15 de agosto de 2022

La fundación de la cultura europea moderna

Incluso hoy, encontrar una historia europea como la escrita por Tony Judt o interpretaciones literarias desde un punto de vista transnacional, como las realizas por George Steiner, Kundera o Luis Goytisolo, son excepciones. Los estudios académicos literarios, por ejemplo, están divididos en unos espacios nacionales que no se corresponden con las influencias reales ejercidas por los escritores objetos de su estudio, los cuales, al igual que las modas y las vestimentas de los personajes en los cuadros, se parecen más a los escritores de su tiempo en otros países que a los del pasado en sus propios países. Los escritores aprenden unos de otros, dialogan con sus obras, y cuanto mejores son más buscan comprender a los mejores aunque estos sean de otros lugares, o quizá por eso, porque pertenecen a otros países, y se alimentan de lo extranjero para revitalizar su mirada y satisfacer su curiosidad. Me costaría imaginar a un Borges sin los grandes escritores de la lengua inglesa que tanto amó, a un Clarín o a un Tolstoi sin el antecedente de Flaubert, a un Dostoivesky sin haber traducido a Balzac, a un Vargas Llosa o a un García Márquez sin William Faulkner, a un Smollett, Fielding o Sterne sin Cervantes, o a un Chaucer sin Boccaccio. Según Orlando Figes, en su libro Los europeos, este fenómeno cultural se agudizó en el siglo XIX, ese mundo de ayer del que habló Stefan Zweig, desde que la aparición de las líneas ferroviarias incentivaron el comercio y este a su vez el intercambio cultural, el acceso de las obras a sectores mucho más amplios de la población y, en ese proceso, la transformación misma de la industria cultural y sus productos, desde el tamaño y temas de los cuadros al alcance y programación de las óperas. 

Para contarnos esta historia cultural Orlando Figes sigue a dos personajes, la cantante de ópera Pauline Viardot y el escritor Iván Turguénev -las reseñas editoriales y críticas mencionan también al marido, sin duda por enganchar al lector con el morbo de una historia a tres, pero lo cierto es que no se sigue su trayectoria-, la primera de origen español y el segundo ruso, ambos cosmopolitas y versados en distintas lenguas, ambos provenientes de las fronteras de Europa en sus dos extremos más alejados, de países a los que se les consideraba mezclados con componentes orientales -lo que quiera que eso signifique o a lo que se refiera como oposición a lo europeo-. Entre los dos hay una historia de amor que pasa por distintas fases, desde la pasión al enfriamiento, y desde el alejamiento a la convivencia eventual, pero que perdura durante años hasta la muerte. También acudimos a la historia de sus propias creaciones e interpretaciones, la de sus carreras artísticas y las de sus vicisitudes, las dificultades y logros de Pauline Viardot en las distintas óperas de Europa, o las huellas de la vida personal de Iván Turguénev en su propia obra, en la que Pauline fue clave. Sus estancias en Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia o España dan testimonio de una vida errante y cosmopolita, que les puso en contacto con los artistas de todo el continente y a quienes Turguénev ayudaba a promocionar en los demás países en donde tenía contactos, tal y como hizo con su querido amigo Flaubert para que se publicara su obra en Rusia o con muchos pintores y escritores rusos, sobre todo con Tolstoi, para que su obra se vendiera o publicara en otros países europeos, incluso la de aquellos que, por su tendencia nacionalista, se encontraban en las antípodas de su pensamiento, siendo uno de los mayores artífices de la difusión de la literatura rusa en el resto de Europa. 

