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15 de marzo de 2020

Totalitarismo y barbarie

En The Origins of Totalitarianism, Hannah Arendt se retrotrae a las causas sociales, ideológicas, económicas e históricas del antisemitismo y el totalitarismo sin que el lector pueda escapar al resultado final de millones de muertes, en su gran mayoría judíos, víctimas del nazismo, precisamente para comprender cómo pudo el hombre europeo sucumbir a tal barbarie. Esta investigación adopta una forma compleja y problemática, propia de un filósofo aunque ella prefiriera considerarse una teórica política, comprendiendo sin por ello justificar el desarrollo de las ideas y las fuerzas económicas en acción, adentrándose en la historia con una cirugía clarificadora para extraer de ella los eslabones de una cadena que dan sentido al conjunto. En la primera parte analiza el antisemitismo como consecuencia de una división más racial que teológica a partir del final de la ilustración y cuyo origen coloca en la interpretación de la comunidad judía de sí mismos. Critica a su vez teorías como la del chivo expiatorio o el inevitable odio secular que han explicado el antisemitismo de forma insuficiente o errónea, las cuales también han sido creídas por los propios judíos. La genealógica de este conflicto entre identidades, privilegios, distinciones y resentimientos en los últimos siglos de Europa es lo que más me ha sorprendido, quizá del libro entero, sin duda debido a mi ignorancia al respecto. Los partidarios y primeros partidos antisemitas, los pocos pensadores que no vieron negativamente a los judíos -Diderot, Humbolt, Nietzsche-, las distinciones entre los judíos ricos y los judíos pobres, la relación entre ciertos judíos y los gobiernos o la alianza de aristócratas y judíos frente al auge igualador de las clases medias, la perniciosa influencia de ciertas ideas del romanticismo en el pensamiento conservador identitario o el antisemitismo de izquierdas, el duro retrato del judío inglés Benjamin Disraeli, primer ministro del Reino Unido, o el caso Dreyfuss, con la famosa defensa de Émile Zola pero que pasará a la historia literaria gracias a la genial novela de Marcel Proust, todos estos aspectos los va desgranando Hannah Arendt con paciencia y lucidez. 

Si al empezar la lectura me sorprendió encontrar que un libro cuyo título apunta al origen del totalitarismo se limitara al análisis del antisemitismo, lo que en efecto no es poco, no menos desconcertante pero igual de interesante fue que la segunda parte la dedicara al análisis del imperialismo, cuyo final se precipitó según ella cuando los países más ricos ya no podían permitirse el gran gasto de las colonias. Para Hannah Arendt el imperialismo tiene su origen en la economía característica del siglo XIX, no como consecuencia directa de esta sino como resultado de las ideas subyacentes en ese ambiente social, es decir, el confundir la expansión economía con la expansión territorial, como si el sentido de la primera fuera aplicable a la segunda, ya que la política, al contrario que la economía, no puede extenderse continuamente. Arendt analiza los conflictos entre las distintas instituciones nacionales y las de sus instituciones en las colonias, así como la tensión entre los Estados y quienes administraban sus colonias, y concluye que hubo una expansión del poder político sin una expansión de las estructuras políticas. Arendt ve en el imperialismo el primer estadio de la evolución de la burguesía, y no el último del capitalismo como creían los marxistas. El dinero superfluo se unió con el trabajador superfluo del capitalismo para la expansión imperialista, de tal forma que el gran capital y los menos favorecidos se vieron beneficiados al encontrar nuevos lugares en donde crecer. Aunque imperialismo y nacionalismo fueran distintos, en la práctica se unieron dando como resultado el racismo, que según Arendt surgió en todos los países europeos en el siglo XIX coincidiendo con el imperialismo. Tras un repaso sobre distintas masacres en las colonias, Arendt se centra en el caso del oro de Sudáfrica, en el que invirtieron judíos ricos, justo después de los primeros pogromos en Rusia, cuando el paneslavismo y el pangermanismo empezaban a surgir, diluyendo la responsabilidad personal en el tribalismo y nacionalismo de los pueblos. 

Para Hannah Arendt la disolución de los imperios europeos fue esencial para el advenimiento del totalitarismo, casi una preparación del uno para el otro. Sin embargo, no en todos los países tuvieron las mismas características ni el mismo desarrollo. Arendt hace un análisis de la situación en Reino Unido, Francia y Alemania, pero identifica diferencias en otros países europeos, en donde las diversas circunstancias llevan a distintos puntos con matices diferentes. Mención especial le merece el Reino Unido, el único país con el parlamento no cuestionado, y en donde asocia esa falta de erosión política con el sistema bipartidista, en el que el partido ganador se equipara al Estado, frente al multipartidismo de los países continentales, en donde los partidos de gobierno no se sentían responsables del Estado, apenas se ponían de acuerdo y eran ineficaces ya que elegían a ministros menos técnicos y más políticos, lo que según ella condujo a unas dinámicas desestabilizadoras que fomentaron las dictaduras. Los que parecían problemas menores de nacionalidades en lugares remotos de Europa se revelaron síntomas de la debacle y auspicios de la barbaridad posterior. Al ocupar el nacionalismo el centro de la política surge pues el problema de las minorías, consideradas inevitablemente fuera de la reivindicación identitaria. Además, una vez se les ha quitado los derechos nacionales a los grupos minoritarios crece la tentación de arrebatárselos también a los ciudadanos díscolos, a través de los crecientes poderes de la policía controlada por los políticos, en forma de sociedades secretas o fuerzas parapoliciales. Hannah Arendt recuerda que las leyes de asilo existían y funcionaban bien desde el siglo XIX pero el problema surgió ante la cantidad ingente de peticiones para las que los países no estaban preparados. Es precisamente en esta tercera parte, que aspira a desentrañar qué pasó, cómo pasó y por qué pasó, en donde, partiendo de lo construido en las dos partes anteriores, se adentra en el tema del totalitarismo y en el presente histórico de la autora. 

