Mostrando entradas con la etiqueta Marcel Proust. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Marcel Proust. Mostrar todas las entradas

15 de enero de 2024

El arco narrativo de La parte de Guermantes

Hace muchos años leí el artículo de un sesudo profesor en el que criticaba a un joven escritor, cuyo nombre no mencionó, por presumir en un programa de la televisión de haber leído tres veces En busca del tiempo perdido. El escritor era Juan Manuel de Prada, lo sé porque yo también había visto el programa, algo no tan difícil en aquellos años en que los canales estaban contados con los dedos de la mano, aunque hubiera tantos o más programas culturales que en la actual jauja televisiva. El dardo, que yo recuerde, se centraba en haber leído sólo tres veces la obra magna de Proust -con diferencia astronómica la mejor suya a pesar de lo que digan las solapas de libros editados como nuevos textos rescatados del autor-, como si sólo tres fuera una cantidad irrisoria, propia de un principiante, y por supuesto vergonzosa para quien sale en la televisión haciendo gala de ser escritor. La crítica no se me quedó grabada por la pedantería o el correctivo del intelectual ni por las palabras de la víctima zaherida, sino por la precaución que me quedó en caso de querer decir algo sobre Proust, como si temiera que algún sesudo profesor, dedicado a su obra durante décadas, estuviera detrás de cualquier esquina, listo para lanzarme algún dardo envenenado. En fin, resulta que, más viejo de lo que era Prada entonces, acabo de leer por tercera vez el tomo de La parte de Guermantes, y ni siquiera en francés, sino en la traducción de Carlos Manzano, que a mí me gusta más que la de Mauro Armiño -con sus útiles diccionarios de personas relacionadas con Proust y de sus personajes-, e incluso me gusta más que la de Pedro Salinas y Consuelo Berges -aunque su título para este tomo me resulta más sugerente-, porque la de Carlos Manzano, editada por RBA, es la que mejor me suena en castellano y la que más disfruto, sin parecerme que traiciona más o menos al original que las demás. 

La llegada a París desde Combray y su amistad con Saint Loup acercan a Marcel a ese mundo de la alta nobleza de los Guermantes, desde sus apariciones en el palco del teatro a su trato personal. Tanto para Marcel como para la ya quejicosa criada Fraçoise, los aristócratas, con sus lugares de origen y sus parentescos, forman parte de otro mundo superior, tan lejano e incomprensible a nuestros ojos modernos como si estuvieran detrás de un muro infranqueable, pero que quizá tenga algún paralelo con el de los famosos mediáticos de hoy en día, en el sentido de que suscitan tal interés que están en boca de todos. Fraçoise se diferencia del narrador en que ella se queda impasible ante grandes inventos o personajes pero se emociona ante títulos o nombres aristocráticos, pero tampoco este es menos cuando al principio idealiza a la princesa de Guermantes y a los aristócratas de una manera exagerada y ridícula, sobrecargada de símiles y metáforas, como en una oda que los compara a dioses de un Olimpo. Es verdad que Saint Loup le cuenta suficientes anécdotas de los señores de Guermantes como para devolverlos a la altura de los hombres comunes, adelantándonos a la paulatina degradación de las fantasías del narrador, pero Marcel desea que se los presente y, a su manera entre tímida y manipuladora, lo consigue. Esto no sólo le ocurre al narrador o a Fraçoise, las conversaciones de los salones sobre quién es de qué familia e, implícitamente, si una persona se merece un reconocimiento mayor que otra en una jerarquía establecida por el pedigrí, la historia o los títulos son una obsesión en el ambiente del que el joven Marcel participa con deleite. Si aparecen quienes sobresalen gracias al mérito, estos se integran en el ambiente como objetos de interés para quienes ostentan sus posiciones claras en la sociedad aristocrática. 

