15 de julio de 2022

La sátira corrosiva de Céline

Cuando estudiaba en la universidad cerré Viaje al fin de la noche al poco de haberlo empezado, pensando que Céline -citado por Umbral como un maestro de la prosa y posteriormente por Vargas Llosa como un oído fantástico para transformar la jerga y lo vulgar en literatura- padecía un desdén hacia los demás que se deleitaba en su subjetividad. Pero, aparte de la última polémica por la publicación en Francia de sus textos antisemitas, en los últimos años me han llamado la atención las referencias elogiosas a su obra en entrevistas a Cristina Morales y a Fernanda Melchor -esta última, escritora de una prosa admirable-, lo que me picó la curiosidad de volver a abrir esta novela olvidada en mis estanterías. ¿Qué les había aportado a ellas ese libro que yo había cerrado como si estuviera ante un bicho desagradable? ¿Qué encontraron allí que yo no había visto o no había querido ver o había rechazado? Nada más abrirlo me di cuenta de que el libro tiene un extraño magnetismo que no supe apreciar en su momento, cuando tampoco hacía ascos a ningún escritor por su ideología, sea cual fuera, incluso si me horrorizaba. Sin embargo, el colaboracionismo de Céline con los nazis hace realmente difícil disociar al autor de la obra, con una tentación continua por parte del lector de relacionar su posición literaria con su fascismo, más si cabe cuando fue publicada en 1932, un año antes del ascenso de Hitler al poder. 

La novela recorre algunos de los escenarios más atractivos para un lector cómodamente sentado y a salvo: las penurias y maldades de la guerra; los horrores y brutalidades del colonialismo y la desesperación supuestamente causada por el clima tropical; los enfermos en un manicomio, tanto los fingidos como los bien reales; los Estados Unidos más capitalistas, frívolos e individualistas, en donde las masas sólo piensan en divertirse y a quienes tilda invariablemente de zopencos; la vida de un médico de familia en un suburbio francés de clase media venida a menos, con todas sus intimidades y demonios familiares revelados; las calles de los comerciantes ricos descritos, al igual que en muchas novelas decimonónicas, como los seres más egoístas y tacaños del universo; sin olvidar el teatro con sus actores de dudosas costumbres y la prostitución, que anda como de fondo. En fin, un viaje físico por el mundo y distintos ambientes, con picaresca para sacarse el pan de cada día sin pensar en el futuro o aventuras para escapar de las distintas situaciones, y con una sátira feroz y corrosiva que lo impregna todo, o casi todo, hasta el punto de que es difícil decidir cuándo se hace la transición de la crítica a la exageración, o incluso a la fantasía más alocada. El hecho de que su narrador se llame Ferdinand, tampoco ayuda a distanciarlo del autor, lo que resulta fundamental porque el elemento crucial de esta novela no son los pintorescos y llamativos escenarios, sino la visión de los seres humanos que nos ofrece su retrato. 

Como en el truco de cualquier buen humorista, el narrador se describe con tan poca complacencia que el juicio corrosivo sobre los demás no resulta en ningún contraste entre la mirada a sí mismo y la mirada al otro. No es un observador puro que vea las crueldades, vulgaridades y deficiencias de los demás desde fuera, como podría ser la clásica perspectiva de un niño ingenuo o un adolescente que observa la vida adulta, sino que participa en las miserias narradas y expone las suyas propias. Si llama tonto o egoísta a un personaje, él se llama vanidoso o cobarde a sí mismo sin tapujos, incluyéndose en esa mirada con la que contempla a todos, aunque después de mostrar la crueldad y miserias de muchos sorprende la sensibilidad que llega a sentir, por ejemplo, como disimulada por el pudor, hacia el sufrimiento de un caballo o un niño al que trata. No en vano, la narración oscila entre la descripción de los demás y la de los padecimientos propios, en ocasiones entrincadas hasta el punto de parecer que la causa de la acidez de sus juicios radica en sus padecimientos. Ferdinand desenmascara el egoísmo, la vanidad, la codicia, la lujuria o la estupidez de cada uno de los personajes con los que se encuentra, como si fuera un observador de los pecados capitales. Toda su penetración psíquica la vierte en esa búsqueda tan verosímil de encontrar el mal y el vicio en los demás, y en su afán inquisidor no duda en ponerse él mismo ante el espejo. 

