15 de febrero de 2021

Visceralidad y belleza en el Páradais de Fernanda Melchor

Han sido pocas las veces en que he estado esperando por una novedad literaria, con el libro reservado durante semanas y receloso de algún retraso en la librería -me llegó un día antes de lo previsto-, ya que habiendo tantos libros y tan buenos del pasado raramente había sentido la urgencia por uno reciente, pero tras haber leído con entusiasmo Temporada de Huracanes estaba deseoso de leer más de Fernanda Melchor. Su nueva novela, Páradais, transcripción al castellano de cómo suena la palabra paradise en inglés, conserva el mismo estilo hipnótico de frases largas y sinuosas, hermosas en su balanceo y plagadas de un vocabulario popular y marginal, en una mezcla capaz de unir la más alta realización estética en la elaboración de su prosa con el más bajo sentido mimético de la realidad y sus bajas pasiones, una aleación casi imposible, de extrema dificultad. La novela relega los actos atroces, capaces de poner al lector los pelos de punta, cometidos por dos jóvenes, Franco Andrade y Leopoldo García Chaparro, conocido como Polo, para demorarse en sus vidas, sus frustraciones y obsesiones, los sufrimientos padecidos y sus vilezas, sin ánimo de justificarlos pero con una capacidad notable de recreación y de ponerse en su piel. Se me antoja que el hecho de que Fernanda Melchor haya estudiado periodismo y de clases de estética no es una casualidad de su biografía, dado precisamente ese realismo visceral nutrido sin duda en su experiencia como periodista en un Méjico actual tan violento y ese interés en la estética que cristaliza en su prosa, una conjunción tejida con la maestría de una artesana de las palabras y alquimista de las emociones, con un ojo puesto en la realidad más cruda, el de las noticias de sucesos, y otro en la forma de contarlo, realmente envolvente y hermosa. 

Los acontecimientos son narrados por un narrador misterioso que transcribe a su manera la historia contada por Polo a unos terceros, pegado a él de tal forma que vemos a los demás personajes desde su punto de vista, impregnado de sus prejuicios y emociones a pesar de estar escrito en tercera persona, combinando en esa zona ambigua y flexible el acercamiento y el alejamiento al joven Polo sin que la voz del narrador tenga que dar saltos entre un yo que discurre interiormente y un él que lo describe desde fuera, fluyendo desde una posición en la que el narrador nos cuenta los pensamientos de Polo y emociones confundiéndose con él pero sin cederle la palabra. Pero más allá de la duda sobre la fiabilidad de su confesión, ya que suponemos que busca eximirse lo más posible de su responsabilidad, es el alcohol el que mayormente dota a cada uno de los episodios de un efecto vaporoso que difumina las acciones y los gestos, como si se tratara de un sfumato, ya que Polo se pasa buena parte del libro bebido o resacoso, sin estar seguro de lo que dijo o le dijeron mientras el gordo Franco Andrade le cuenta unos planes que él cree, dice, pura fantasía. Es decir, el alcohol, como lo eran en parte también las drogas en su libro anterior, no es sólo un elemento primordial en la vida de estos jóvenes, es también la justificación literaria para narrar la historia desde el punto de vista del submundo de sus emociones desligadas de una realidad que se presenta confusa y lejana. Es una excusa narrativa que ya utilizara magistralmente Norman Mailer en su Tough Guys Don’t Dance para generar misterio, pero que aquí se extiende a lo largo del libro como un manto evasivo y distorsionador de la realidad para acercarnos a la información de forma sesgada o evadiendo juicios morales y llevarnos de la mano hacia el lugar del horror. 

Es cierto que la obra es breve y las frases menos expansivas que en la novela anterior, e incluso que se desliza por otros derroteros en la parte media, enfocada en la vida de la familia y amigos de Polo sin la presencia del gordo Andrade, cuando además las palabras soeces desaparecen junto con su potencial visceral, pero la prosa se mantiene excelsa y las historias que cuenta sobre la prima o su amigo Milton o la relación con su madre mantienen la tensión dramática por sí mismas. Todos los personajes están perfectamente definidos, a veces con unas pocas líneas, aunque casi siempre subjetivas y dependientes de la mirada feroz de Polo, muy cerca de personajes tipos, o confundidos con ellos, como la señora rica y seductora o el empresario exigente y abusador. Pero es el personaje de Franco Andrade, con su gordura excesiva y sus granos adolescentes, seboso y lascivo, el que está representado de una forma tan grotesca que se graba vivamente en la memoria, un personaje tipo bien definido en nuestra imaginación, causa quizá de su magnetismo y repulsión, cuya concupiscencia y obsesión por la señora rica de la casa desencadena la fatal historia. La representación nada benévola que Polo hace de los demás cabalga entre la brumosa percepción de sus impresiones y la suspicacia envenenada de adolescente pobre obligado a tomar el trabajo de jardinero en el complejo de ricos Paradise, sin saber bien cuánto se ha deformado la realidad a través del espejo de sus ojos, pero intuimos un papel relevante del resentimiento hacia su jefe y hacia su madre, sus dos figuras de autoridad, y de forma menos concreta, pero más clara, hacia los ricos de la zona residencial en donde trabaja, un resentimiento social, envidioso y deseoso de las joyas, el dinero, las pantallas y el coche que ellos tienen y él no, por proceder de un lugar humilde irónicamente llamado El progreso. 

Franco Andrade ni siquiera puede agarrarse a la justificación de su pobreza, pero su fealdad extrema, mezclada con sus fantasías adolescentes, le ha vetado la posibilidad de otro de los pilares de la vida, la sexualidad, ni siquiera como una esperanza realista, por lo que también cabe interpretársele a partir de su resentimiento, en este caso sexual. Ambos ansían coger por la fuerza lo que la vida les ha privado, sin tener en cuenta la moral en el sentido más profundo y menos dogmático, la de no hacer un daño irreversible a los demás. La elección del dinero y el sexo personificados en estos dos personajes, en este caso la ausencia de ellos, no son nada casuales, remiten a dos fuerzas demasiado potentes y enraizadas en nuestra naturaleza que, domesticadas, forman parte esencial de nuestro bienestar. No me extrañaría, sin embargo, que ambos personajes hubieran sido sacados o fueran inspirados por personas reales en algún suceso ocurrido, traídos a la literatura desde el periodismo. Y es que tras leer sus dos últimas novelas me quedo con la impresión de que Fernanda Melchor no da puntada sin hilo y de que todo anda bien medido y atado en sus narraciones; los perfiles de los personajes, la elección de la historia, el suspense dosificado de la trama y ese estilo que no me canso de admirar. No sé hasta qué punto sus novelas son la voz de alguien que escribe con rabia, como se ha dicho, pero sí que están hechas con una maestría literaria capaz de reflejar la rabia de sus personajes. Tampoco me parece, como también se ha dicho, que esta novela refleje el sufrimiento de las mujeres, ya que aún siendo en parte cierto ellas están en un segundo plano en la historia -la jefa de los delincuentes, por ejemplo, es una mujer-, sino que, sobre todo, refleja la vida de jóvenes varones marginados y violentos -cuyas víctimas son el taxista, el marido, la esposa, es decir, tanto hombres como mujeres-, en un ejercicio de acercarse a ellos y recrear sus emociones que demuestra la capacidad de la literatura de trascender la identidad del autor.

1 comentario:

Pablo dijo...

Excelente novela, otra vez. Si bien el impacto no es el mismo tras Temporada de huracanes (esa prosa abrumadora me noqueó la primera vez que leí a Fernanda Melchor), la calidad sigue siendo muy alta.

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