Cuando Arendt publica la obra los nazis ya han perdido y la información existente al respecto de sus crímenes es mucho mayor que la existente sobre los soviéticos debido al secretismo contemporáneo alrededor de sus purgas y víctimas -el sobrecogedor testimonio de Solzhenistsyn, Archipiélago Gulag, no se publicaría hasta más de viente años después, en el 73-, o la relación entre el gobierno, los militares y la KGB. Aún más oscura y escasa es la información sobre la China de Mao, a la que apenas hace referencia, consciente de esa falta de datos. Aún así, según Arendt, las biografías de Hitler y Stalin publicadas en los años treinta son tan buenas o mejores que las posteriores porque estaban más cerca de las fuentes y porque las criticas que los primeros biógrafos vieron siguieron siendo las mismas de después pero con más datos. Ni Hitler ni Stalin podrían haber llegado a donde llegaron ni haber cometido sus crímenes sin el respaldo de las masas, por mucho que se carguen las culpas sobre otros causantes. Los votantes nazis provinieron de quienes no solían votar, inmunes a los mensajes políticos tradicionales, aunque recibieron los nuevos con agrado. Al contrario que en otras revoluciones anteriores, cuando el grupo sólo se mantenía durante un tiempo y tenían valores burgueses, los totalitarios fueron los primeros en prescindir del individualismo. Con su afán analítico, Arendt distingue entre dictadores y totalitarios. De Hitler dice, por ejemplo, que desdeñaba a los dictadores de Italia y España pero admiraba en Stalin su totalitarismo, que había ido aún más lejos que los líderes latinos. Ambos, Hitler y Stalin serían los perfectos ejemplos del líderes totalitarios, cuyos movimientos están compuestos por individuos aislados y atomizados, a quienes se les exige la sumisión total. La diferencia entre el totalitarismo nazi y el soviético residiría en que el primero surgió de las masas mientras que el segundo fue forzado sobre las masas, aunque en ambos casos los acompañó la propaganda, pensada para el exterior, y el terror, ejercido hacia el interior. 

Tanto Hitler como Stalin se dirigieron a sus gentes encubriendo sus planes en profecías previas delirantes que justificaban sus crímenes posteriores, de tal forma que si Hitler amenazaba a los judíos por desear el estallido de una Segunda Guerra Mundial, en realidad estaba buscando esa conflagración para, entre otros fines, justificar su persecución genocida. No en vano, la conspiración internacional judía fue la mentira más eficaz de la propaganda nazi, quienes prohibieron la entrada en puestos del gobierno si se era judío y exigían una limpieza mayor de sangre cuanto más alto era el puesto en la jerarquía. Tanto nazis como soviets usaron paramilitares y parapolicía que atemorizaban a la población y a los propios miembros de la organización hasta el punto de temer más abandonarla que cometer actos ilegales contra los ciudadanos. En este sistema represivo el líder se blinda con unos pocos iniciados de entre los miembros de la organización, a su vez necesitados de enemigos internos e internacionales para mantenerse en el poder, y de ahí su obsesión con la conspiración mundial, sus planes para conseguir el poder internacional y su apuesta por la policía secreta como forma de férreo control interno. El gobierno no es sino una pantalla del verdadero poder, el partido. Además, al contrario de los gobiernos autoritarios, en los totalitarismos no hay jerarquías en el sentido de una cadena de mando, están todos sujetos al líder directamente. Su preferencia por la policía secreta en vez de por los servicios diplomáticos, los militares o el gobierno, se percibe tanto en el interior como en el exterior. Los totalitarismos confían incluso más en las supuestas posibilidades ilimitadas de la organización que en los recursos económicos de sus países, y creen que todo puede hacerse gracias a la organización, convencidos de poder cambiar a los humanos o manipularlos a través de sus sistemas. Tal es la confianza en su poder absoluto que eliminan la responsabilidad del individuo. 

Es entonces, en esta terrible y apasionante reconstrucción de lo sucedido cuyo final conocemos, cuando llegamos al espeluznante escenario de los campos de concentración, en donde según Arendt se busca eliminar la espontaneidad, que sería el estadio mayor de esa eliminación de la responsabilidad, y que sólo es posible lograr en lugares tan específicos. Para Hannah Arendt el campo de concentración es el centro mismo del totalitarismo, en donde gente que no había hecho nada, los judíos, eran retenidos, obligados a trabajar y masacrados en cámaras de gas que no estaban preparadas para criminales sino para ellos. Se les retiraba incluso la consideración de muertos en el sentido de que nunca se reconocía que hubieran fallecido, quienes allí iban simplemente habían desaparecido de la faz de la tierra. La muerte de la individualidad era también la muerte de la personalidad jurídica. Criminales organizados en grupos para eludir la responsabilidad y resentidos contra quienes simbolizaban supuestamente el objeto de sus odios, desde el poder económico hasta la superioridad intelectual, vieron así satisfechos sus más recónditos y oscuros anhelos. No es, por supuesto, un libro edificante, pero el minucioso análisis de tantos elementos y su perspicacia crítica y filosófica, retrotrayéndose a las fuentes históricas, para construir un fresco comprensible de la barbarie recién ocurrida en su tiempo ha provocado que lo escuchara un par de veces fascinado, mientras compraba en el súper o tendía la ropa, en el gimnasio y de camino al trabajo, gracias a esta nueva forma de acceder a los textos que son los audiolibros, a los que me estoy aficionando. Sus reflexiones sobre la verdad en política o sobre el juicio a Eichmann ya me habían llamado la atención, pero este ensayo pone una luz potente ante el lector al indagar en la maraña de sucesos históricos, comprendiéndolos gracias a su capacidad analítica, para desentrañar las causas de la barbarie y el totalitarismo.

