15 de febrero de 2019

La distopía de Margaret Atwood

La cualidad humana de representarse posibles futuros, sin duda un mecanismo de supervivencia para anticiparse a las repercusiones de nuestras decisiones, está en la base de la ficción y es la esencia de la creación literaria, tan obvia que ni se menciona. ¿Qué pasaría si tales personajes se ven en tales circunstancias en tal momento dado? Esta pregunta puede salirse del marco del realismo o el naturalismo para adentrarse en el futuro o en mundos alternativos, que funcionan como proyecciones de lo que pudiera pasar, de los riesgos a los que nos enfrentamos, de los caminos que no deberíamos coger, de las contrapartidas de nuestros abrazos incondicionales a la técnica o la ideología redentora. Depende pues del escritor hacerse preguntas más o menos interesantes y, por supuesto, desarrollarlas con acierto o grandeza, de tal forma que planteamientos interesantes e imaginativos pueden tener un desarrollo mediocre o de gran calidad, y planteamientos más simples y banales desarrollos técnicamente espectaculares, de ahí, creo, el interés y pasión que suscitan estas ficciones en sus variados logros. Pero las preguntas que se plantean están íntimamente relacionadas con la época en que se producen, sus miedos y problemas, por lo que podemos perder ciertas claves que propiciaron la tensión compartida con sus contemporáneos. A mediado de los años ochenta, cuando The Handmaid’s Tale fue publicada, la guerra fría aún no había terminado y el miedo a un conflicto atómico no se había diluido, empezaba a tomarse consciencia de los problemas medioambientales causados por la contaminación y la deforestación, el terrorismo de origen musulmán había producido ya numerosas víctimas, la catástrofe de Chernóbil estaba a punto de producirse y la revolución iraní había triunfado años antes, con los hombres vestidos con ropas oscuras y las mujeres tapadas bajo el velo islámico obligatorio, imponiendo la segregación por sexos, contada por Azar Nafasi en su libro Reading Lolita in Tehran, y una estructura teocrática que incitó la pregunta de Margaret Atwood, ¿y si esto sucediera aquí?

La primera elección de la autora para desarrollar la obra es un acierto, una narradora que desconoce el funcionamiento de la sociedad en la que está inmersa. Durante las primeras páginas la extrañeza invade las descripciones, creando un ambiente de incertidumbre, casi tanto en la narradora como en el lector, y nos preguntamos dónde estamos, qué ha sucedido previamente, cuáles son las reglas de esta sociedad. La información nos llega dosificada, con pequeños descubrimientos entre normas férreas y castigos denigrantes que van acumulándose sin permitirnos ver el engranaje oculto y quiénes lo manejan. Es esta perspectiva limitada la que permite la creación de una atmósfera de intriga en la que el lector busca adelantarse a los descubrimientos de la narradora misma con hipótesis y suposiciones, aunque dependa de esta para entender lo que ocurre. Pero la narradora no es un personaje sacado de la nada y aislado del mundo, tuvo una existencia de la que ha sido arrancada y conoce cómo era la vida antes del cambio, lo que la dota de la experiencia para juzgar las costumbres y la propaganda por comparación con sus recuerdos. También nos enteramos de su historia en dosis minúsculas, por lo menos hasta pasada la mitad de la novela, pero queda claro por sus impresiones que la vida ha ido a peor, tanto por su situación personal de haber bajado en la escala social como por la situación de la mujer en esta sociedad en donde no hay libertad de elección y se tacha de “unwomen” a quienes en el pasado fueron distintas a como en el presente narrativo se les exige. El cambio es tan radical que la narradora vive el pasado como remoto y ficticio, un sueño que se ha transformado en una pesadilla bien real, en donde los colores no sólo son señales de diferencias sociales y de autoridad entre mujeres y entre mujeres y hombres, sino también indicadores por asociación de tristeza y austeridad forzada, como los coches y las ropas negras, grises y marrones. La construcción de esta distopía, como ha indicado la autora, no está basada sólo en importar a una sociedad abierta un modelo teocrático del extranjero, es verosímil porque se asienta en la tradición puritana enraizada en el origen mismo de la cultura norteamericana. 

