15 de julio de 2018

El discreto encanto del principio de incertidumbre

Si algo llama la atención en la primera novela de Jorge Volpi, En busca de Klingsor, es precisamente la elección de sus personajes, un grupo de físicos y matemáticos, muchos de ellos reales, que introduce al lector en un campo estimulante y de gran interés, muy poco tratado en la literatura a pesar de que la ciencia aporta los paradigmas interpretativos más radicalmente importantes de nuestro tiempo y en el que los escritores raramente han sabido adentrarse, o no se han atrevido, salvo para la ficción futurista. De hecho, tengo la impresión de que en el mundo literario abundan patéticos sentimientos de desdén y miedo hacia las disciplinas científicas, aunque esa desconfianza y desprecio también se dan a la inversa. Dejando mediocridades aparte, debemos agradecer a Jorge Volpi la capacidad de transfigurar su amor a la ciencia en materia narrativa, con los riesgos que conlleva. El primero de ellos tratar un tema del que uno no es especialista y el segundo narrar episodios de la vida de figuras históricas relevantes, un doble riesgo añadido a las dificultades propias de la creación literaria. Escribir sobre hombres especialmente inteligentes, hacerlos personajes, es decir funciones de una narración, se me antoja al menos tan arriesgado como hacerlo sobre gente de culturas remotas o capas sociales desconocidas. Queramos o no, la posibilidad de caer en caricaturas, prejuicios, topicazos y dictámenes injustos o idealizados hará temblar a cualquiera con dos dedos de frente antes de enfrentarse a tal tarea. Volpi sin embargo consigue transformar ese escollo en el atractivo inicial de su novela. 

Sus personajes nos dan un respiro a las numerosas novelas sobre las vicisitudes de escritores o profesores universitarios de literatura, abriendo nuevos espacios poco transitados y sugiriendo de paso que las debilidades y contradicciones humanas no se encuentran sólo en la vanidad de los artistas, sino también en la de los científicos y, en definitiva, en cualquier mortal dentro de sus ámbitos de acción, desde el familiar al profesional. Eso sí, el hecho de que prácticamente todos sus personajes sean científicos eminentes, y no estén ridiculizados, hace que sus reacciones, aunque sean de extrema sensibilidad o de una falta de empatía tal que en otras personas pudieran resultar grotescas o ridículas, en ellos las aceptemos con mayor naturalidad, y lejos de hacérnoslos indignos se nos presenten más humanos e inteligibles. Además, el aspecto científico de esta novela no se circunscribe a sus personajes y su tema, una investigación sobre qué supuesto eminente científico nazi se esconde tras el nombre en clave de Klingsor, sino que penetra en el tono del narrador, un matemático llamado Links, y en la forma de juzgar las emociones de los personajes, hasta el punto de que el dilema amoroso del joven e impulsivo Bacon se analiza bajo el prisma de la teoría de juegos, de tal forma que surge esa vieja sospecha, clara y liberadora, de que en nuestras vidas subyace un frío cálculo de posibilidades tal que, si no fuera por la distorsión de ciertas emociones y sesgos, seríamos capaces de tomar decisiones mejores en donde otros no hacen sino darse tortazos sentimentales.

El narrador, por su parte, desaparece tras el prefacio para contarnos la vida de sus compañeros de profesión como si se tratara de una narración objetiva, no sin antes enunciarnos, al modo científico, las leyes del movimiento narrativo, cuya primera ley sería que toda narración ha sido escrita por un narrador, que la condiciona con un grado inevitable de incertidumbre. Aunque para cuando reaparece ya casi nos habíamos olvidado de él, se trata de un narrador tremendamente consciente de su labor, y como tal se para a explicar al lector cómo es posible que supiera esto o lo otro. A veces cae en el didactismo de quien explica conocimientos científicos a legos en la materia, convirtiendo algunos párrafos en clases de historia de la ciencia, lo cual no es malo, o no tendría por qué serlo, pero me parece que lo aleja de cierta concepción moderna de la novela, máxime cuando cualquiera puede informarse por su cuenta sin necesidad de que la narración le proporcione ese conocimiento. Por fortuna o por desgracia, el narrador no se extiende en cuestiones científicas, o lo hace de forma tan superficial, tocando sólo las ideas más conocidas, que el lector lee sobre estos grandes hombres sin necesidad de tener ni idea sobre sus trabajos. En cuanto al uso de la información para resolver un enigma, es mucho más una investigación policiaca con nombres de científicos que un acercamiento divulgativo a la física de la época o una reflexión moral al estilo de la atormentada Copenhage de Michael Frayn. Sin embargo, me invadió cierta desilusión al dejar a los científicos en la universidad y empezar la parte detectivesca, como si pisara un terreno reconocible, que se disipó pronto con el ameno ritmo narrativo y la estructura tan bien armada.

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