15 de febrero de 2020

La mentira de la verdad según Nietzsche

Me provocó cierta sorpresa leer unas cuantas alusiones alabando “Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral” como un texto imprescindible y esencial de Friedrich Nietzsche, porque ni siquiera sabía que existía y, en mi ignorancia, creía haber leído todos sus libros en mi juventud, eso sí, en ediciones baratas de bolsillo, sin estudios ni notas, sin textos académicos paralelos para profundizar y en traducciones mejorables, tal y como he podido contrastar años después, y de cuyas lecturas apenas recuerdo nada salvo la sensación y el estado de ánimo que dejaron en mí, es decir, lo que me resigno a llamar memoria emocional para encubrir mis limitaciones intelectuales y mis olvidadizos entusiasmos. Por su extensión este texto no pasaría de un artículo largo o un brevísimo ensayo, aunque en este libro viene acompañado de introducción, apéndice y otros fragmentos y cartas también breves relacionados con el mismo tema de la mentira y la verdad. Según Manuel Garrido, quien prepara esta edición, se trata de un texto de juventud que anuncia su madurez intelectual, indaga en sus obsesiones y se adelanta a su segunda etapa filosófica, la cual deja atrás su obra más ilustrada y de libre pensador para adentrarse en la crítica de los valores que inicia con Así habló Zaratustra. Pero este texto, de gran intensidad como no podía ser menos en Nietzsche, fue conocido sólo por su círculo de amigos y no se publicó hasta después de su muerte. 

Más que ofrecer estrategias para iluminar el problema de la verdad, como podría desprenderse del título, el ensayo descalifica al intelecto como una herramienta que genera mentiras continuamente, ya sea por la nimiedad de sus construcciones dada nuestra insignificancia como seres en una esquina del cosmos, por muy luminosas o espléndidas que estas sean, o sea por su incapacidad para dar serenidad y felicidad al hombre en comparación a nuestra faceta intuitiva. Aunque nos avisa certeramente de los límites de nuestro pensamiento, esta posición contraria al intelectualismo y la ciencia se antoja aún más difícil de defender hoy en día debido a las consecuencias visibles de un montón de conocimiento puesto en práctica con utilidad evidente en nuestras vidas, desde los medios de transporte y los electrodomésticos a los antibióticos y las vacunas, por nombrar algunos de los avances claves que elevaron los niveles y esperanza de vida general desde final del siglo XIX hasta bien entrado el XX. El supuesto de que el intelecto no se haya desarrollado para descubrir la verdad, sino que haya sido desencadenado por otras funciones, no quiere decir, como afirma Nietzsche, que se haya desarrollado para la mentira, e igualmente el supuesto de que haya sido usado por los débiles para defenderse y atacar no conlleva necesariamente que la razón del intelecto sea fingir. 

Fotografía de Nietzsche con 23 años.
Archivo Anaya
Pero Nietzsche resulta persuasivo cuando afirma, por ejemplo, que al hombre no le interesa la verdad o la mentira sino los beneficios o perjuicios que estas pueden acarrearle y, por tanto, aceptará una mentira si le beneficia y rechazará una verdad si no le conviene. O también proteico cuando dice que, dado nuestro carácter gregario, la verdad surgió como convenio para pactar la paz y evitar la guerra de todos contra todos, idea similar a la que Sigmund Freud deslizará en su último libro Moisés o la religión monoteísta. Pero quizá lo más asombroso sobre la capacidad de Nietzsche de adelantarse a su tiempo, o de sugerir caminos hacia el futuro, sean sus reflexiones sobre el lenguaje y su pregunta sobre si este representa de forma adecuada la realidad. Por una parte su explicación sobre el surgimiento de los conceptos como metáforas del mundo parece colocar una piedra previa a las ideas de Ferdinand de Saussure, y por otra su indagación augura uno de los grandes temas filosóficos del siglo XX, el lenguaje, que se desarrollará en múltiples facetas: si este representa la realidad o la hace, si pensamos con él o este es independiente del pensar, su origen, su evolución y su necesidad o utilidad en el desarrollo individual y cooperativo de nuestra especie, cuyas preguntas han ido encontrando respuestas en parte aceptadas pero de las que aún quedan algunas por dilucidar satisfactoriamente. 

Nietzsche se lanza a cuestionar la verdad de lo que afirma ser sólo una metáfora sobre la realidad, la expresión de una palabra motivada por un impulso eléctrico que no es capaz de captar ese algo ni de emanar directamente de él, con la que construimos edificios de pensamiento y cultura inestables, montando ideas abstractas que corroboran nuestras propias definiciones de la realidad, hasta que, ya caducas, nos damos cuenta del absurdo de estas y se revela el engaño ante nuestro ojos. Nietzsche aclara que este fenómeno es sólo humano y por tanto consecuencia de la inteligencia, generando una tensión entre la inteligencia y la mentira, pero según Hans Vaihinger, en su estudio sobre "La voluntad de la ilusión de Nietzsche" que se publica en esta edición, la crítica de sus primeras obras al mal uso de las mentiras que tomamos por verdades fue complementada posteriormente con numerosos pasajes que muestran la utilidad y necesidad de estas, de una forma similar a la que defiende hoy Yuval Noah Harari. Por otro lado, Nietzsche señala nuestra imposibilidad de percibir como otro ser, por ejemplo una mosca, lo cual nos hace creer que el mundo es de una forma cuando sólo lo conocemos por cómo llega a nosotros, de una manera subjetiva, a lo que subyace una desesperante y dolorosa imposibilidad de objetividad y, como consecuencia, la consideración de la búsqueda de la verdad como otra farsa del hombre que se obsesiona con la construcción de castillos que sólo existen en su mente y que a nadie más en el cosmos le interesan. 

