15 de septiembre de 2021

Dos novelas políticas

Para que una novela sea buena debe satisfacer con excelencia el mayor número de niveles literarios posibles, desde el estilo a la moral, desde la estructura al tema, desde lo psicológico a lo espiritual, desde los personajes al contexto, desde el ritmo o la tensión dramática a la reflexión y hasta la filosofía. Algunos de estos parámetros necesitan amoldarse y subyugarse a otros para no arruinar sus virtudes, a veces incluso parecen incompatibles, pero en general el escritor que logra realizar bien los distintos y múltiples niveles literarios consigue insuflar vida y calidad a su obra. El nivel temático quizá ha estado subestimado por la academia literaria -dicen que la crítica ya no existe-, más preocupada en la estructura, el estilo o la verosimilitud psicológica, y en gran parte con razón porque una obra puede ser buena o no aparte del tema que trate -también hay quienes incidirían en la irrelevancia del aspecto moral-, pero no cabe duda de que, por lo menos en la actualidad, el tema guía la selección de las editoriales, los premios literarios parecen elegidos en función de modas temáticas y los lectores compran curiosos sobre los asuntos que suscitan mayor interés en los medios, es decir, a nivel comercial la elección del tema prevalece, lo cual es comprensible. Por mi parte, la política es uno de esos temas literarios que considero más estimulantes y en el que en los últimos años he encontrado aproximaciones tan diversas y emocionantes como El hijo del chófer de Jorge Amat, novela desde la perspectiva biográfica sobre la construcción del poder mediático y financiero en Cataluña desde el franquismo hasta la actualidad; Independencia de Javier Cercas, una ficción sobre un chantaje a la alcaldesa de Barcelona desde la perspectiva de la novela policiaca, capaz de aunar algunos de los noticias más candentes de los últimos años, desde las violaciones múltiples a las tarjetas black; o Una novela criminal de Jorge Volpi, la historia de una manipulación policial y mediática de repercusiones políticas internacionales contada desde la perspectiva de una crónica de sucesos. Dentro de este amplio espectro, en donde el contexto político es la sustancia necesaria para su justificación literaria, hay dos novelas que yo destacaría y que me gustaría contraponer por su aproximación opuesta, Tiempos recios de Vargas Llosa y Patria de Fernando Aramburu. 

En Tiempos recios Vargas Llosa narra la historia de Guatemala a mediados de siglo XX, cómo la United Fruit Company fue capaz de, a través de la publicidad, convencer a la prensa liberal de los Estados Unidos de que el presidente electo reformista y demócrata Jacobo Árbenz era un peligroso comunista del que debían deshacerse, cómo consiguen deponerlo con la mentira, y cómo posteriormente el dictador Rafael Trujillo -el mismo que el de la fascinante La fiesta del chivo- interviene en el asesinato del siguiente presidente, Castillo Armas, a través de un matón de los suyos, sin que esta última parte esté comprobada históricamente, pero siendo verosímil para explicar el magnicidio. Estos episodios de la historia de un país tan pequeño como Guatemala serán sin embargo de vital trascendencia en el futuro de la América hispana porque, según Vargas Llosa, cerraron el camino de las reformas sociales democráticas tan necesarias en tantos países hispanos, generando gran impotencia entre quienes querían cambiar unos regímenes autoritarios y sin derechos para tanta gente, haciendo florecer una serie de luchas armadas. Para narrar esta historia Vargas Llosa sigue a las personas implicadas, todos basados en personajes reales, propulsores en su mayoría de los hechos históricos. Su ficción es una reconstrucción ficticia de los hechos, dotando de pensamientos y emociones a sus protagonistas. A través de ellos, o en ocasiones del narrador, nos enteramos de la historia del país, de sus relaciones con Estados Unidos, de las luchas internas por el poder, y si nos enteramos de las tensiones entre la mujer y la amante de Castillo Armas, esta última convertida en uno de los personajes principales, es porque serán también determinantes en el devenir histórico. Son muchas las veces en las que se mencionan las mejoras sociales planeadas por Jacobo Árbenz y frustradas por los intereses espurios de la United Fruit -la misma de la huelga de Cien años de soledad-, muchas de ellas encaminadas a mejorar la vida de los agricultores, a hacerlos pequeños propietarios dueños de sus tierras, pero lo cierto es que el narrador no sigue nunca a ninguno de ellos porque la novela no va de ellos sino de las luchas en el poder que, eso sí, tanto les afecta. 

