Gracias a las nuevas tecnologías he tenido la oportunidad de escuchar con facilidad pasmosa una ópera de Vivaldi a la que antes me hubiera resultado casi imposible acceder, Moctezuma -Motezuma en su título original italiano-, epicentro de una novela breve y densa, Concierto barroco, que he releído décadas después para confirmar mi gusto y admiración por Alejo Carpentier. La música no solo está en las múltiples referencias musicales, ni es exclusiva del tema mismo, una ópera de Vivaldi, sino en la propia musicalidad de la prosa, con palabras como traídas de un anticuario para causar un efecto poético, más a nivel sonoro que de imagen, o la reiteración del mismo término como figura literaria, o el ritmo mismo, para crear un efecto musical en el que el lenguaje, ciertamente, se convierte en protagonista. Pero la música, claro, es también tema y argumento de esta obra, de ahí su centralidad y el título. No en vano, en un prólogo a El músico que llevo dentro de Carpentier, Eduardo Rincón afirmaba que al leer esta novela pensó que estaba escrita por un músico, lo cual era casi cierto ya que Carpentier, en efecto, fue un gran musicólogo. El argumento gira en torno a la música: Un rico criollo mejicano parte hacia Europa junto a su criado músico Francisquillo, a quien ha prometido comprar unas partituras italianas, pero que fallece en una epidemia que asola La Habana, en donde recoge a cambio a un criado negro, Filomeno, con dotes musicales y ritmos africanos americanizados, a quien viste con las ropas de Francisquillo, para llegar hasta la Venecia carnavalesca del principio del XVIII y encontrarse allí, entre el gentío festivo, las máscaras anónimas y el exceso etílico, a un Vivaldi en su apogeo, juerguista y amigable, agradecido de escuchar una historia como la de la conquista de Méjico que aporte un cambio original a las típicas y caducas temáticas de las óperas de su tiempo, básicamente bucólicas, e inspirarse así para otra de sus óperas barrocas, introduciendo temas más del gusto futuro como los históricos o exóticos por transcurrir en latitudes lejanas. Aparecen por esta páginas personajes como Scarlatti y Haendel, a cuyo famoso duelo de alumnos al teclado de 1707 en Roma parece que le precedió, según cuentan, un encuentro en una fiesta de disfraces en Venecia, con lo que Carpentier se estaría haciendo eco de una anécdota real de estos dos músicos, aunque no coincida luego con la fecha de estreno de esta ópera en concreto. A Vivaldi, a quien los personajes encuentran por casualidad y sin saber quién es, se le menciona primero como un frailecillo pelirrojo por su disfraz, luego como Antonio y alguna vez, posteriormente, por su reconocible apellido, con lo que se nos presenta hábilmente sin los ecos del gran artista, maravillado por los ritmos traídos por el criado Filomeno.
Esta admiración por ritmos tan distintos, jamás escuchados en Europa, queda en una imposible fusión con la música del maestro Vivaldi que, sin embargo, transcurridos los siglos y la narración de esta novela, encuentra una síntesis en el jazz surgido de la cultura popular en el siglo XX, de los instrumentos clásicos con los ritmos caribeños, en donde la música de Louis Amstrong acabará comparada a un concierto barroco que mezcla los sonidos del pasado con el presente, al igual que Carpentier hace con su narración, en una fusión temporal aparentemente anacrónica pero cuyo sentido esencial subyace en el mensaje: El recorrido mismo de la música a través del tiempo en un proceso de síntesis y novedad, en un sentido -diría- hegeliano. No es la primera vez que esta novela hace estallar las coordenadas temporales, ya que una visita anterior de los personajes a la tumba de Igor Stravinsky, músico del siglo XX cuya lápida yace en un cementerio veneciano del XVIII, nos ha puesto atentos ante esta posibilidad. Visita, por cierto, que da pie a una animada conversación sobre la música moderna capaz de usar los modelos del pasado para retorcerlos o negarlos, aprendiendo de ellos para superarlos, frente a la música moderna ingenua -si es que esto es posible- hecha sin importar nada del pasado. La música se convierte así en leitmotiv, desarrollado en un eje diacrónico y emancipado en parte del eje sincrónico de la narración, que por otra parte se mantiene sujeto al estreno de la ópera de Vivaldi. Para disgusto del criollo, Vivaldi transforma la historia de Moctezuma al gusto de la época para introducir novedades dentro de una tradición formal y temáticamente ajena a la historia misma. El indiano, pues, no puede reprimir su frustración ante la falsedad histórica de lo narrado en la escena que, al igual que en tantas películas de hoy, no se sujeta a la veracidad de los hechos, lo que da pie a una jugosa conversación en la que se mencionan otras fuentes usadas por Vivaldi. Mientras que, por ejemplo, se elimina al personaje de la Malinche porque resultaría odioso al público de su tiempo, se eleva a principal a un personaje femenino secundario porque su papel es del gusto popular. Y así como el criado Filomeno defendió en balde la posibilidad de realizar una ópera sobre su heroico antepasado, cuya historia él recita tan bien, pero queda descartada por ser de personajes negros, el indiano queda turbado por la extravagante obra de Vivaldi. No en balde, y volviendo a mi experiencia gracias a las nuevas tecnologías, esta ópera estrenada en 1733 me sonó maravillosamente parecida a otras del repertorio de Vivaldi, ya en su obertura se percibe esa rapidez del ritmo vibrante de violines que caracteriza a algunos de sus pasajes más conocidos, como si los recursos y las técnicas fueran las mismas tanto para la primavera como para la conquista de Méjico.
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