Si los conceptos quedan horadados antes de las demostraciones y el esfuerzo por ordenar el mundo de una manera antropomórfica nos llevan a un aparente callejón sin salida, el arte nos proporciona, según Nietzsche, el hechizo desestabilizador que desgarra ante nosotros esa construcción mental obtusa y cerrada: El arte despierta al hombre el deseo del juego con los conceptos, lo libera de estos, le revela su insuficiencia, y vuelve a confiar en su intuición para reorganizarlos de forma irónica o para asociarlos de formas nuevas. Me quedo con cierto escepticismo de hasta qué punto estas afirmaciones resultan satisfactorias siempre para todo tipo de arte o si más bien corresponden al ideal de un tipo concreto, por ejemplo el arte dramático clásico que tanto interesaron al filósofo y cuyo efecto de catarsis fue teorizado por Aristóteles. Los términos ensalzados por Nietzsche parecen el origen de la justificación de un arte posterior, como si emanaran de su forma de pensar: el juego, la libertad y la liberación, la intuición o la ironía. Sin duda la sombra del filósofo alemán es alargada, con una huella fructífera y estimulante pero también incómoda. Su contraposición del hombre racional en busca de abstracciones que no le dan ni le darán la felicidad frente al hombre intuitivo y estoico que soporta mejor las inclemencias de la vida, se desliza a favor del segundo, ese que no se miente a sí mismo, pero no hasta el punto de resolver la tensión entre ambos.

15 de noviembre de 2019

Ortega, psicólogo

Leyendo el tomo segundo de las obras completas de Ortega y Gasset, en donde se recopilan todos los artículos incluidos en sus ochos libros de El espectador, publicados desde 1916 hasta 1934, me he encontrado constantemente con la impresión de estar ante un psicólogo, por supuesto, un psicólogo peculiar, aunque en este sentido, Ortega, fuera lo que fuera, siempre resulta peculiar. La primera tentación fue pensar que estaba ante un psicólogo de las ideas, y aunque sospechaba que erraba al simplificar no sabía bien cómo concretar mejor, así que empecé a tomar notas a partir de esa intuición para aclarármela a mí mismo. Ortega parece enfocarse no sólo en el resultado de una investigación sino en el proceso de esta a partir de sus propias reacciones con respecto al objeto de su curiosidad. Hay una introspección hacia sí mismo, de sus movimientos interiores, que nos detalla con quehacer filosófico para captar lo externo a nosotros. Le preocupa por tanto cómo percibimos y nos representamos el mundo, cómo llegamos a las cosas, cómo nos las imaginamos y nos referimos a ellas. Ortega sabe que la mirada predispone y nos guía en qué buscar, viene dirigida, y por algo más profundo que la razón, y es capaz de detectar distintas cosas en lo mismo según cada cual, es decir, la percepción resulta problemática y llena de complicaciones. Pero al mismo tiempo reconoce que nuestro conocimiento de lo humano es increíblemente grande, de las personas que nos rodean, de sus defectos y características, el cual se ha ido posando como capas en nuestro interior, aunque esas impresiones las mantengamos en secreto. De hecho, está convencido de que las personas no podemos escondernos, sobre todo ante aquellos que están mejor dotados para captar a los demás. 

Según él las emociones son parte de ese alma que se expresa en el cuerpo, pero desconfía de ellas para profundizar en la persona porque estas son expresiones comunes a todos que no nos dicen nada de su personalidad ya que, por ejemplo, la tristeza tendrá una expresión similar en distinta gente sin que eso nos diga en principio mucho de cómo es la persona una vez pasada esa emoción. Pero la experiencia de la tristeza, que se vuelve más concreta cuando nos falta salud, nos revela un mundo interno alejado y ajeno a lo externo. Su definición de otra emoción como la ternura nos muestra su capacidad de describirlas con minuciosidad, conceptualizarlas y ofrecérnoslas clarificadas a los lectores. Ortega aboga, como no, por la idoneidad de definir y explicar los sentimientos, las emociones y los impulsos para saber de qué hablamos, y afirma que mientras los impulsos tiene una función clara, como apartarse del fuego cuando quema, los sentimientos son un misterio biológico, una especie de flujo que nos recorre por dentro, y no pueden ser comprendidos con ciertos esquemas como los del utilitarismo. Ortega, al tanto de los últimos avances científicos y las nuevas perspectivas de análisis humanístico de su tiempo, percibe que tanto la biología como la psicología están girando del análisis de lo externo al estudio de lo interno, ese mundo más vasto y profundo que la pura interacción exterior. Sin ser freudiano, ni alinearse con los anti freudianos, reconoce sus hallazgos importantes y fomenta sus traducciones, que dan a conocer a Freud en lengua española antes que en otros idiomas. Y es que más allá de los sentimientos y las emociones que adivinamos en el gesto, a los que él llama alma, Ortega habla de un pulso vital que forma la personalidad y que encuentra en la figura misma. 

Esta vitalidad puede mostrarse en distinta intensidad y campos pero es diferente al espíritu. Es decir, el alma sería el término que usa para englobar a las emociones y sentimientos mientras el espíritu se referiría al intelecto y la voluntad. Nuestra personalidad sería, como consecuencia, el resultado de la mezcla de las tres facetas, el alma, el espíritu y la fuerza vital. A los lectores actuales, por lo menos a mí, puede resultarnos liosa esta clasificación, sobre todo porque alma y espíritu, términos que han desaparecido del uso común salvo en expresiones hechas, nos suenan a sinónimos perfectamente intercambiables, pero llama la atención que Ortega tenga en cuenta emociones, sentimientos, intelecto, voluntad y esa otra cosa que llama vitalidad, cierta fuerza interna, de tal forma que su análisis, sea más o menos acertado, tiene sin duda la complejidad y enjundia de quien no ha querido dejarse nada atrás. Entre la vitalidad y el espíritu, es decir, entre lo que quizá ahora se llamaría la energía y la razón, está esa otra región de las emociones y sentimientos que él llama alma. Aquí Ortega se desliza hacia una teoría del yo cuya modernidad radica en el hecho de integrar las emociones a pesar de mantenerlas a raya: el yo reside en la razón y la voluntad, no en el los sentimientos y emociones, aunque ese yo esté sumido hasta el fondo en dichos sentimientos y emociones, de ahí esa imagen deslumbrante y poética, propia de lo mejor de su estilo, del “espíritu náufrago en el alma”. La antipatía, nos dice por ejemplo, no surge del yo porque es involuntaria e irracional, surge del alma, de las emociones y sentimientos, y trasladamos nuestro yo hacia ella. Pero la perfección racional tampoco es la panacea porque se queda en la periferia del interior humano, de ahí su raciovitalismo, que entiende a la razón en relación con la vitalidad.