Ambos son ejemplos históricos que simbolizan para Orlando Figes el auge de una nueva cultura europea surgida a partir del ferrocarril, lo que desencadena una serie de cambios económicos y de intercambios culturales sin precedentes entre países. La lucha de los artistas por los derechos de autor, desde la mejora de la avanzada legislación francesa hasta su expansión por el resto de los países europeos, se convierte en una de las partes centrales de estos cambios, gracias a la cual los escritores intentan defenderse de editores sin escrúpulos y multitud de ediciones piratas, llenas de errores y peor traducidas, en su mayoría en países sin una legislación que garantizara a los autores unos recursos mínimos por sus ventas, como en los casos sangrantes de Bélgica o Estados Unidos, que hicieron pingues beneficios a costa de la piratería editorial, a la que se enfrentaron figuras tan visibles como Charles Dickens o Víctor Hugo, quien representó a una de las asociaciones francesas que agrupaba a cientos de escritores. En realidad, ni Pauline Viardot ni Iván Turguénev son el tema de este libro, sino el hilo conductor que sujeta el armazón de algo tan aparentemente caótico como la historia cultural de todo un continente durante un siglo de ebullición creativa, interpretado aquí como la consecuencia de una revolución tecnológica. El ferrocarril provocó que los viajes fueran más cortos y rápidos, que las obras y los artistas llegaran a más lugares, que los éxitos llegaran a un público mayor y en un tiempo récord, y que mucha gente más allá de las clases altas pudiera viajar, es decir, provocó también el surgimiento del turismo de masas, con la masificación de los lugares conocidos, la aparición de agencias organizadoras y el auge de las guías de viajes con recomendaciones artísticas, paisajísticas, culinarias y de hospedaje. 

Estos cambios provocaron una visión cosmopolita y abierta entre las naciones de Europa, acercaron a sus creadores y comerciantes, y fomentaron un hermanamiento europeo más allá de ciertos grupos específicos y acotados, pero también provocaron una reacción cultural contraria de la mano de un fenómeno político que, como afirmaba Isaiah Berlin, nadie previó que se convirtiera en una fuerza tan relevante y decisiva a partir del siglo XIX, ya que hasta entonces había sido considerado algo propio de gente inculta y aislada: el nacionalismo. Ya algunos críticos artísticos se habían quejado de la estandarización de la novela o de las óperas, o de la imposibilidad de distinguir la nacionalidad de los artistas por sus cuadros, debido a este intercambio incesante de obras que a menudo funcionaba en una sola dirección. Por ejemplo, la novela francesa, por mérito justificado o por mera imitación, se convirtió en la referencia del resto de escritores europeos, salvo en el caso de los ingleses, y no sólo por libre elección de los escritores, que la copiaban como modelos de modernidad, sino también porque el mercado se veía inundado de esas obras extranjeras -más baratas porque no se pagaba a los escritores al no haberse extendido apenas el sistema de derechos de autor- y que desincentivaban la creación de novelas propias, como ocurría en los países nórdicos y en los del sur, en donde algunos críticos subrayaron que la novela propia había desaparecido -Galdós se inspira en las fórmulas de Dickens, Balzac o Zola, las grandes figuras de su tiempo, con quienes se mide, como es normal-. Esta copia y estandarización de los productos culturales, forjados en su mayoría tras el modelo francés, provocó un miedo a la pérdida de lo propio que se entretejió con los acontecimientos históricos y políticos. 

Resulta paradójico que la revalorización artística de lo nacional en medio de la Europa cosmopolita resultara en gran parte una invención de mitos y tradiciones, superficialmente basados o raramente originales de esas naciones, y aún resulta más paradójico que en los grandes focos de la cultura cosmopolita europeos fueran precisamente esas obras con aroma y carácter nacional las que más se estimaran, promoviendo que los artistas incidieran en los temas nacionales de la forma más folclórica, en busca del exotismo deseado por el público de las grandes capitales. La cultura cosmopolita, con sus luces y sus sombras, con su sueño Goethiano de una literatura más allá de las fronteras y también con los riesgos uniformadores de la imitación de los modelos importados desde los focos centrales, se vio así contrapuesta al nacionalismo, con sus muchas contradicciones y simplificaciones, y cuyo drama se observa con peculiar intensidad en la visión europeísta de Turguénev frente a la visión eslavista de Dostoviesky, tema que Orlando Figes conoce bien como autor de una afamada historia cultural rusa, El baile de Natacha. Esta obra ha tenido también gran predicamento, Los europeos fue considerada el mejor libro de no ficción por algunas revistas españolas en el 2020, y después de haberlo leído sólo puedo lamentarme de no haberlo hecho antes. El aluvión de información cultural e histórica queda sujeto por el hilo conductor de sus dos protagonista, Pauline Viardot e Iván Turguénev, y por una interpretación unificadora de fondo que explica el desarrollo económico y cultural desencadenado por la aparición del ferrocarril, convirtiéndolo en una lectura amena y fascinante, cuyo alegato final europeísta resulta conmovedor, así como una gran lección para los europeos del siglo XXI, y quizá también para esa nueva cultural mundial en ciernes.

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