernos más claramente. 

Ilustración: Archivo Anaya
La idea misma de una razón histórica, es decir de una narración, tal y como el propio Marías la llama, que da un sentido al proyecto nacional, que se transforma en sus ideas pero no en la necesidad de una empresa, se adelanta en décadas a los actuales postulados, por ejemplo, de Yuval Noah Harari y la importancia de una narrativa colectiva en la creación de sentido para aglutinar comunidades extensas, aunque esta resulte falsa o incómoda o infundada por los hombres del futuro, a menudo incapaces de entender a sus predecesores. Marías quiere derribar varios tópicos que han lastrado la comprensión del mundo hispano desde el exterior y, más lamentablemente, desde la percepción de nosotros mismos. La primera de las más destacadas es la idea de que el componente moro explica la supuesta diferencia española frente a las otras naciones europeas hoy punteras, que él rebate argumentando que los hispano romanos combatieron a la alteridad musulmana fundando su razón de ser en el cristianismo y la recuperación del reino visigodo (creo que fue Rafael Lapesa quien señalaba que la voz “español”, proveniente del occitano, era utilizada para referirse a todos aquellos cristianos que vivían por debajo de los Pirineos). La segunda es la omnipresente referencia a la Inquisición que, como se ha subrayado en libros recientes como el de Elvira Roca Barea, duró menos y se realizaron menos ajusticiamientos que en otros lugares de Europa, en donde hubo instituciones similares y mucha mayor crueldad religiosa. 

La tercera es el mito de la destrucción de las Américas, contra el que argumenta su falsedad estadística, como probaría la mezcolanza actual en los países hispanos y, al contrario de la América anglosajona, la pervivencia masiva de sus gentes. Unos reinos, virreinatos y territorios de América (el término colonia aparecerá en boca de los criollos independentistas en el siglo XVIII como copia del modelo anglosajón) en donde se vivió durante siglos sin considerables sobresaltos históricos. La cuarta es el mito de la decadencia, ya que todos los países tienen momentos mejores y peores, y lo que en España fue decadencia transcurrió propiamente dicho durante un periodo corto de seis décadas que abarca poco más de la segunda mitad del siglo XVII y tras la cual España pasó de ser el país más poderoso e inigualable de Europa, envidiado y admirado, a uno de los más importantes del continente, que tuvo, por ejemplo, un siglo XVIII de grandes transformaciones modernizadoras, bastante tranquilo si lo comparamos con los dos siglos siguientes, y con un claro crecimiento en los estándares de vida. Y quinta, la idea de nuestro país como un mosaico, una nación de naciones, contra la que argumenta que España, aún teniendo regiones con un carácter fuerte diferenciado, fue la primera nación de Europa y como tal exportó su modelo (como la  noción de “liberal” siglos más tarde) de país aglutinador de pueblos y lenguas capaces de volver a reunirse en una entidad que no era sólo la suma de sus partes, sino una superior, predibujada desde la Hispania romana. 

Pero Marías no se dedica sólo a luchar contra los tópicos con los que nos ven los otros y nos miramos a nosotros mismos, sino que, una vez descartados los azares, las derrotas y lo que no encaja con nuestro pensamiento, apunta a los errores más graves de nuestra historia. Por ejemplo, el hecho de suponer que si España se había definido como cristiana (de ahí su empecinamiento contra la Reforma aunque le costara muchas más pérdidas que ganancias) todos los españoles debían de ser cristianos y, aún peor, debía exigírseles así. O también el caso de la Inquisición que, aunque su periodo de mayor dureza coincidió con el Siglo de Oro, dejó el profundo daño de amedrentar y desincentivar el pensamiento científico y filosófico, consiguiendo la autocensura que encaminaba a los potenciales interesados hacia otros temas y profesiones. El panorama que nos deja tras tanto tópico y tanto error (no más ni mayores que en otras naciones europeas) es, sin embargo, reservadamente optimista. Aunque el futuro, incluso el inmediato, es incierto y cualquier trayectoria puede quebrarse por el azar o malas decisiones, por una ceguera fatal de los ciudadanos o los dirigentes, España y los países hispánicos resuenan en este libro con una fuerza de enorme vitalidad, capaz de dar extraordinarios pintores y músicos, escritores y pensadores, inventores y científicos, y con una historia más larga y fecunda que otras naciones de nuestro entorno. 

Son muchas las ideas que se desgranan en este libro lleno de quehacer filosófico, en donde pensar la historia, aplicando conceptos originales que dotan de un hilo conductor a tantos siglos, convierte esta lectura en un ensayo sobre la historia del mundo hispánico. Aquí reside otra de sus claves. España, junto con Portugal, tiene una peculiaridad; no sólo fue un país europeo sino también uno transeuropeo, lo cual le dota de unas características que, según Marías, no han sido bien comprendidas. El arraigo americano de España es indisociable de sí misma y sin su historia compartida tanto España como el resto de países hispanos no pueden comprenderse a sí mismos. Desde que nos negamos esa historia, por incomprensión, por negligencia, por ideología, por el repudio ante momentos sangrantes, por el efecto de tópicos interesados, por correr a ciegas tras una modernidad que nos viene de fuera o, al contrario, por encerrarnos en nuestras fronteras sin querer saber nada del otro como tradicionalistas provincianos, perderíamos el contacto con nuestra trayectoria histórica y la única forma de entendernos cabalmente. El vínculo hispánico no rechaza, por supuesto, otros vínculos, europeo en el caso de España y americano en el caso de los otros muchos países hispanos, pero Julián Marías también nos recuerda que sería absurdo negar los íntimos lazos fraternos que nos unen como entidad esencial que articula creencias, lengua, cultura, ese espacio común bien real que Carlos Fuentes supo llamar poéticamente el territorio de la Mancha.

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