Frente a las construcciones de aristas matemáticas sugeridas por el intelecto, Ortega aboga por esa voz íntima que surge dentro de nosotros. Ya habla de esa división tan propia de su madurez de distinguir entre los distintos estadios del hombre según su edad, cuando dice que el niño va hacia lo que desea, el adulto hacia la realidad y el anciano gira hacia el pasado. Y tampoco rehuye la trascendencia de las emociones y sentimientos cuando afirma que el alma en trance de intenso dolor sólo puede curarse por el amor ya que, según sus palabras, el amor hace que otra alma entre en la nuestra y se funda con nosotros. Su teoría de la felicidad es, por ejemplo, un antídoto a la simplificación que detectó como propia de la modernización en su tiempo -la cual sigue hoy vigente o es propia de todos los tiempos- al cometer el error de creer que la felicidad radica en la satisfacción de los deseos, como si estos constituyeran toda nuestra personalidad. Para Ortega, quien está ocupado en su afán no puede ser una persona infeliz ya que la infelicidad sería el desequilibrio entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual. Cuando la energía vital no actúa y se mira a sí misma sin saber en qué emplearse, sin involucrarse en nada, entonces el infeliz quisiera salir de sí mismo, no verse más. En todo eso que configuraría la persona, Ortega incorpora también los mitos, inspirado por las primeras y novedosas lecturas de Carl Jung, ya que estos mueven los sentimientos, controlan su flujo, hasta el punto de considerar que a los niños, en una primera etapa, debe enseñárseles mitos y sólo luego hechos, ya que los hechos no mueven los sentimientos, tan necesarios para el desarrollo psíquico, y llega a transcribir un cuento ancestral sudanés, "Dan-Auta", del que suponemos le fascina por algo pero del que no comenta nada. 

Al mito lo considera fundamental para la vida interna, capaz entre otras cosas de hacer al hombre comprender y amar el arte de una forma más viva y atenta. La realidad del centauro, por ejemplo, como la de los gigantes a los que se enfrenta Don Quijote, no radica en su existencia, lo que sería un reproche ingenuo, sino en lo que pudiera representar para los hombres que lo imaginaron y luego para quienes siguieron usándolo, porque los mitos reflejan cuáles son los sustratos de nuestro ser y de nuestras sociedades, nos dan información sobre nuestro pasado y sentido del futuro de una forma indirecta que suele escaparse a las simplificaciones del presente. Y no sólo en este campo de los mitos, también en el paisaje o en la política, el hombre individual se derrama para Ortega sobre la vida en común, aunque ni el paisaje ni la política expliquen de por sí el comportamiento del hombre. Las circunstancias en las que vivimos son esenciales para nosotros y, por tanto, no podemos desentendernos de la historia ni de sus experiencias vitales para entender a la persona. De ahí su interés por el inicio de las sociedades, de sus teorías sobre el origen deportivo del Estado o sobre la coetaneidad del espíritu juvenil. De ahí también la importancia del contorno, somos dentro de lo que nos encontramos, “la mitad de nuestro perfil depende en buena parte del hueco que los demás nos dejen”. Ortega transita así de la psicología a la historia o al mito, proyectándose casi sobre cualquier tema, porque sus ideas, por lo menos en El espectador, surgen de forma desgranada pero no incoherentes, como si hubiera un núcleo escondido que sirviera de andamiaje sobre el que construye estos artículos beligerantes y extasiados, llenos de momentos dudosos y de otros muchos deslumbrantes.

15 de noviembre de 2018

La libertad según John Stuart Mill

Desde el principio del ensayo On Liberty, John Stuart Mill deja clara su intención de tratar los límites del poder de la sociedad sobre el individuo, del que afirma que se trata de un viejo dilema, ya muy tratado, aunque en su tiempo se dé de forma distinta, pero del cual no duda en calificar como clave para el porvenir. Empieza con una breve y esquemática visión histórica de la lucha de la libertad contra el poder del gobierno y sus gobernantes, que si bien eran útiles para la defensa de amenazas exteriores y ciertos niveles de organización internas podían resultar peligrosos para el pueblo. Para defenderse, los hombres crearon libertades, derechos y constituciones, hasta que se dieron cuenta de que podían prescindir de aquellos gobernantes, cuyos intereses eran percibidos como distintos a los suyos, y sustituirlos por quienes tuvieran intereses similares a los propios. Pero este nuevo gobierno del pueblo para sí, una vez sacado de la idealización de los libros, presenta a su vez ciertos riesgos, ya que no defiende a las minorías de verse igualmente aplastadas por la mayoría. La tiranía de los pueblos, considera Mill, si bien no tiene los medios coercitivos del gobernante autoritario, puede ser más dañina al penetrar hasta los usos cotidianos y las costumbres de la gente. 

Para Mill, la lucha contra esta o cualquier otra opresión del gobierno y de la sociedad hacia la libertad del individuo debería ser un axioma básico, cuya dificultad radica en delimitar con claridad lo que son asuntos sociales de los individuales. Por desgracia, según nos indica, cada pueblo y cada época hace sus distinciones y a todos nos parece fijado en el tiempo lo que sólo es producto de la costumbre, de tal forma que parecería primera naturaleza lo que realmente es segunda. Además, no se ha logrado una delimitación nítida y sistemática para la moral social, que según Mill ha emanado siempre de los intereses de las clases dominantes y crece gracias al servilismo característico de la especie humana. La tolerancia sólo se ha exigido como defensa ante las mayorías, pero una vez en el poder, quienes sean que fueren, se han mostrado mayormente intolerantes, como ejemplifica con la rara y frágil libertad religiosa en su época, incluso en los países más tolerantes. Hay sin duda una visión oscura en su concepción de la condición humana que, sin embargo, no cae en el desánimo ni la arrogancia sino, bien al contrario, en el intento de favorecer una vida mejor.