No es difícil comprenderlo cuando lo hemos acompañado en las primeras páginas durante su periplo en la Gran Guerra, en el que, horrorizado ante sus vivencias, adquiere un tono inconfundiblemente pacifista, en el que la narración se centra en los soldados, mandos y generales del frente francés, y apenas nombra a los del otro bando, a los enemigos. O cuando describe los horrores y abusos de la colonización francesa en África. Entendemos entonces el porqué de sus padecimientos, la razón de que haya preferido acabar fingiendo en un manicomio para huir del castigo por cobardía en la guerra o que realmente su salud mental se vea comprometida debido a lo que ha visto -el Céline real fue condecorado en la Gran Guerra por su heroísmo-. A veces parece que el personaje sufre una paranoia persecutoria, otras una depresión profunda, que lo hacen representar el mundo como a través de un espejo cóncavo que nos devuelve una mirada deformada de los demás, pero también que nos los representa con esa verdad que una persona sana no podría iluminar, como si de su enfermedad o sufrimiento brotara la perspicacia, la mirada desde fuera. De lo que no cabe duda es que muestra a los seres humanos desde la óptica más pesimista, con un sesgo evidente que solo se enfoca en lo sórdido y egoísta, pero con la coherencia de ofrecer una interpretación verosímil en una época de grandes desastres. 

Viaje al fin de la noche es en buena parte una sátira corrosiva, y como tal no deja sin despellejar a nadie. Quizá también esté relacionada con ese arte de vanguardia que renunció a la belleza para pintar la fealdad, el correlato literario de una pintura y un arte nuevo, cuyo centro neurálgico estuvo en París, y que consistiría en resaltar una gama de intenciones y emociones humanas negativas, quitando de la paleta del novelista aquellas que clasificaríamos de positivas, como un pintor que se abstuviera de usar los colores cálidos para dar una impresión tenebrosa en sus cuadros, un efecto artístico deliberado y sin duda efectivo. La manera visceral del narrador Ferdinand de percibir la realidad, en la que lo irracional de la emoción subjetiva alcanza categoría de verdad y se entremezcla con la clarividencia del enfermo o el loco, lo convierte, según los gustos, en un maldito, en un hipersensible, en un demoledor de máscaras sociales o en un anti intelectual. Lo cierto es que tampoco oculta su depresión, su impotencia o su resentimiento, entre la resignación por la situación que le ha tocado y el creerse víctima de una injusticia, a la vez que no ve en los demás sino egoísmo, vanidad y estupidez. La novela, a pesar de los variados lugares por donde transcurre y los muchos años que abarca, también mantiene la unidad dramática gracias a la aparición recurrente de ciertos personajes, como si hubiera algo obsesivo y asfixiante inducido por esas presencias. 

La casualidad ha hecho que el siguiente libro que he abierto, La impaciencia del corazón, publicado en la misma década, me haya transportado a una sensación contraria. Coincide con Viaje al fin de la noche en una gran capacidad de representar la psicología humana, pero desde un ángulo tan distinto que asombra que ambas visiones puedan ser ciertas, o parecerlas. Stefan Zweig también ve el sufrimiento, la confusión y los errores humanos, pero el lector no infiere de su despliegue dramático la maldad del ser, como sucede con Céline, sino más bien, al contrario, anidan en sus personajes emociones del arco positivo, con toda su problemática sin diluir, junto a otras negativas, que luchan entre ellas o se confunden, claro, pero que nos son explicadas con benevolencia y comprensión. Ambos escritores nos devuelven imágenes muy distintas del mundo, pero la de Céline es tan lúgubre y lamentable que es normal pararse a pensar si acaso nos negamos a ver la realidad -y por eso rechazamos este feroz desenmascaramiento- o si realmente su mirada solo ve lo peor de los seres humanos, exhibiéndola con exageración y sordidez, omitiendo las pinceladas que la contrarrestarían, o si ambas posibilidades son ciertas en cuanto que, a través de la sátira, exagera lo peor para enseñarnos esa parte de los hombres que no queremos ver. 

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