Este mundo frívolo emerge ante el lector con la apariencia de una descripción sin juicio, de la que incluso se participa con gusto si tomamos el entusiasmo de Marcel como inmutable y eterno, pero la idea es justamente la contraria, mostrar el recorrido de la idealización a la decepción para hacer más patente su frivolidad, menos sospechoso al narrador de odios inveterados, y más analítico de los procesos que nos transforman y nos hacen descubrir la realidad prosaica más allá de nuestros sueños. El cambio es escalonado pero tiene un punto de inflexión en la enfermedad y muerte de la abuela, que reorienta la sensibilidad del narrador hacia aspectos más profundos de la experiencia humana. Incluso en esos momentos, la novela no deja de hablarnos de los avances médicos y tecnológicos, de los gustos y criterios en el arte, del cambio de nuestras percepciones y de nuestra forma de pensar, de la política centrada en el caso Dreyfus, de la memoria y los recuerdos, hasta el punto de que la muerte de la abuela parece una nueva excusa para volver a hablar de lo mismo desde otro ángulo, pero lo cierto es que la novela se parte en dos como una hoja doblada por el nervio central, cuyos lados se reflejan en el espejo del otro, y cuyas partes podrían titularse: ilusión y desilusión, o admiración y desencanto. Justo en donde termina la primera parte empieza la segunda, en la enfermedad de la abuela, de tal forma que se convierte en un gran cráter narrativo en el centro de la novela que atañe a la vida familiar del narrador de una manera dramática en medio de un volumen dedicado a las relaciones sociales del gran mundo, con el contrapunto de la profundidad y lo íntimo frente a la frivolidad y lo público. 

Casi todo lo narrado tras la muerte de la abuela rezuma un aire de decepción que, sin embargo, no pierde su fuerza descriptiva ni su ímpetu analítico, es más, los profundiza con el bisturí de un cirujano que no tiene relación personal con el enfermo en la cama de operaciones. Las formas de juzgar, interactuar e interpretar la vida social de los Guermantes, la idea de inteligencia como ingenio verbal en sus salones, el dominio sobre sus fieles o las opiniones sobre la cocina en otras casas que no sean la suya inciden en la hipocresía, el egoísmo o la imagen distorsionada que se tiene de otros, sobre todo de aquellos que no son cercanos al círculo más íntimo o han dejado de serlo, de una manera distinta pero igualmente sectaria que las reuniones de los Verdurin en la segunda parte del primer volumen. A colación de unas anécdotas insignificantes y tontas sobre el rey de Inglaterra, el narrador nos informa de su falta de placer por la vida mundana que nada le ofrece ya a su vida interior, cerrando el círculo emocional que abrió con su desmesurada idealización, propia de una fantasía sin experiencia. Pero es en la escena final cuando da la estocada a los Guermantes, retratando su frivolidad y superficialidad. La descripción de las pequeñas reacciones emocionales entre los Guermantes y Swann es tan lograda y perspicaz, tan sensiblemente representada en unas páginas propias del mejor Proust, que no solo retrata la jovialidad egoísta de los duques sino que capta la general insensibilidad para lo ajeno de la condición humana. La parte de Guermantes, estructurada como un arco narrativo perfectamente articulado, concentra pues una de las tesis principales de En busca del tiempo perdido con la que se cerrará el séptimo y último tomo, cuando las endebles piernas del cuerpo del señor de Guermantes recuerden al dictum de Nietzsche sobre cómo los dioses tienen pies de barro.

15 de enero de 2016

Combray

Al contrario de la historia de amor y sufrimiento de Swann por Odette, entre reuniones llenas de falsedad en casa de los Verdurin, que hace de “Un amor de Swann” un bloque coherente y autónomo que puede ser leído aparte, perfecto en su realización, las dos partes de “Combray” narran un mundo evanescente, proveniente de los recuerdos de la infancia que el narrador, Marcel, rumia durante las noches en vela, entre sus dificultades para dormir y el amanecer. Con sus recuerdos afloran también las reflexiones, consecuencia de la gran perspectiva de tiempo entre el presente del narrador y lo narrado, en donde urde, a partir del famoso trozo de magdalena ablandado en una cucharada de té, una teoría propia sobre la memoria que le permite encontrar la fórmula más natural de acceso a nuestros recuerdos, y que conformará la justificación narrativa de la obra, la puerta de entrada a una vida. Sólo al releerla, se da uno cuenta de hasta qué punto “Combray” es una introducción perfecta a En busca del tiempo perdido, en la que muchos de los personajes que aparecen tendrán relevancia en los volúmenes posteriores. Llama la atención que en una obra tan extensa, de unas tres mil quinientas páginas, cuyo primer volumen se publica en 1913 y el último en 1927, ya se hayan soltado desde el principio tantas cuerdas para ser retomadas y anudadas en el futuro, con una idea tan clara de cuál sería su devenir. 