Si en Tiempos recios seguíamos el drama de los implicados directamente en el devenir de los acontecimientos históricos, en Patria de Fernando Aramburu se muestra el drama de gente cotidiana afectada por el terrorismo -la mal llamada intrahistoria, ya que con ese término Unamuno se refería a quienes vivían fuera de la historia, no a quienes esta les afecta por muy humildes que sean, ni a los detalles entre bambalinas de los acontecimientos históricos-, centrándose en dos familias de un mismo pueblo, muy amigas en el pasado pero separadas por la ideología y el asesinato del padre de una de ellas por parte de ETA. Desde las diferentes ideas que tienen los padres y los hijos de las dos familias, sus amigos, conocidos y amores, se va tejiendo un entramado realista y a la vez, quizá, simbólico de distintas posiciones y actitudes, con personajes bien delimitados y construidos, pero sin que la política explícita sea apenas nombrada. Aunque en muchas escenas se hable de la vida privada de sus personajes siempre hay un momento, tarde o temprano, mayormente en los últimos compases del capítulo, en el que se revela el hilo que conecta con el tema de fondo, y todo engarza en ese paradigma de la novela que flota por encima de cada capítulo: la ideología y el terrorismo. Leyéndola no dejaba de venirme a la cabeza el refrán de “pueblo chico, infierno grande”, porque son muchas las ocasiones en las que incluso quienes no están de acuerdo con los independentistas callan en el pueblo para no ser señalados, en una atmósfera opresiva dominada por quienes ejercen la violencia y por los parabienes independentistas de un cura, personaje profuso en la tradición de la novela española aunque ya casi desaparecido, anacrónico, por su poca relevancia social actual. A Fernando Savater, seguramente con razones de sobra, le sorprendió que los lectores se sorprendieran de lo narrado en esta novela, como si no se hubieran enterado de lo sucedido en el País Vasco hasta entonces, pero lo cierto es que, aunque diáfana en cuanto al sufrimiento de las víctimas, la novela demuestra una gran capacidad de comprensión de unos y otros, de sus penas y desgracias, de sus miedos y miserias, de sus prejuicios y dudas, de sus circunstancias y decisiones personales, en un fresco conmovedor. 

Ambas novelas desentrañan cómo la ideología afecta a los individuos, incluso cómo transforman la historia más allá de condiciones económicas o sociológicas que puedan interpretarse como leyes inmutables o destinos inevitables de un supuesto carácter nacional o étnico, pero lo hacen desde ángulos tan distintos que se me antojan como paradigmas de dos aproximaciones opuestas al tema político. La primera desde la perspectiva de quienes toman las decisiones y están cercanos a las esferas del poder o la subversión, la segunda desde la perspectiva de quienes están alejadas de estas pero las sufren tanto o más en sus vidas diarias. Es probable que cada una de ellas exigiera una aproximación distinta para ser exitosa dado sus contextos diferentes, y que el mérito de los autores haya sido acertar en el ángulo necesario para cada una de ellas, pero también, quién sabe, podían haberse escrito ambas de forma distinta y haber resultado también de calidad. Las dos son igual de eficaces pero producen efectos distintos en el lector, no es lo mismo emocionarse con la intriga y el suspense de Tiempos recios que compadecerse con el sufrimiento, la cobardía y la estupidez en Patria. Lo cierto es que ambas son muy buenas novelas, ¿pero tienen además algún parecido entre ellas que las haga tan destacables? En primer lugar, la estructura de las dos novelas es compleja, con varias líneas narrativas y con saltos temporales que van y vienen al pasado y al futuro, despojadas incluso de un presente narrativo, organizadas de tal manera que la información va dosificándose de forma que genera una tensión dramática y un interés en ese evento central al que poco a poco, desde distintos puntos de vista, van acercándose las narraciones. En segundo lugar, la cantidad de personajes importantes en ambas novelas es poco habitual, de una dificultad admirable, hasta el punto de encontrarnos ante múltiples protagonistas. Parece que hay quienes opinan si uno u otro personaje es el verdadero protagonista de Tiempos recios, pero el sólo debate es ya una muestra de su riqueza, mientras que lo logrado por Fernando Aramburu en Patria es francamente destacable, no sólo por la cantidad de personajes protagonistas, sino por la complejidad lograda en cada uno de ellos. 

Siendo el tema político, ideológico e histórico el sustento esencial de ambas, no me cabe duda de que tanto la estructura, compleja por las distintas líneas paralelas y por su organización temporal, como el desarrollo de sus varios protagonistas, también complejos e insuflados de vida gracias a una inteligente recreación emocional, son dos de entre los niveles literarios mencionados al principio que hacen sobresalir a ambas novelas. Si los premios literarios fueran algo similar a los del cine, yo les hubiera concedido en sus respectivos años al menos los galardones al mejor montaje y a los mejores personajes. Ambos autores son veteranos en el oficio, en eso también se parecen, pero si de Aramburu no conocía nada -espero ponerme al día-, de Vargas Llosa sí puedo decir que cualquiera de sus mejores novelas entre muchas otras de calidad -La ciudad y los perrosConversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo- le habría bastado para cimentar un prestigio literario, como le sucedió a Sánchez Ferlosio con El Jarama o a Martín-Santos con Tiempo de silencio, lo cual da la medida de la talla del escritor.

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