15 de junio de 2020

La trilogía de Pinker contra el relativismo y el determinismo

The Language Instinct es el primero de tres libros relacionados entre ellos del psicólogo Steven Pinker que yo, por azares de mis lecturas diletantes -uno de mis muchos defectos-, he leído en el sentido inverso, primero The Blank Slate (2002), luego How the Mind Works (1997) -quizá el que más disfruté por la repercusión de sus planteamientos en la manera de entender el mundo- y finalmente este primero (1994), el cual resulta más familiar, y en buena parte conocido, para quienes tienen formación filológica, sobre todo en las áreas de la lingüística generativa y de la sociolingüística, que por su esencia descriptiva se contrapone al prescriptivismo. Pinker reconoce la extraordinaria originalidad de Noam Chomsky, su visión del lenguaje como una capacidad innata humana para estructurar una lengua y dotarla de complejidades, creada de forma inconsciente durante muchos pasos y de cuya gramática universal habría múltiples pruebas. El lenguaje no es una invención humana como lo puede ser la escritura, muy tardía y localizada originalmente en unas pocas áreas, sino una constante del ser humano que, tal y como ejemplifica con la evolución de un pidgin a un criollo, con el lenguaje de los sordos o con pacientes que han sufrido diversas alteraciones debido a accidentes o enfermedades congénitas, apuntan claramente hacia el lenguaje como una habilidad innata con la que venimos equipados. Es más, las reglas de las gramáticas tradicionales resultarían insignificantes en la comprensión de esta gramática profunda de las lenguas cuyas características básicas son comunes a todos los humanos.

Esta perspectiva, que arma con datos científicos sobre la mente y el lenguaje, conecta con algunos de los temas y polémicas en las que Pinker se ha visto envuelto en los años posteriores ya que choca con la idea de que somos producto únicamente de las circunstancias de la experiencia, incluida la creencia de que pensamos según el lenguaje con que hablamos, capaz de configurar realidades distintas. En este sentido, se enfrenta a la idea de que las palabras nos modifican y por tanto, tal y como sugieren los posmodernos, los posestructuralistas o los deconstructivistas, puede cambiarse la conciencia cambiando el lenguaje. En esta misma línea desgrana la evolución de esa leyenda urbana que probablemente muchos escuchamos admirados en las clases de lingüística según la cual los esquimales tenían una gran cantidad de palabras para la nieve, como adaptación a su medio, y que surgió como reacción a quienes tomaban a los esquimales por salvajes, para demostrar que su lenguaje era tan complejo o más que nuestras lenguas. Pinker asegura además que incluso la variedad de colores que describe una lengua sigue un mismo patrón, cuando sólo hay dos colores en un idioma estos son siempre el blanco y el negro, asociados comúnmente al día y la noche, la claridad y la oscuridad, y las lenguas con tres colores añaden siempre el rojo, es decir, el determinismo lingüístico es erróneo, así como el determinismo en la concepción de la naturaleza humana criticado en The Blank Slate. De hecho, incluso los niños que carecen de idioma, lo inventan.

Según Pinker, venimos al mundo con un instinto para el lenguaje, así como estamos equipados con unos sentidos que, aunque fallen, nos permiten captar el mundo y no al revés, que el mundo sea una mera proyección, ya que de ser así no habríamos sobrevivido en condiciones y entornos adversos; más bien tenemos una proyección acertada de la realidad circundante teniendo en cuenta nuestras necesidades. La evolución de nuestra mente como especie no partió de cero sino de lo que ya se poseía anteriormente, y utiliza los módulos o circuitos preexistentes para usos nuevos. Resulta  conmovedor para alguien como yo proveniente de las minusvaloradas humanidades que Pinker nos recuerde que Charles Darwin se inspiró en las reflexiones de los estudiosos del lenguaje cuando se le ocurrió la teoría de la evolución, en una época en que eminentes filólogos europeos buceaban en las lenguas para hallar relaciones entre ellas a partir del descubrimiento del sánscrito y deducir una lengua común como el indoeuropeo. Pero Pinker propone una explicación que va más allá de enfrentar lo innato con lo aprendido, ni siquiera según dice de una síntesis intermedia, y postula la presencia de una serie de módulos gracias a los cuales aprendemos de forma flexible, usando unos u otros según el caso, lo que no quiere decir que todas las adaptaciones de nuestra mente, esculpida en la vida de cazador recolector de la sabana, en donde hemos pasado la mayor parte de nuestra existencia como especie, tal y como también insiste Yuval Noah Harari siguiendo sin duda la estela de Pinker, sean necesariamente buenas en las ciudades modernas. 

En el caso concreto del lenguaje, Pinker apuesta por la idea del mentalese, una especie de lenguaje del pensamiento subyacente a la gramática universal que funciona como una serie de reglas lógicas sencillas para establecer relaciones causales que todos los humanos hacemos y que a la hora de expresarse se concretarían en las variadas y complejas lenguas existentes. Este lenguaje del pensamiento, que no el lenguaje verbal, vendría de paso a dilucidar uno de los debates intelectuales del siglo XX, entre quienes piensan que el lenguaje configura la realidad y el pensamiento, y quienes al contrario piensan que el pensamiento y el lenguaje, aún estando intrincados, no son lo mismo, decantándose claramente por los segundos. Si existe una continuidad entre estos tres libros es precisamente en esta batalla contra relativistas y deterministas, convencidos de que venimos al mundo en blanco. Así lo señala Pinker cuando critica que el relativismo domina todas las disciplinas humanísticas, abocadas a una serie de soliloquios para los que las respuestas dependen del marco cultural e ideológico y filosófico en el que se hacen las preguntas. En contra emplaza el lenguaje como un instinto y la naturaleza humana como un producto de la selección natural más o menos equipada para la vida actual, y clava la puntilla antropológica al enumerar una larga lista de actividades y capacidades universales que van desde el cotilleo y el humor verbal hasta la interpretación de los sueños, pasando por la existencia de tabúes, creencias, rituales, sentido moral, castigo, leyes, decoración, música y baile, celos, herramientas, empatía, conocimiento de plantas o las narraciones de cuentos e historias.

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