Su criterio para dividir lo propio del gobierno y lo exclusivo de la potestad de los individuos lo sitúa en el daño al prójimo, hasta el punto de que la sociedad no debería actuar contra quien se hace daño exclusivamente a sí mismo, aunque sus actos le parezcan locos o equivocados, y advierte de esa tendencia innata e intolerante, tanto entre los grandes pensadores como entre la gente común, a favorecer lo social frente a lo individual y querer siempre imponer nuestras creencias a los demás cuando estamos en disposición de hacerlo. Quizá por esto le dedica el capítulo más largo de este libro breve a la libertad de pensamiento y discusión. Entre las abundantes y agudas percepciones de psicología social, Mill defiende el derecho a expresar la opinión a las minorías y disidentes, aunque se trate de una sola persona frente al resto y aunque su opinión sea falsa, o considerada como tal, ya que son muy pocos los hechos capaces de decirnos algo por sí mismos, sin que nadie nos ofrezca su sentido, y las opiniones, es decir las interpretaciones, son múltiples, aún siendo más o menos acertadas, verosímiles o socialmente aceptables, y siempre nos darán la oportunidad de corregir, acerar y completar nuestra opinión comparándola con la de los demás. 

La libertad de opinión es esencial para el bienestar intelectual, que es, según Mill, imprescindible para lograr el resto del bienestar. Ocultar a la gente ideas distintas por no quebrantar sus creencias en la autoridad o acallar las opiniones heréticas redunda muy negativamente en la sociedad, al deteriorar las discusiones públicas y su sentido mismo, cortando entusiasmos en los temas más candentes y profundos, debilitando el nervio intelectual y la efervescencia creativa y, en definitiva, produciendo el decaimiento de las fuerzas sociales. Nos avisa, además, para ser precavidos y prevenirnos de nuestras propias certezas, ya que la historia abunda en ejemplos de grandes hombres silenciados por considerarlos errados, cuando el tiempo más bien demostró lo contrario, y tan falso serán en el futuro las opiniones de sus contemporáneos victorianos como falsas les parecieron entonces las del pasado. Mill no es tan ingenuo como para creer que la razón en una conversación de ciudadanos con ideas opuestas los reconciliará o tendrá el efecto de descubrir la verdad, pero si se da el ánimo sosegado y el temperamento calmo puede tenerse una visión más completa y menos sesgada de los asuntos de interés común, y las decisiones que se tomen serán probablemente mejores. 

Si conviene la libertad de opinión, también conviene la de acción. Son muchos, para Mill, quienes se conforma con guiarse por la costumbre, lo que no hace sino debilitar la capacidad de elección y la maduración del individuo, sin percatarse de que el libre desarrollo individual es un pilar fundamental del bienestar y un requisito necesario para las más altas cotas de realización personal. Aquí Mill hace una diferencia entre personas, no todas necesitan de la igualdad de la misma forma ya que no todas tienen, como él lo llama, la misma energía. El problema, según él, no es el exceso de esa energía, natural y no condenable, que asocia al genio, sino cómo se canaliza, cómo convertir en beneficioso para el progreso y el bienestar social ese cúmulo de instintos que, de lo contrario, quedarían adormecidos por el más tirano de los gobiernos, las costumbres, tan típico de la sociedad de masas, cada vez más proclive al rechazo por desconocimiento de los diferentes. Para contrarrestar la homogeneización creciente Mill considera a los excéntricos como el antídoto más útil, ya que ellos no están dispuestos a someterse al poder tan grande de la costumbre, generalmente mediocre, y sólo por rebelarse ya prestan un servicio a la comunidad. 

La idea tantas veces repetida en este ensayo de que si una conducta no afecta a los demás no hay ninguna razón para perseguirla no es óbice para que Mill defienda un carácter moral recto y elevado, siendo consciente de los muchos vicios y debilidades humanas. Pero la libertad será el principio rector cuando concrete sus aplicaciones en diversos debates cuando se quieren prohibir los actos ajenos porque estos atentan a sus valores, gustos o sensibilidad, como el de la penalización y restricción en el juego y la prostitución, el del compromiso matrimonial, el de las costumbres de los mormones o el de la paradoja de la libertad de renunciar a la libertad. Mill considera que en muchos casos su sociedad deniega la libertad cuando debe darla y la da cuando debería negarla, como en el caso de la falta de libertad de la mujer, la cual se arreglaría otorgándole los mismos derechos legales que a los hombres, o como en el caso de la dejadez de la intervención del Estado en la educación y las familias que no cuidan su prole. Aunque estemos hablando desde parámetros de mediados del siglo XIX en el mundo anglosajón, muchos de estos debates, y por tanto la actualidad incluso de sus concreciones, aún perviven con mayor o menor intensidad en las sociedades democráticas y modernas. 

Esto es más o menos, según mi entendimiento, el resumen de lo que Mill dice sobre la libertad. Un estimulante ensayo del que muchos están de acuerdo en que no dijo nada original, pero la realidad es que aún se sigue leyendo, y mucho más que las obras de esos otros que lo nutren o a quienes influye. Para entender el porqué quizá debemos apuntar a la claridad expositiva, la perspicacia de las percepciones psicológicas a nivel social e individual, la propiedad de sus ejemplos y el disfrute de seguir sus razonamientos y réplicas a los argumentos comunes, en donde el ensayo cobra ese esplendor que las ideas puras resumidas no desvelan, de tal forma que intentar exponer la estructura de su argumento es como ofrecer un esqueleto para explicar al ser humano. Pero la clave, según dice Hertrude Himmelfarbe en su introducción a la edición Penguin, radica en que Mill convierte la idea de libertad en una doctrina filosófica respetable. Y es que a pesar de ser un acérrimo defensor de la libertad individual nunca pierde de vista la sociedad. No son pocas las veces que se refiere a cómo un Estado, aunque sea con la intención de funcionar mejor, empequeñece a los hombres y se debilita cuando no deja que las fuerzas vitales de sus ciudadanos crezcan libremente.

