15 de noviembre de 2019

Ortega, psicólogo

Leyendo el tomo segundo de las obras completas de Ortega y Gasset, en donde se recopilan todos los artículos incluidos en sus ochos libros de El espectador, publicados desde 1916 hasta 1934, me he encontrado constantemente con la impresión de estar ante un psicólogo, por supuesto, un psicólogo peculiar, aunque en este sentido, Ortega, fuera lo que fuera, siempre resulta peculiar. La primera tentación fue pensar que estaba ante un psicólogo de las ideas, y aunque sospechaba que erraba al simplificar no sabía bien cómo concretar mejor, así que empecé a tomar notas a partir de esa intuición para aclarármela a mí mismo. Ortega parece enfocarse no sólo en el resultado de una investigación sino en el proceso de esta a partir de sus propias reacciones con respecto al objeto de su curiosidad. Hay una introspección hacia sí mismo, de sus movimientos interiores, que nos detalla con quehacer filosófico para captar lo externo a nosotros. Le preocupa por tanto cómo percibimos y nos representamos el mundo, cómo llegamos a las cosas, cómo nos las imaginamos y nos referimos a ellas. Ortega sabe que la mirada predispone y nos guía en qué buscar, viene dirigida, y por algo más profundo que la razón, y es capaz de detectar distintas cosas en lo mismo según cada cual, es decir, la percepción resulta problemática y llena de complicaciones. Pero al mismo tiempo reconoce que nuestro conocimiento de lo humano es increíblemente grande, de las personas que nos rodean, de sus defectos y características, el cual se ha ido posando como capas en nuestro interior, aunque esas impresiones las mantengamos en secreto. De hecho, está convencido de que las personas no podemos escondernos, sobre todo ante aquellos que están mejor dotados para captar a los demás. 

Según él las emociones son parte de ese alma que se expresa en el cuerpo, pero desconfía de ellas para profundizar en la persona porque estas son expresiones comunes a todos que no nos dicen nada de su personalidad ya que, por ejemplo, la tristeza tendrá una expresión similar en distinta gente sin que eso nos diga en principio mucho de cómo es la persona una vez pasada esa emoción. Pero la experiencia de la tristeza, que se vuelve más concreta cuando nos falta salud, nos revela un mundo interno alejado y ajeno a lo externo. Su definición de otra emoción como la ternura nos muestra su capacidad de describirlas con minuciosidad, conceptualizarlas y ofrecérnoslas clarificadas a los lectores. Ortega aboga, como no, por la idoneidad de definir y explicar los sentimientos, las emociones y los impulsos para saber de qué hablamos, y afirma que mientras los impulsos tiene una función clara, como apartarse del fuego cuando quema, los sentimientos son un misterio biológico, una especie de flujo que nos recorre por dentro, y no pueden ser comprendidos con ciertos esquemas como los del utilitarismo. Ortega, al tanto de los últimos avances científicos y las nuevas perspectivas de análisis humanístico de su tiempo, percibe que tanto la biología como la psicología están girando del análisis de lo externo al estudio de lo interno, ese mundo más vasto y profundo que la pura interacción exterior. Sin ser freudiano, ni alinearse con los anti freudianos, reconoce sus hallazgos importantes y fomenta sus traducciones, que dan a conocer a Freud en lengua española antes que en otros idiomas. Y es que más allá de los sentimientos y las emociones que adivinamos en el gesto, a los que él llama alma, Ortega habla de un pulso vital que forma la personalidad y que encuentra en la figura misma. 

