15 de marzo de 2024

El teatro en medio del océano

Finalista del premio Nadal del 2022, El teatro en medio del océano (Ediciones Destino, 2022) es una novela que aúna una prosa bella -de párrafos sólidos y oraciones largas que no pierden el equilibrio clásico-, con el entretenimiento de las historias de aventuras, en el mejor estilo narrativo de ese siglo XIX en el que transcurre la historia, en el que lo culto y lo popular, lo elegante de la forma y el fondo de la acción aún no se habían disociado. La cantidad de escenas vibrantes narradas con calidad literaria, sin que la historia se detenga en favor del brillo de la función estética del lenguaje ni se desarrolle trepidante sin cuidado artístico, redunda en un tipo de placer lector que no abunda. Al volver al siglo XIX histórico Francisco Quevedo ha retomado también, o mejor remozado, la antorcha de un ideal que se diluyó en exquisitas prosas plegadas melancólicamente sobre sí mismas o en el entretenimiento escrito en formas sencillas y de poco fuste, consiguiendo exorcizar ambas tendencias para sacar lo mejor de cada una. 

El marco narrativo de la novela recorre la vida de Feliciano Silva, que pasa de sobrevivir a la muerte de sus padres con una niñez de robos y precariedad, con cierto aroma de la picaresca, a convertirse en un personaje peligroso, y con razón temido, que aspira a controlar el comercio y a las autoridades de la isla de Gran Canaria. Este marco que abarca desde 1867 hasta 1921 es también el retrato de la ciudad en la que transcurren gran parte de los sucesos, Las Palmas, en cuya realidad histórica se integra esta ficción, interaccionando con la verosimilitud lo suficiente como para que la convivencia de la mentira y la verdad no acabe con una ni con la otra. Hablar de historia en una novela -no necesariamente escribir una novela histórica- entraña no pocos riesgos que Francisco Quevedo sortea con maestría, de tal forma que no resulta educativamente molesta sino que va revelándose con la naturalidad de los sucesos, como contextos o introducciones, sin cobrar protagonismo pero con una constancia que tienta a considerar la ciudad como un personaje más. 

Resulta curioso seguir con gusto a un personaje tan desagradable como Feliciano Silva, capaz de estrenarse matando a puñaladas en la yugular a un malvado ladrón, por su cuenta y siendo un adolescente díscolo. ¿Cómo consigue Francisco Quevedo hacer que los lectores empaticemos con este asesino sin escrúpulos y a la vez mantengamos cierta distancia crítica? Algo ya he nombrado: Feliciano es un huérfano, cuyo padre murió en un accidente como obrero del teatro Pérez Galdós, que debe buscarse la vida porque nadie lo ayuda. No olvidemos que estamos en el marco de referencia histórico y narrativo de la novela europea del siglo XIX, aunque sea una revisión con ecos de modernidad, por ejemplo del cine de mafiosos, mezclada además con una tradición española previa de la picaresca, y que la novela narra el enriquecimiento de un personaje de origen humilde que se enfrentará, a las buenas o a las malas, con los poderes y autoridades de la ciudad hasta someterlos a su voluntad, es decir, se construye a partir del arquetipo épico de la ascensión social. En mi opinión, hay toda una cultura literaria previa que hace posible una historia que, de leerla en el periódico, nos parecería propia de un personaje malvado, pero eso no quiere decir que escribirla sea fácil, y si no inténtenlo para que comprueben lo difícil de encontrar ese resquicio para la suspensión moral del lector y dotar al personaje de rasgos atractivos. 

