15 de julio de 2021

Los prisioneros en Vida y destino

Vida y destino es una obra que incluye, como Herodoto con los persas o Homero con los troyanos, lo que acontece al otro, al enemigo, y con ello la mirada en busca de la verdad, como dijera Hannah Arendt en Verdad y mentira en la política, aunque su tono no es el de la admiración a los héroes o el ensalzamiento épico de los grupos sino el registro casi periodístico, magistralmente novelado, que sigue a algunos miembros de ambos lados para reconstruir así el paisaje de mucho más que la batalla de Stalingrado. Entre otras muchas escenas vemos, por ejemplo,  cómo transcurre la vida en un campo de concentración alemán, en un campo de trabajo ruso o en la prisión de Lubianka. ¿Y qué nos muestra de estos campos? En primer lugar la convivencia de los rusos en los campos alemanes, la incomprensión y alejamiento entre ellos a pesar de proceder del mismo país, o por eso mismo, ya que los había de muy distinta ideología: bolcheviques, mencheviques, cristianos. Entre ellos se establecen tensiones dialécticas que dan un nuevo nivel a la lectura, en el plano de las ideas, como una conversación entre un bolchevique y un menchevique, irónicamente en un campo nazi, pero manteniendo además el plano psicológico novelesco, cuando el bolchevique se avergüenza de que los otros prisioneros rusos lo vean hablar con un menchevique emigrado. Hay incluso un prisionero ruso, cuyos diálogos recuerdan por momentos a las conversaciones religiosas de Los hermanos Karamazov, que comenzó como idealista a lo Tolstoi y tras recorrer el mundo regresó a la Unión Soviética ilusionado con la revolución para trabajar como campesino, pero tras ver lo sucedido en los campos en nombre del bien y del progreso comunista se convirtió a la fe cristiana. Todos esos personajes de ideas varias no conseguían ponerse de acuerdo unos con otros o se odiaban por sus opiniones o recelaban los unos de los otros. En medio de esa incomunicación hay momentos en los que los rusos se animan pensando que el odio de los alemanes es una señal de que el comunismo pervive y otros momentos en los que surgen algunos comentarios dolorosos que no quieren aceptar: mejor estar prisionero de los alemanes que de ellos mismos. Pero sincerarse con un compatriota no es fácil, hay desconfianza y con razón, ya que cualquiera de ellos puede denunciarte ante los alemanes y costarte la vida.

La incomunicación no es sólo una cuestión de los rusos, también con el resto de prisioneros de diversas nacionalidades y condición, aunque por razones distintas. Si entre los rusos prima la cuestión ideológica para separarlos entre ellos, entre los demás es consecuencia de las distintas lenguas. Hay una conversación imposible entre un coronel americano y un general ruso, incapaces de entenderse el uno con el otro. La comunicación se establece con unas pocas palabras mezcladas en varios idiomas entre los presos de todas las nacionalidades y con una intención de intercambio de bienes básicos. Para algunos personajes la moral no es nacionalista sino internacionalista, hasta el punto de no poder sentir alegría por matar a alemanes ya que quizá son también izquierdistas o sindicalistas, movilizados en su país a la fuerza, con una verdadera solidaridad hacia quienes hablaban el mismo idioma de Marx o Hegel. De hecho, el propio Grossman no menciona la palabra nazi salvo cuando se enfrenta a personajes de ideología del partido mientras que a los soldados los llama alemanes, consciente al igual que algunos de sus personajes de que entre ellos había gente de todo tipo, al igual que entre los soldados rusos había muchos que no creían en las consignas del partido, aunque sabían callar. El fascismo, tal y como también afirmaba Hannah Arendt en The Origins of Totalitarianism, había inventado el tipo de criminal que aún no había cometido ningún crimen. Bastaba un chiste político, o no haber querido trabajar en una fábrica en la que los fascistas encerraban a los obreros, para que te mandaran a un campo vigilado por otros detenidos, y en el que quienes aún no habían cometido ningún crimen eran los peor tratados sin necesidad de que los carceleros se mostraran especialmente duros, ya que los hombres en el campo se gestionaban por jerarquías, cada uno hacía su trabajo en aquellas ciudades cerradas, quizá sin ver a los alemanes durante semanas, pero bajo el yugo de ladrones o asesinos. 