Esta vitalidad puede mostrarse en distinta intensidad y campos pero es diferente al espíritu. Es decir, el alma sería el término que usa para englobar a las emociones y sentimientos mientras el espíritu se referiría al intelecto y la voluntad. Nuestra personalidad sería, como consecuencia, el resultado de la mezcla de las tres facetas, el alma, el espíritu y la fuerza vital. A los lectores actuales, por lo menos a mí, puede resultarnos liosa esta clasificación, sobre todo porque alma y espíritu, términos que han desaparecido del uso común salvo en expresiones hechas, nos suenan a sinónimos perfectamente intercambiables, pero llama la atención que Ortega tenga en cuenta emociones, sentimientos, intelecto, voluntad y esa otra cosa que llama vitalidad, cierta fuerza interna, de tal forma que su análisis, sea más o menos acertado, tiene sin duda la complejidad y enjundia de quien no ha querido dejarse nada atrás. Entre la vitalidad y el espíritu, es decir, entre lo que quizá ahora se llamaría la energía y la razón, está esa otra región de las emociones y sentimientos que él llama alma. Aquí Ortega se desliza hacia una teoría del yo cuya modernidad radica en el hecho de integrar las emociones a pesar de mantenerlas a raya: el yo reside en la razón y la voluntad, no en el los sentimientos y emociones, aunque ese yo esté sumido hasta el fondo en dichos sentimientos y emociones, de ahí esa imagen deslumbrante y poética, propia de lo mejor de su estilo, del “espíritu náufrago en el alma”. La antipatía, nos dice por ejemplo, no surge del yo porque es involuntaria e irracional, surge del alma, de las emociones y sentimientos, y trasladamos nuestro yo hacia ella. Pero la perfección racional tampoco es la panacea porque se queda en la periferia del interior humano, de ahí su raciovitalismo, que entiende a la razón en relación con la vitalidad.

Frente a las construcciones de aristas matemáticas sugeridas por el intelecto, Ortega aboga por esa voz íntima que surge dentro de nosotros. Ya habla de esa división tan propia de su madurez de distinguir entre los distintos estadios del hombre según su edad, cuando dice que el niño va hacia lo que desea, el adulto hacia la realidad y el anciano gira hacia el pasado. Y tampoco rehuye la trascendencia de las emociones y sentimientos cuando afirma que el alma en trance de intenso dolor sólo puede curarse por el amor ya que, según sus palabras, el amor hace que otra alma entre en la nuestra y se funda con nosotros. Su teoría de la felicidad es, por ejemplo, un antídoto a la simplificación que detectó como propia de la modernización en su tiempo -la cual sigue hoy vigente o es propia de todos los tiempos- al cometer el error de creer que la felicidad radica en la satisfacción de los deseos, como si estos constituyeran toda nuestra personalidad. Para Ortega, quien está ocupado en su afán no puede ser una persona infeliz ya que la infelicidad sería el desequilibrio entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual. Cuando la energía vital no actúa y se mira a sí misma sin saber en qué emplearse, sin involucrarse en nada, entonces el infeliz quisiera salir de sí mismo, no verse más. En todo eso que configuraría la persona, Ortega incorpora también los mitos, inspirado por las primeras y novedosas lecturas de Carl Jung, ya que estos mueven los sentimientos, controlan su flujo, hasta el punto de considerar que a los niños, en una primera etapa, debe enseñárseles mitos y sólo luego hechos, ya que los hechos no mueven los sentimientos, tan necesarios para el desarrollo psíquico, y llega a transcribir un cuento ancestral sudanés, "Dan-Auta", del que suponemos le fascina por algo pero del que no comenta nada. 

Al mito lo considera fundamental para la vida interna, capaz entre otras cosas de hacer al hombre comprender y amar el arte de una forma más viva y atenta. La realidad del centauro, por ejemplo, como la de los gigantes a los que se enfrenta Don Quijote, no radica en su existencia, lo que sería un reproche ingenuo, sino en lo que pudiera representar para los hombres que lo imaginaron y luego para quienes siguieron usándolo, porque los mitos reflejan cuáles son los sustratos de nuestro ser y de nuestras sociedades, nos dan información sobre nuestro pasado y sentido del futuro de una forma indirecta que suele escaparse a las simplificaciones del presente. Y no sólo en este campo de los mitos, también en el paisaje o en la política, el hombre individual se derrama para Ortega sobre la vida en común, aunque ni el paisaje ni la política expliquen de por sí el comportamiento del hombre. Las circunstancias en las que vivimos son esenciales para nosotros y, por tanto, no podemos desentendernos de la historia ni de sus experiencias vitales para entender a la persona. De ahí su interés por el inicio de las sociedades, de sus teorías sobre el origen deportivo del Estado o sobre la coetaneidad del espíritu juvenil. De ahí también la importancia del contorno, somos dentro de lo que nos encontramos, “la mitad de nuestro perfil depende en buena parte del hueco que los demás nos dejen”. Ortega transita así de la psicología a la historia o al mito, proyectándose casi sobre cualquier tema, porque sus ideas, por lo menos en El espectador, surgen de forma desgranada pero no incoherentes, como si hubiera un núcleo escondido que sirviera de andamiaje sobre el que construye estos artículos beligerantes y extasiados, llenos de momentos dudosos y de otros muchos deslumbrantes.

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