Según se va leyendo la novela surge el paralelo de El teatro en medio del océano con la novela de Eduardo Mendoza La ciudad de los prodigios, tanto por la época histórica como por el perfil del protagonista y por el arco narrativo recorrido, pero sus similitudes estructurales no son más ni menos que las de Manhattan Transfer de John Dos Passos con La colmena de Camilo José Cela, o Los caminos de la libertad de Jean Paul Sartre, o El jarama de Sánchez Ferlosio, novelas corales que, con sus diferencias, fueron replicándose por toda la cultura occidental, y más allá. O al igual que en el siglo XIX Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de León Tolstoi, Effi Briest de Theodor Fontaine, La Regenta de Clarín o The Awakening the Kate Chopin trataron, con sus matices y distinciones, con mayor o menor acierto literario, calidad o profundidad, la infidelidad femenina con historias similares situadas en diversos lugares. Las peculiaridades que aporta Francisco Quevedo a este ascenso social de un delincuente vienen derivadas en buena medida, directa o indirectamente, del espacio distinto en donde se ubica la acción, al igual que las consecuencias deducidas de un experimento mental cambian al cambiar uno de los postulados o proposiciones iniciales del razonamiento. 

Además de un desarrollo distinto de la acción, los personajes más importantes de la sociedad caben o parecen caber mejor en una ciudad mediana, en donde todos se conocen porque aún no se han perdido en la inmensidad de la urbe moderna, y el negocio portuario tiende puentes tanto con América como con Europa, dándole sentido al título ya que el Atlántico se convierte en el radio de acción alrededor de las Islas Canarias. Aparecen personajes con características que se mueven en los parámetros de la tradición del realismo mágico, como el de la irlandesa Ofelia O’Higgins, cuyo olor sexual es capaz de perturbar y atrapar hasta al más fuerte o casto de los hombres, y que se integra espectacularmente bien en la narración -prueben también a escribir un personaje con esa cualidad sin caer en la grosería ni en la chabacanería, y encima resulte verosímil y atractivo- o esa pareja de madre e hijo venidos de la selva venezolana de quienes todos aseguran temerosos que poseen poderes ocultos y hacen brujería. Francisco Quevedo ha sido pues capaz de escribir una novela entretenida con elegancia, culta sin aburrimiento, irónica sin frivolidad y dramática con humor negro, tirando del hilo de lo ya escrito en su ameno relato juvenil La noche de fuego para construir una novela compleja y ambiciosa. 

15 de febrero de 2024

Pensamiento y lenguaje según Lev Vygotski

Aunque antiguo y con ilustres predecesores como Frederick Nietzsche, el tema de la relación del lenguaje con el pensamiento ha sido objeto de múltiples desarrollos y debates durante el siglo XX. Ludwig Wittgenstein apostó primero por una postura en la que no había pensamiento sin lenguaje, ya que ambos tenían una unidad lógica que representaba la realidad, tal y como mostró en su Tractatus logico-philosophicus (1921), para luego retractarse en su segunda fase y defender lo contrario, haciéndolo en ambas ocasiones de forma maestra. Éste no es un tema baladí que preocupe sólo a los especialistas, ya que tiene repercusiones en otras ramas y teorías relacionadas con nuestra representación del mundo. Si admitimos que no hay pensamiento sin lenguaje, entonces se deriva que cada idioma refleja un pensamiento único e intransferible, una forma de ver el mundo distinta que es por esencia diferente a la de otros individuos con otras lenguas. Esta es una visión que, más argumentada ideológicamente que respaldada empíricamente, ha dominado parte de las humanidades, y en especial la filología, quizá porque coloca en el centro de la comprensión del mundo a nuestro objeto de estudio, el lenguaje, lo cual nos halaga. Además, sirve de argumento de fondo para justificar toda una corriente de relativismo cultural, e incluso está en la base de creencias más bien ingenuas según las cuales cambiando el lenguaje se cambiaría la realidad, sobre todo aquella que nos resulta desagradable o injusta. Sin embargo, si partimos de lo contrario, entonces todos los seres humanos podríamos tener una estructura de pensamiento similar, tal y como de forma más sofisticada y actualizada propone Steven Pinker, con su mentalese -una tesis psicológica emparentada, aunque diferente, con la gramática universal de su maestro Noam Chomsky-, que se articula luego de forma distinta según cada lengua. Las diferencias culturales existentes, por ejemplo, serían causa entonces de otros muchos factores, incluida en ocasiones la lengua, pero esta dejaría de reinar sobre otras circunstancias, aunque en su vocabulario quedaran marcadas las heridas de toda una historia de vicisitudes, lo cual, por ejemplo, no sería óbice para un entendimiento y una búsqueda de fundamentos comunes entre distintas culturas. 