15 de junio de 2018

El Quijote según Ortega y Gasset

En Meditaciones del Quijote, primer libro de Ortega y Gasset, se esbozan ya, según sus propias palabras, algunos de sus grandes temas, como comprender al hombre y la obra de arte en su contexto para dotarlos de una significación profunda, y una forma de filosofar rigurosa que no desdeña la poesía para expresarse y convertir sus certeros símiles en imágenes reveladoras de la idea o en hilos conductores del pensamiento. He tenido la sensación, leyendo este libro, de que no llegaba nunca al meollo de lo que esperaba por su título, que Ortega y Gasset se dilataba en explicaciones previas, en preparaciones para afinar la mente y permitir al lector ver mejor, incluso a veces parecía perderse en caminos lejanos para regresar a atar en uno o varios nudos los cabos lanzados previamente, y cuando me he dado cuenta, cuando creía que por fin se metía de lleno en el asunto, resulta que había terminado el libro. Puede que la causa radique en que el filósofo había planificado dos meditaciones más que nunca escribió o sencillamente debido a su aproximación externa y general o, como afirma su biógrafo Jordi Gracia, porque se sintió impelido a escribir un libro en donde reunir sus múltiples y dispersos pensamientos escritos en conferencias y periódicos. A pesar de esto el ensayo de Ortega y Gasset resulta una reflexión extraordinaria que reconstruye el sentido de la obra de Cervantes, sin erudición filológica pero con amor filosófico, como nos advierte desde el principio. Su meta no es el estudio del personaje del Quijote sino de la obra el Quijote, de la cual el primero no es sino un elemento del segundo, ya que fuera de su contexto este perdería su verdadera significación, reducido a una cómica y ridícula figura.

La novela de Cervantes es, para Ortega y Gasset, ante todo un estilo, que aspira a entender, no desentrañándola desde la obra en sí, sino desde una mezcla flexible y estimulante de conceptos históricos, poéticos, psicológicos, literarios y filosóficos, en un ejercicio audaz y original que pone en acción una vasta cultura y diversas estrategias interpretativas. La meditación preliminar parte del símil del bosque para hablarnos de la profundidad y la superficie, de dos formas distintas de entender el arte y la realidad misma, ambas con sus riesgos y sesgos, con sus equívocos y sus entuertos, necesarias la una para la otra, interdependientes e inalienables, pero irreductibles a uno sólo de los planos. Según Ortega y Gasset el arte griego y el romano se decantaron por perspectivas distintas, como en la modernidad la tradición del norte de Europa frente a la del sur, entre el mundo profundo de una realidad reconstruida por el ser y el reflejo luminoso de una superficie sin trastienda, de una realidad limitada a su apariencia inmediata. Ambas formas de entender el mundo, sin embargo, se necesitarían. Ortega y Gasset abandera la posibilidad de aunar las dos tradiciones sin complejos, ser capaz de aprender del otro y enriquecerse, al contrario de quienes se escudan en lo supuestamente propio por debilidad. No existe, de hecho, lo propio como algo puro, nos viene a decir, sino una confluencia de multitud de caminos culturales distintos. No obstante, se demora por antagonismos de tradiciones, llenos de tensiones y decisiones que las han configurado en tiempos, ciertamente, de  menor intercambio y comunicaciones entre las gentes de distintos orígenes. 

Sus reflexiones claras y breves sobre la importancia del platonismo en la interpretación de la realidad, esa capacidad de entender que detrás de los pocos y contados árboles que literalmente vemos hay un bosque desmesurado y oculto no por ello menos real, y su defensa apasionada de la integración de las tradiciones griega y romana, la germánica y la latina, frente al patriotismo grosero e ignorante, son los dos ejes en los que pivota su meditación preliminar antes de adentrarse, nada más comenzar la primera meditación, en la ardua definición de la novela. Quien más quien menos sabe lo que es una novela pero su definición, a poco que escarbemos, escapa al fácil entendimiento hasta el punto de que escritores de renombre la han explicado como un género en el que cabe de todo. Ortega y Gasset no se entrega, aunque sólo fuera por no negarse el goce intelectual de la divagación hipotética, a un asalto tan simple. Al contrario de los manuales literarios, considera que los géneros no deberían definirse por su forma sino por su tema, porque en última instancia la forma surgiría como resultado o trayectoria del tema. Y si a cada época le pertenece un género es porque cada género reflejaría una forma distinta de entender al hombre. Lo que el lector esperaba de la épica, ese pasado ideal y arcaizante tan lejano de sus creadores como de nosotros mismos, es distinto a lo que el lector moderno espera de la novela, la reconstrucción de lo que ya conoce. Aunque al mencionar a Aristófanes, por ejemplo, reconoce implícitamente la coexistencia de corrientes distintas en una misma tradición, lo cómico y lo épico en una misma época. 

