15 de octubre de 2022

Historia de una isla ficticia

De todos los libros relacionados con la pandemia, diarios en su mayoría, quizá sea la última novela de Orhan Pamuk, Las noches de la peste, el libro con más enjundia literaria, en gran parte porque es un libro que empezó a escribir años antes de que esta sucediese, en el que, una vez más, el autor se adelantó a los acontecimientos, aunque fuera hablando del pasado. Al igual que otras novelas suyas, como en la poliédrica Me llamo Rojo o en la breve y delicada El castillo blanco, se trata de una novela histórica situada durante el imperio Otomano, esta vez a inicios del siglo XX en una isla ficticia llamada Minguer que parece un trasunto de Creta o Rodas, pero que no es ni una ni la otra, ya que en algún momento estas son mencionadas como realidades geográficas cercanas. Minguer, sin embargo, es tratada como una realidad histórica ya que el libro se presenta, según la narradora, historiadora ella misma, como una historia novelada a partir de las cartas que Pakize Sultan -de quien es bisnieta- escribiera entre 1901 y 1903. En realidad, es una ficción sobre una historiadora que narra los hechos acaecidos en una isla ficticia que, quizá, como sugiere el microcosmos fomentado por la idea de la insularidad, hace referencia a alguna realidad política o nacional de mayor alcance. No es la primera vez que Pamuk usa la metaficción en sus novelas, que en este caso encuadra la historia en un marco que abre y cierra el libro; ni tampoco la primera vez que usa a un historiador como narrador, en un juego que debe mucho al de Cervantes en El Quijote -recordemos al historiador Cide Hamete Benengeli-, a quien convirtió brevemente, y sin consecuencias en la trama, en personaje de El castillo blanco, en un claro homenaje; pero sí es, incluso más que Nieve, la más política de sus novelas. 

Las noches de la peste no es, como dije antes, una historia verdadera ya que se trata de una ficción, pero tampoco es una novela en el sentido de que su estilo está mucho más cercano a la crónica y a la historia que a la novela, ya que la narradora impone un tono, unas reflexiones y un punto de vista que nos recuerdan constantemente que está narrando hechos reales y que, en todo caso, parafrasea lo leído en las cartas de Pakize Sultan. Con esto no quiero decir que el lector se encuentre con un libro de historia que en realidad no es más que una ficción, sino más bien que se encontrará con una ficción cercana al registro histórico, como el de las biografías ficticias que pretenden copiar el estilo de las biografías. Esto en sí mismo no es una crítica ni una alabanza, podría salirle bien como mal, y, en mi opinión, le sale bien. Forma parte de una tradición literaria que hace al lector consciente de la diferencia entre verosimilitud y verdad, y del grado de confianza en la certeza de los hechos a través de las distintas capas de la narración. Incluso, a pesar de contradecirme aparentemente, me atrevería a decir que, lejos de lo más común en el género, por lo general popular, se trata de una novela histórica culta porque, aunque Minguer sea un lugar ficticio y sus personajes nunca existieran, el tratamiento de los detalles históricos es más minucioso y riguroso que el de la gran mayoría de novelas históricas, y aunque suceden hechos terribles -asesinatos, robos, muertes angustiosas- estos se narran con una tranquilidad exenta de drama, más cercana al tono de un historiador de las costumbres, los inventos y las relaciones sociales. Es esta recreación histórica enmarcada en un mundo ficticio lo que le da su carácter específico y la razón de ser de su propuesta literaria. 

Las noches de la peste bebe también de otros géneros, aunque sin perder nunca su tono histórico. La crónica política, el periodismo o las investigaciones científicas y detectivescas, así como las escenas románticas en medio de la pandemia, aportan caudal a esta obra larga de desarrollo lento que se demora en la recreación de la época como, por ejemplo, la última novela de Jonathan Frazen, Crossroads, se recrea en la introspección moral de sus personajes, en una búsqueda de la totalidad dentro de sus espacios artísticos de indagación que, como contrapartida, restan vitalidad a las escenas en favor de una lectura más autoconsciente y reflexiva. De esta extensión surge además otra virtud; la capacidad de entender un fenómeno histórico desde la dimensión emocional de sus personajes, por lo general miembros del gobierno, con todos sus intrincados malabarismos políticos y personales. Minguer es una isla en donde las distintas épocas históricas, al igual que en todo el Mediterráneo, especialmente el levante, están a la vista como las capas visibles en una falla geológica, superponiéndose unas a otras a través de ruinas, edificios, costumbres ancestrales, pero también es un lugar en donde, como consecuencia de ese pasado complejo, conviven en el presente diferentes culturas, idiomas y credos. Esta convivencia, especialmente entre musulmanes, judíos y cristianos católicos y ortodoxos, se conlleva más o menos en tiempos de bonanza y tranquilidad, pero se revela precaria en tiempos duros. A los conflictos religiosos se suman otros de gran importancia para los grupos identitarios, tanto nacionalistas como lingüísticos, que son fuente de tensiones con las que los gobernantes deben lidiar, de donde surgen inagotables anécdotas de unos y otros que, según se amontonan, escapan a la etiqueta fácil. 

Si estos factores no son lo suficientemente complejos, aún se añaden unos cuantos más, como el vector de la riqueza, que permite a los más pudientes costearse la huida fuera de la isla -y a veces ser engañados- mientras que los pobres quedan atrapados en medio de la plaga. Tanto la ignorancia como la pobreza son transversales a las identidades religiosas y lingüísticas, pero se distribuyen de una manera distinta, del tal forma que la población musulmana es más reticente a las modernidades europeas y, por tanto, cae más en la superstición de amuletos y oraciones para enfrentar la peste, mientras que la cristiana es más receptiva a las indicaciones médicas, por lo que acepta mejor las cuarentenas y medidas cautelares. Podría decirse que, en buena parte, el libro representa la lucha entre el conocimiento y la ignorancia, entre la modernidad y la superstición. La riqueza y la educación aparecen distribuidas de una forma similar ya que los musulmanes son más pobres que los cristianos, aunque estos hubieran sufrido una carencia de derechos por no pertenecer a la religión del imperio. Pero la estructura que mantiene la historia de fondo narra cómo, debido a la peste, la isla de Minguer acaba por convertirse en un estado independiente del imperio otomano. Dicho esto, vuelvo a la pregunta del inicio, ¿es la isla de Minguer una metáfora de una realidad presente o pasada? Pues quizá ambas, y ninguna. Pamuk dice que en parte escribió el libro por el temor a la deriva autoritaria en su país, algo que a menudo se observa en las pandemias que ha habido a lo largo de la historia, ya que los gobiernos suelen volverse autoritarios para controlar la enfermedad. Y por otra parte también funcionaría como una analogía con la transición del imperio Otomano a la Turquía moderna, ya que, por ejemplo, su personaje del comandante Kämil podría ser un trasunto de Ataturk, lo que, por cierto, le ha costado una denuncia por insultar al padre de la patria Turca.

No hay comentarios:

LAS CONFERENCIAS

LA SOMBRA

KEDEST

CONVIVENCIA

LOS GRILLOS

RELATOS DE VIVALDI