Más bien pronto en esta polémica del siglo XX, Lev Vygotski ya propuso una visión compleja y dinámica entre el pensamiento y el lenguaje, cuya originalidad y profundidad supera las dos visiones antagónicas, aunque por desgracia sus tesis fueran desconocidas durante años por buena parte de occidente debido al contraste de sus ideas con las oficiales en la Unión Soviética, y quizá también a su muerte temprana. Vygotski plantea que existen dos funciones distintas, una del habla y otra del pensamiento, cuyo proceso no es paralelo pero que establecen unas curvas de crecimiento que se cruzan una y otra vez, pueden alinearse e ir a la par por un tiempo, pero siempre vuelven a separarse. Para ello parte de estudios en animales, especialmente en chimpancés, como los famosos de Wolfgang Köhler realizados en Tenerife, cuyos logros cognitivos son independientes del lenguaje. Es decir, pensamiento y lenguaje no van a la par en el desarrollo personal de cada individuo (ontogénesis) ni en la evolución de la especie (filogénesis), aunque en los humanos existe una estrecha relación entre el pensamiento y el habla en la que Vygotski advierte una fase prelingüística del desarrollo del pensamiento y una fase preintelectual en el desarrollo del habla. Como adivina ya el lector, esta propuesta, respaldada por sus propios estudios y otros de la época, es más compleja que las dos visiones antagónicas enfrentadas a nivel filosófico, y desactiva los distintos usos ideológicos, ya que requiere de un entendimiento más sosegado y con más matices. Lo complejo surge entonces en cómo se establece esa relación entre el pensamiento y el lenguaje, que para la escuela de Wurzburgo era empírica y extrínseca entre dos procesos distintos, mientras que para Vygotski se desarrolla en distintos periodos y en distintas direcciones, del lenguaje al pensamiento y del pensamiento al lenguaje. Estas dos funciones estarían ya presentes a partir del primer año de vida y llegados a los dos años se encuentran, dando origen a una nueva forma de comportamiento, justo cuando el niño descubre que cada cosa tiene su nombre y se adquiere una primera consciencia del habla como herramienta para alcanzar cosas. 

Este encuentro entre el pensamiento y el habla convierte al pensamiento en verbal y al habla en racional, en cuya intersección surge el pensamiento verbal. Pero este pensamiento verbal, con sus propiedades y leyes específicas, no incluye todos los pensamientos ni todas las formas de habla, ya que buena parte del pensamiento queda sin verbalizar y buena parte de la actividad lingüística no se derivaría del pensamiento. En este punto, los famosos descubrimientos de las Escuela de Wurzburgo sobre el pensamiento sin imágenes verbales ni movimientos del habla, tan criticados por Wilhelm Wundt, considerado padre fundador de la psicología al establecer el primer laboratorio de psicología, le sirven a Vygotski como ejemplo de este pensar sin habla. Tendríamos pues que la fusión entre pensamiento y habla es, en palabras del autor, un fenómeno limitado a un área restringida, en donde el pensamiento no verbal y el habla no intelectual quedan al margen de esta fusión, y solo se ven afectados por los procesos del pensamiento verbal de forma indirecta. Este proceso de fusión tiene, además, sus fases, de tal forma que para el niño la palabra sería una propiedad, y no el símbolo de un objeto, es decir, el niño capta la estructura externa de la palabra antes que su estructura simbólica interna -el pensamiento por conceptos emancipado de la percepción requiere de unas exigencias fuera de las capacidades de un niño menor de doce años-, en un proceso episódico de interiorización conceptual. Este pensamiento por conceptos a partir de la adolescencia sería imposible sin el pensamiento verbal y, a diferencia de los instintos, es inducido desde fuera por el ambiente social. En este paso fundamental, la teoría de Vygotski conecta con lo social, aunque sin acatar las ideas marxistas que defenderán sus seguidores de la Escuela de Járkov, manteniéndose entre las fuerzas innatas y las sociales, allí en donde la interacción genera fenómenos propios con sus leyes características, y haciendo de lo complejo un ejercicio de claridad intelectual. Y es que Vygotski debate, refuta, critica y propone teorías hasta el detalle, en un estilo filosófico que sin embargo está fundamentado en el rigor empírico de muchos estudios, tanto suyos como de otros, haciendo gala de un amplio conocimiento de la psicología de su tiempo.