Encuadrada en descripciones de la iglesia y jardines de Combray, su estilo es idéntico al del resto del libro, de frases largas y sinuosas, en las que perderse puede ser tanto un placer como un problema, pero cuando estamos concentrados es capaz de absorber todos los sentidos del lector y transportarlo a una recreación única en la literatura. La estructura de “Combray”, sin embargo, parece distinta a la de “Un amor de Swann”, la otra parte del primer volumen, Por el camino de Swann. Con la habitación de la enferma tía Léonie como punto de anclaje al cual retornar, el narrador salta de personaje en personaje cada pocas páginas, con un manejo magistral de las transiciones, que son casi tan naturales como imperceptibles, aprovechando las reflexiones psicológicas para la unión novelesca. Pero el narrador no deja a los personajes como un esbozo en el relato de una anécdota que los define, por muy minuciosa que haya sido la descripción de lo sucedido, sino que vuelve a ellos para verlos a través de nuevas anécdotas, o sus secuelas, que van a revelar otros ángulos de sus personalidades, como en una melodía recurrente en la que volvemos a escuchar los mismos acordes con ligeros cambios. La primera vez que la leí me costó apreciar esta parte de “Combray”, como si estuviera ante una larga y tediosa introducción algo confusa, sin embargo, la segunda vez me emocioné con los recuerdos familiares, muchos muertos ya para el narrador que recuerda, retratados con un humor cariñoso que no esconde sus contradicciones o su clasismo, y con la convicción de estar, en miniatura, ante un modelo narrativo que Proust volvería a usar para saltar de personajes. 

Así se nos habla en varias ocasiones de la exigente y maniática tía Léonie, de la fiel sirvienta Francisca, del padre preocupado por el tiempo atmosférico, del conocimiento del abuelo de todas las personas de Combray, de la dulzura de la abuela y su interés tan fértil en escoger para el nieto las lecturas de estilo más selecto, de ese beso nocturno de la madre que resuena inolvidable durante tantas páginas, del multifacético y reprimido snob Legrandin, del culto y discreto Swann del que tanto habrá de decirse y al que la familia de Marcel comprende tan mal, o del pudibundo músico Vinteuil y su hija, cuya sonata se convertirá en un motivo literario futuro, tan sugerente como profundo. Su amigo Bloch aparecerá una sola vez para no saber más de él hasta el siguiente tomo, en Balbec, siempre desagradable a los demás. Pero pocas anécdotas de estos recuerdos marcarán más a Marcel como el cruce de miradas en la iglesia con la duquesa de Guermantes, de quien quedará prendado. Y es que, entre la densidad emocional y una prosa que transcurre como un río caudaloso, resulta difícil percatarse de la solidez estructural de esta novela, e incluso de sus conceptualizaciones y simbolismos: la casa de la tía Léonie, en donde la familia pasa sus estancias en Combray, tiene dos puertas que dan a dos caminos distintos, el de Swann y el de Guermantes, en cierto sentido las dos rutas que tomará la novela. Pero no sólo la construcción y el estilo, hasta las anécdotas y detalles narrados en “Combray” desde la nostalgia adulta tendrán sus ecos en el resto de la novela, desde su tendencia a imaginar viajes a los celos, desde los amores prohibidos a la pasión por el arte.

LAS CONFERENCIAS

LA SOMBRA

KEDEST

CONVIVENCIA

LOS GRILLOS

RELATOS DE VIVALDI