15 de febrero de 2020

La mentira de la verdad según Nietzsche

Me provocó cierta sorpresa leer unas cuantas alusiones alabando “Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral” como un texto imprescindible y esencial de Friedrich Nietzsche, porque ni siquiera sabía que existía y, en mi ignorancia, creía haber leído todos sus libros en mi juventud, eso sí, en ediciones baratas de bolsillo, sin estudios ni notas, sin textos académicos paralelos para profundizar y en traducciones mejorables, tal y como he podido contrastar años después, y de cuyas lecturas apenas recuerdo nada salvo la sensación y el estado de ánimo que dejaron en mí, es decir, lo que me resigno a llamar memoria emocional para encubrir mis limitaciones intelectuales y mis olvidadizos entusiasmos. Por su extensión este texto no pasaría de un artículo largo o un brevísimo ensayo, aunque en este libro viene acompañado de introducción, apéndice y otros fragmentos y cartas también breves relacionados con el mismo tema de la mentira y la verdad. Según Manuel Garrido, quien prepara esta edición, se trata de un texto de juventud que anuncia su madurez intelectual, indaga en sus obsesiones y se adelanta a su segunda etapa filosófica, la cual deja atrás su obra más ilustrada y de libre pensador para adentrarse en la crítica de los valores que inicia con Así habló Zaratustra. Pero este texto, de gran intensidad como no podía ser menos en Nietzsche, fue conocido sólo por su círculo de amigos y no se publicó hasta después de su muerte. 

Más que ofrecer estrategias para iluminar el problema de la verdad, como podría desprenderse del título, el ensayo descalifica al intelecto como una herramienta que genera mentiras continuamente, ya sea por la nimiedad de sus construcciones dada nuestra insignificancia como seres en una esquina del cosmos, por muy luminosas o espléndidas que estas sean, o sea por su incapacidad para dar serenidad y felicidad al hombre en comparación a nuestra faceta intuitiva. Aunque nos avisa certeramente de los límites de nuestro pensamiento, esta posición contraria al intelectualismo y la ciencia se antoja aún más difícil de defender hoy en día debido a las consecuencias visibles de un montón de conocimiento puesto en práctica con utilidad evidente en nuestras vidas, desde los medios de transporte y los electrodomésticos a los antibióticos y las vacunas, por nombrar algunos de los avances claves que elevaron los niveles y esperanza de vida general desde final del siglo XIX hasta bien entrado el XX. El supuesto de que el intelecto no se haya desarrollado para descubrir la verdad, sino que haya sido desencadenado por otras funciones, no quiere decir, como afirma Nietzsche, que se haya desarrollado para la mentira, e igualmente el supuesto de que haya sido usado por los débiles para defenderse y atacar no conlleva necesariamente que la razón del intelecto sea fingir. 

Fotografía de Nietzsche con 23 años.
Archivo Anaya
Pero Nietzsche resulta persuasivo cuando afirma, por ejemplo, que al hombre no le interesa la verdad o la mentira sino los beneficios o perjuicios que estas pueden acarrearle y, por tanto, aceptará una mentira si le beneficia y rechazará una verdad si no le conviene. O también proteico cuando dice que, dado nuestro carácter gregario, la verdad surgió como convenio para pactar la paz y evitar la guerra de todos contra todos, idea similar a la que Sigmund Freud deslizará en su último libro Moisés o la religión monoteísta. Pero quizá lo más asombroso sobre la capacidad de Nietzsche de adelantarse a su tiempo, o de sugerir caminos hacia el futuro, sean sus reflexiones sobre el lenguaje y su pregunta sobre si este representa de forma adecuada la realidad. Por una parte su explicación sobre el surgimiento de los conceptos como metáforas del mundo parece colocar una piedra previa a las ideas de Ferdinand de Saussure, y por otra su indagación augura uno de los grandes temas filosóficos del siglo XX, el lenguaje, que se desarrollará en múltiples facetas: si este representa la realidad o la hace, si pensamos con él o este es independiente del pensar, su origen, su evolución y su necesidad o utilidad en el desarrollo individual y cooperativo de nuestra especie, cuyas preguntas han ido encontrando respuestas en parte aceptadas pero de las que aún quedan algunas por dilucidar satisfactoriamente. 

Nietzsche se lanza a cuestionar la verdad de lo que afirma ser sólo una metáfora sobre la realidad, la expresión de una palabra motivada por un impulso eléctrico que no es capaz de captar ese algo ni de emanar directamente de él, con la que construimos edificios de pensamiento y cultura inestables, montando ideas abstractas que corroboran nuestras propias definiciones de la realidad, hasta que, ya caducas, nos damos cuenta del absurdo de estas y se revela el engaño ante nuestro ojos. Nietzsche aclara que este fenómeno es sólo humano y por tanto consecuencia de la inteligencia, generando una tensión entre la inteligencia y la mentira, pero según Hans Vaihinger, en su estudio sobre "La voluntad de la ilusión de Nietzsche" que se publica en esta edición, la crítica de sus primeras obras al mal uso de las mentiras que tomamos por verdades fue complementada posteriormente con numerosos pasajes que muestran la utilidad y necesidad de estas, de una forma similar a la que defiende hoy Yuval Noah Harari. Por otro lado, Nietzsche señala nuestra imposibilidad de percibir como otro ser, por ejemplo una mosca, lo cual nos hace creer que el mundo es de una forma cuando sólo lo conocemos por cómo llega a nosotros, de una manera subjetiva, a lo que subyace una desesperante y dolorosa imposibilidad de objetividad y, como consecuencia, la consideración de la búsqueda de la verdad como otra farsa del hombre que se obsesiona con la construcción de castillos que sólo existen en su mente y que a nadie más en el cosmos le interesan. 

Si los conceptos quedan horadados antes de las demostraciones y el esfuerzo por ordenar el mundo de una manera antropomórfica nos llevan a un aparente callejón sin salida, el arte nos proporciona, según Nietzsche, el hechizo desestabilizador que desgarra ante nosotros esa construcción mental obtusa y cerrada: El arte despierta al hombre el deseo del juego con los conceptos, lo libera de estos, le revela su insuficiencia, y vuelve a confiar en su intuición para reorganizarlos de forma irónica o para asociarlos de formas nuevas. Me quedo con cierto escepticismo de hasta qué punto estas afirmaciones resultan satisfactorias siempre para todo tipo de arte o si más bien corresponden al ideal de un tipo concreto, por ejemplo el arte dramático clásico que tanto interesaron al filósofo y cuyo efecto de catarsis fue teorizado por Aristóteles. Los términos ensalzados por Nietzsche parecen el origen de la justificación de un arte posterior, como si emanaran de su forma de pensar: el juego, la libertad y la liberación, la intuición o la ironía. Sin duda la sombra del filósofo alemán es alargada, con una huella fructífera y estimulante pero también incómoda. Su contraposición del hombre racional en busca de abstracciones que no le dan ni le darán la felicidad frente al hombre intuitivo y estoico que soporta mejor las inclemencias de la vida, se desliza a favor del segundo, ese que no se miente a sí mismo, pero no hasta el punto de resolver la tensión entre ambos.

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