15 de enero de 2024

El arco narrativo de La parte de Guermantes

Hace muchos años leí el artículo de un sesudo profesor en el que criticaba a un joven escritor, cuyo nombre no mencionó, por presumir en un programa de la televisión de haber leído tres veces En busca del tiempo perdido. El escritor era Juan Manuel de Prada, lo sé porque yo también había visto el programa, algo no tan difícil en aquellos años en que los canales estaban contados con los dedos de la mano, aunque hubiera tantos o más programas culturales que en la actual jauja televisiva. El dardo, que yo recuerde, se centraba en haber leído sólo tres veces la obra magna de Proust -con diferencia astronómica la mejor suya a pesar de lo que digan las solapas de libros editados como nuevos textos rescatados del autor-, como si sólo tres fuera una cantidad irrisoria, propia de un principiante, y por supuesto vergonzosa para quien sale en la televisión haciendo gala de ser escritor. La crítica no se me quedó grabada por la pedantería o el correctivo del intelectual ni por las palabras de la víctima zaherida, sino por la precaución que me quedó en caso de querer decir algo sobre Proust, como si temiera que algún sesudo profesor, dedicado a su obra durante décadas, estuviera detrás de cualquier esquina, listo para lanzarme algún dardo envenenado. En fin, resulta que, más viejo de lo que era Prada entonces, acabo de leer por tercera vez el tomo de La parte de Guermantes, y ni siquiera en francés, sino en la traducción de Carlos Manzano, que a mí me gusta más que la de Mauro Armiño -con sus útiles diccionarios de personas relacionadas con Proust y de sus personajes-, e incluso me gusta más que la de Pedro Salinas y Consuelo Berges -aunque su título para este tomo me resulta más sugerente-, porque la de Carlos Manzano, editada por RBA, es la que mejor me suena en castellano y la que más disfruto, sin parecerme que traiciona más o menos al original que las demás. 

La llegada a París desde Combray y su amistad con Saint Loup acercan a Marcel a ese mundo de la alta nobleza de los Guermantes, desde sus apariciones en el palco del teatro a su trato personal. Tanto para Marcel como para la ya quejicosa criada Fraçoise, los aristócratas, con sus lugares de origen y sus parentescos, forman parte de otro mundo superior, tan lejano e incomprensible a nuestros ojos modernos como si estuvieran detrás de un muro infranqueable, pero que quizá tenga algún paralelo con el de los famosos mediáticos de hoy en día, en el sentido de que suscitan tal interés que están en boca de todos. Fraçoise se diferencia del narrador en que ella se queda impasible ante grandes inventos o personajes pero se emociona ante títulos o nombres aristocráticos, pero tampoco este es menos cuando al principio idealiza a la princesa de Guermantes y a los aristócratas de una manera exagerada y ridícula, sobrecargada de símiles y metáforas, como en una oda que los compara a dioses de un Olimpo. Es verdad que Saint Loup le cuenta suficientes anécdotas de los señores de Guermantes como para devolverlos a la altura de los hombres comunes, adelantándonos a la paulatina degradación de las fantasías del narrador, pero Marcel desea que se los presente y, a su manera entre tímida y manipuladora, lo consigue. Esto no sólo le ocurre al narrador o a Fraçoise, las conversaciones de los salones sobre quién es de qué familia e, implícitamente, si una persona se merece un reconocimiento mayor que otra en una jerarquía establecida por el pedigrí, la historia o los títulos son una obsesión en el ambiente del que el joven Marcel participa con deleite. Si aparecen quienes sobresalen gracias al mérito, estos se integran en el ambiente como objetos de interés para quienes ostentan sus posiciones claras en la sociedad aristocrática. 