La situación en los campos rusos está descrita de una forma muy similar, a veces con paralelos que se hacen evidentes por la contraposición de capítulos y temas. Por ejemplo, también en estos se mezclan a asesinos con presos políticos y la suspicacia entre los detenidos no es menor ya que, tal y como se desarrollará posteriormente en Todo fluye, la tercera parte de esta trilogía, cada cual piensa que consigo se ha cometido un error mientras que los demás con los que comparte prisión están ahí con razón, por mencheviques, por socialistas, por blancos, por anarquistas, por nacionalistas separatistas o incluso por bolcheviques leninistas de la primera generación de revolucionarios. Para mostrarnos el proceso de arresto, encarcelamiento e interrogatorios, y quizá más interesante aún las vidas de los otros que comparten su celda, Grossman sigue a un personaje, Krimov, a quien hemos visto anteriormente en su papel, denostado por los demás personajes, de comisario político en el frente, en tensión por el mando con los superiores militares y encargado de la vigilancia ideológica de los soldados, es decir, que resulta bastante antipático. Lo primero que experimenta al ser detenido este encargado de redactar informes que llevan a muchos de sus compatriotas a sufrir interrogatorios, los campos o ejecuciones, es la incomprensión ante lo que le sucede y su falta de libertad. No hay ni un ápice de venganza sobre el personaje ni un momento de regocijo porque el perseguidor sea ahora el perseguido, en eso Grossman muestra siempre un exquisito sentido de la compasión que a veces llega a asombrar. Krimov siente el horror, y nosotros nos conmovemos como lectores, ante el hecho de que quien le pega no sea un enemigo sino otro comunista. Surgen argumentos que se repetirán en Todo fluye, como la idea de que en la época de Tolstoi se creía que el hombre era inocente mientras que los chequistas en el siglo XX han inventado lo contrario, todos son culpables desde que les cae una orden de arresto, y resulta contraproducente resistirse ya que todo está predestinado. 

La libertad, ese otro tema que tendrá un eco de la máxima importancia en Todo fluye, se concreta de una forma siniestra, con la experiencia de su carencia, esa falta de libertad cuya sensación compara con la de perder la salud, porque apenas se apreciaba cuando se tenía, no se la tenía en cuenta y sólo cuando falta nos damos cuenta del bien tan preciado que hemos perdido. De hecho, es en una celda en donde alguien le dice a Krimov que un griego sentenció “todo fluye” para hacer posteriormente un chiste carcelario al afirmar que allí “todos se chivan”. La descripción de los interrogatorios a Krimov es tan minuciosa que, otra vez, uno se pregunta cómo este periodista que no sufrió los campos ni los interrogatorios fue capaz de hacerlos revivir con tal intensidad y maestría, y ya sólo en este aspecto, uno de los tantos de esta novela, resulta comparable a esa obra maestra de Arthur Koestler, Darkness at Noon, en la que un antiguo revolucionario es falsamente acusado y torturado por la siguiente generación de comunistas. Los interrogadores saben infinidad de detalles sobre su vida aunque Krimov haya sido un hombre de provincias. El control es total, los informes y delaciones sobre cada uno de los interrogados se apilan en la mesa sin que estos sepan exactamente de qué se les acusa. Aunque con sus diferencias, los campos de los rusos y los campos de los alemanes están equiparados, son productos ambos del Estado totalitario, su consecuencia como señaló Hannah Arendt. Esta equivalencia se nos presenta explícita en la conversación entre un revolucionario y un jefe de la SS que asegura que tantos unos como otros son iguales, el espejo del otro, en un capítulo que al ser más largo que los demás suscita la sospecha de su importancia vital, aunque debemos cogerla con pinzas ya que atañe a dos personajes, con sus intereses y rivalidades. La lista de similitudes entre nazis y soviéticos, según este nazi en el que difícilmente captamos cinismo, son provocadoras e iluminadoras, en una escena ideológicamente turbadora y molesta para el personaje soviético porque él también ha pensado antes en lo que los iguala. Es además la causa principal de que este novela fuera prohibida incluso después de la muerte de Stalin. 

Sin embargo, la narración sigue y más tarde descubriremos una diferencia aterradora que ya se rumoreaba en los campos alemanes, entre las muchas falsedades que se decían. Se estaban construyendo hornos para matar a la gente. Y aquí es dónde Grossman, que fue uno de los primeros periodistas en dar testimonio de los campos de exterminio nazi según avanzaba con las tropas soviéticas liberando a los prisioneros que quedaban, y cuyos escritos acerca del holocausto judío fueron utilizados como pruebas en los juicios de Núremberg, nos presenta los pensamientos y el pasado de otro personaje para contarnos su trabajo como miembro de un sonderkommando, cómo había mejorado su vida así, cómo había quienes se mortificaban por ello y otros no pero lo hacían igual. Entonces llega una de las partes más duras de la novela, cuando sigue a los personajes de una joven y un niño que le es desconocido, de nombre claramente hebreo, David, del que se había hablado cientos de páginas antes, para mostrarnos a ambos en el vagón de un tren en el que se describe a todos los que están a su alrededor, en una dinámica similar a las que ya hemos visto: se sigue a un personaje del que conocemos parte de su vida a través de sus recuerdos y se le presenta en un lugar cerrado en donde se nos habla de los demás que están con él. A ese vagón va entrando más gente, todos judíos, que enferman o mueren por las condiciones del vagón. Todos sabemos hoy a donde van, nos sabemos la historia, y Grossman nos describe en esta novela terminada en el 59 lo que ya hemos visto en infinidad de películas posteriores; cómo llegan los vagones al campo y los hacen bajar en medio de la nieve y la noche, cómo los dividen entre hombres y mujeres, desnudos, hacia unas duchas, y cómo allí los gasean. No es de extrañar que para muchos estas sean las escenas más difíciles de olvidar de esta gran novela, no es para menos, porque este niño muriendo gaseado mientras abraza a una chica joven a quien no conoce de nada, rodeado de adultos asfixiándose y arañando las paredes en plena agonía, es el culmen del sinsentido y el horror del totalitarismo.

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