El efecto de esta sociedad totalitaria en las relaciones entre personas del mismo sexo y del opuesto es devastador. Hombres y mujeres viven en esferas segregadas, con esa separación propia de las sociedades agrarias con una división tajante del trabajo, pero en un sistema totalitario con un control interno extremo, sin cierto grado de libertad auto regulada dentro de cada ámbito. Al igual que intuimos una férrea jerarquía entre los hombres, de tipo militar, las mujeres se dividen en distintas clases y se someten unas a otras, mediante el desprecio o el autoritarismo más feroz. En esta sociedad opresora en donde todos se vigilan y cualquiera puede ser un delator y desembarazarse del otro con una denuncia, aunque sea por el miedo a ser considerado cómplice por omisión, el detalle más revelador y sintomático del horror, que convierte la emoción humana en la prueba del gran error social y es otro acierto en el desarrollo de la novela, se encuentra en la desconfianza continua de unos hacia otros, hasta el punto de dudar y temer el acercamiento de cualquiera, hombre o mujer, desconfiando de la sinceridad de un gesto, entreviendo una malintencionada puesta a prueba o temiendo con pavor la vigilancia de un tercero al acecho, con lo que cualquier mínima interacción se convierte en una angustia justificada. De hecho, la narradora es consciente de que las hacen ir en pareja para que se espíen mutuamente, para que ninguna se arriesgue sin que lo paguen ambas, en un sometimiento y espionaje perverso, el de vigilarse unos a otros, y delatarse para salvarse o defenestrar a quien se tiene ojeriza. Incluso cuando la quieren ayudar no puede desprenderse de la sospecha de sufrir una trampa, la desconfianza corroe las relaciones, sobre todo, y paradójicamente, hacia quienes se acercan más abiertamente porque qué otra razón hay para esa amabilidad si no es engañarla. Aunque los hombres apenas aparecen al principio, la diferencia entre sexos está siempre presente, desde la descripción de un baño que fue de hombres y ahora ocupan ellas hasta la presencia puntual de la autoridad masculina, pero es con otras mujeres con quienes la protagonista se relaciona, es una mujer quien la controla y quien le suelta los discursos, son mujeres quienes se envidian y se temen y se recelan y se desdeñan y, a veces también, se ayudan. 

Tras la atmósfera envenenada y asfixiante en las relaciones personales van desgranándose los aspectos coercitivos de esta sociedad totalitaria, la prohibición de entretenimientos como revistas y películas, la inseguridad producida por la retroactividad de las condenas que transforma en ilegal lo que había sido legal hasta hacía poco dentro del mismo régimen, la prohibición de la pornografía y del erotismo, la ausencia de la propiedad y de espacios privados, la manipulación estatal de los medios de comunicación, la destrucción de libros, las confesiones públicas inducidas, la tortura institucionalizada, la culpabilización de las víctimas de violaciones, la prohibición de la escritura y de la lectura para las mujeres, así como del maquillaje, o el imperativo de tener hijos en un entorno en donde nacen pocos niños y mayormente deformes. Margaret Atwood reconstruye también las causas del advenimiento de esta sociedad cerrada y poco boyante, sugiriendo accidentes atómicos y residuos químicos, atentados integristas y guerras coloniales, pero sin sacar la historia del punto de vista limitado de la narradora, y por ello intrigante y sugerente, a través de sus emociones, recuerdos y hallazgos. Pasada la mitad de la novela, las incertidumbres van despejándose, gracias principalmente a las analépsis en la vida de la narradora, en donde el lector encontrará la suficiente información para explicarse el origen y las causas del cambio. Pero la narración no sólo se proyecta hacia el pasado de la protagonista para compararlo con la esclavitud de su presente, sino que, a través de un juego narrativo que proporciona alejamiento y ambigüedad, digno del talento ensayístico de Margaret Atwood, la historia es dada a conocer en el futuro durante unas charlas académicas, transcrita a partir de unas grabaciones en cintas antiguas de música encontradas en unas cajas pertenecientes a aquella época oscura que dejó tan pocos documentos, cuyo debate refleja tanto la dificultad de conocer y verificar el pasado como lo aséptico del conocimiento sobre la estructura y el sistema social de aquel régimen, dejando en evidencia el abismo entre la historia y el testimonio de las víctimas y su sometimiento, o quizá también entre la historia y la literatura, claro que desde el ángulo de una recreación literaria. 

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