Este mundo frívolo emerge ante el lector con la apariencia de una descripción sin juicio, de la que incluso se participa con gusto si tomamos el entusiasmo de Marcel como inmutable y eterno, pero la idea es justamente la contraria, mostrar el recorrido de la idealización a la decepción para hacer más patente su frivolidad, menos sospechoso al narrador de odios inveterados, y más analítico de los procesos que nos transforman y nos hacen descubrir la realidad prosaica más allá de nuestros sueños. El cambio es escalonado pero tiene un punto de inflexión en la enfermedad y muerte de la abuela, que reorienta la sensibilidad del narrador hacia aspectos más profundos de la experiencia humana. Incluso en esos momentos, la novela no deja de hablarnos de los avances médicos y tecnológicos, de los gustos y criterios en el arte, del cambio de nuestras percepciones y de nuestra forma de pensar, de la política centrada en el caso Dreyfus, de la memoria y los recuerdos, hasta el punto de que la muerte de la abuela parece una nueva excusa para volver a hablar de lo mismo desde otro ángulo, pero lo cierto es que la novela se parte en dos como una hoja doblada por el nervio central, cuyos lados se reflejan en el espejo del otro, y cuyas partes podrían titularse: ilusión y desilusión, o admiración y desencanto. Justo en donde termina la primera parte empieza la segunda, en la enfermedad de la abuela, de tal forma que se convierte en un gran cráter narrativo en el centro de la novela que atañe a la vida familiar del narrador de una manera dramática en medio de un volumen dedicado a las relaciones sociales del gran mundo, con el contrapunto de la profundidad y lo íntimo frente a la frivolidad y lo público. 

Casi todo lo narrado tras la muerte de la abuela rezuma un aire de decepción que, sin embargo, no pierde su fuerza descriptiva ni su ímpetu analítico, es más, los profundiza con el bisturí de un cirujano que no tiene relación personal con el enfermo en la cama de operaciones. Las formas de juzgar, interactuar e interpretar la vida social de los Guermantes, la idea de inteligencia como ingenio verbal en sus salones, el dominio sobre sus fieles o las opiniones sobre la cocina en otras casas que no sean la suya inciden en la hipocresía, el egoísmo o la imagen distorsionada que se tiene de otros, sobre todo de aquellos que no son cercanos al círculo más íntimo o han dejado de serlo, de una manera distinta pero igualmente sectaria que las reuniones de los Verdurin en la segunda parte del primer volumen. A colación de unas anécdotas insignificantes y tontas sobre el rey de Inglaterra, el narrador nos informa de su falta de placer por la vida mundana que nada le ofrece ya a su vida interior, cerrando el círculo emocional que abrió con su desmesurada idealización, propia de una fantasía sin experiencia. Pero es en la escena final cuando da la estocada a los Guermantes, retratando su frivolidad y superficialidad. La descripción de las pequeñas reacciones emocionales entre los Guermantes y Swann es tan lograda y perspicaz, tan sensiblemente representada en unas páginas propias del mejor Proust, que no solo retrata la jovialidad egoísta de los duques sino que capta la general insensibilidad para lo ajeno de la condición humana. La parte de Guermantes, estructurada como un arco narrativo perfectamente articulado, concentra pues una de las tesis principales de En busca del tiempo perdido con la que se cerrará el séptimo y último tomo, cuando las endebles piernas del cuerpo del señor de Guermantes recuerden al dictum de Nietzsche sobre cómo los dioses tienen pies de barro.

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