Llegado a este punto, ¿tiene todo esto algo que ver con la gran obra de Cervantes? ¿Por qué lo dicho es tan importante para comprenderla? Pues bien, Ortega nos recuerda que el Quijote es el libro bisagra de estos dos mundos ya que los libros de caballerías son una forma narrativa que subsistió a partir de lo épico, de personajes únicos y míticos, ideales en sus virtudes, frente a los tipos cotidianos de la novela, irremediablemente cómicos. Cervantes fue capaz de insertar en el mundo realista de la novela moderna el mundo fantástico y legendario de la épica aunque fuera como reflejo imaginario de la psicología, de la cual tampoco podemos deshacernos, porque sin la imaginación, sin el idealismo, sin las virtudes, los hombres caeríamos en la absoluta vulgaridad. Por eso decía Ortega al principio de su ensayo que debíamos entender la novela y no al personaje, porque este no existe sino en función de aquella, ya que sin la novela el personaje no sería sino un loco, pero en ella se convierte en un elemento esencial de la vida. Cervantes consigue reunir así dos tradiciones, la novelística y la épica, la realidad y la imaginación, desvelar las mentiras de las fantasías e insuflar a la realidad la poesía recogida de los rescoldos de esta. Hay un capítulo que me resultó conmovedor, por tratarse de una revelación en el ejemplo más manido, en el que Ortega explica cómo la locura del personaje es la justificación para explicar el episodio de los molinos pero no su único sentido, ya que si bien no existen los gigantes alguien debió haberlos inventado, alguien debió haber visto antes la realidad como don Quijote para que él la hubiera interpretado como tal.


15 de abril de 2018

La Guerra Civil recordada por el filósofo Julián Marías

Tardé años en percatarme de cómo era capaz de leer cientos de páginas de, por ejemplo, Aleksandr Solzhenistsyn, Varlam Shalámov o Primo Levi sobre la resistencia íntima y el horror vivido por sus protagonistas y, sin embargo, me costaba un esfuerzo tremendo leer sobre el dolor y la barbarie de la Guerra Civil Española. Podía imaginarme y reconstruir los terribles sucesos y sufrimientos de esos rusos en gulags o esos judíos en campos de concentración nazis, pero cuando se trataba de españoles matando a españoles, de los bombardeos masivos como el de los miles de ciudadanos huyendo de Málaga, las checas en el heroico Madrid republicano, los fusilamientos sumarios y paseos nocturnos en la retaguardia de ambos lados, los arengas radiofónicas de Queipo de Llano animando a la violación de las mujeres de los enemigos, la otra guerra civil dentro de la guerra civil en las calles de Barcelona o los anticlericales asesinando religiosos sistemáticamente, me entraba tal vértigo y nauseas que paraba durante semanas la lectura. Este malestar se agudizaba cuando leía las burradas cometidas por el bando con cuya mitología me sentía identificado. En esos momentos no podía sino repetir con Stephen Dedalus eso de que la historia “is a nightmare from which I am trying to awake”. Si el dolor de otros seres lejanos ejercía en mí una especie de aviso moral contra el mal, el propio, el del cuerpo social en el que nací, me producía una reacción visceral que evitaba con todo tipo de excusas. Quizá otros hayan sentido algo similar con las tragedias y desgarros de la historia de sus países y, sin embargo, no saquen las mismas conclusiones, pero esto me llevó a pensar en las reticencias en tantas naciones a afrontar el pasado incómodo cuando este aún es relativamente cercano, lo cual no se comprende desde fuera, y en la existencia de un sentimiento nacional, o de un relato emocional común, que algunos sólo descubrimos de forma negativa, cuando este queda perturbado. 

Tras percatarme de este sesgo, por el que lo propio se vive de una forma distinta a lo ajeno, supuestamente con más conocimiento pero también con mayor pasión partidista, pude ir leyendo poco a poco y de una manera más sosegada libros sobre lo que Unamuno llamó la guerra incivil, aunque siempre con temor a encontrarme con alguna nueva barrabasada indigesta a mi sistema emocional más profundo. La bibliografía es tan extensa como apasionante para quien le interese el tema, nuestra guerra civil desató un interés aún vivo entre nosotros y buena parte del mundo, pero leer un libro que indague en sus causas, en el estado de ánimo social anterior y durante la contienda, escrito por quien la vivió y además es uno de los filósofos más importantes del pasado siglo en lengua española, creo que se trata de un hecho poco común. Julián Marías, como Besteiro, el único hombre público del momento al que admiró, apoyó la República y culpó claramente de la guerra a quienes la empezaron lanzándose contra el orden institucional y la legalidad democrática. No obstante, supo mantenerse al margen de la polarización de los bandos y fue crítico con los muchos errores cometidos desde el gobierno de la nación. Según él, se trató de una guerra impensable antes de ocurrir, nadie la quería, y tampoco era previsible. Las razones objetivas que la desencadenaron pudieron provocar lógicos episodios de inestabilidad, pero no fueron tales como para justificar o vaticinar una guerra de tal magnitud. El recorrido de Julián Marías por la quema de iglesias, la crisis económica internacional que propició la República pero también una pronta desilusión, las reticencias de muchos conservadores y ricos al nuevo gobierno, la insolidaridad y miopía de la derecha en el segundo bienio gobernando sólo para los suyos o el estallido interno del partido socialista que se decanta en parte por la revolución, son conocidos por todos, pero lo que hace original este breve ensayo, La guerra civil, ¿Cómo pudo ocurrir?, es la perspectiva interna, entre personal, social y filosófica, de cómo se vivieron los acontecimientos.

Ilustración: Archivo General de la Administración.
Barcelona, muerto en la acera tras un bombardeo
Julián Marías se pregunta cómo pudo ser que en una España en donde se había alcanzado una edad dorada en la ciencia, la cultura, las artes y, después de varios siglos yermos, también en la filosofía, los ciudadanos se encaminaran hacia tal matadero. En un momento de esplendor intelectual, señala, la simplificación ideológica conllevó una retracción de la inteligencia pública. Deterioró así mucho a la República la falta de cultura democrática, ya que sólo se aceptaban los resultados cuando eran favorables. Nos cuenta que la sociedad se politizó hasta el punto de que lo primero y definitorio sobre las personas, sus obras y sus ideas, era su tendencia política, de izquierda o de derecha, y no la veracidad o pertinencia de sus razones. Marías se asombra, y resulta ciertamente asombroso, de que los partidos extremistas a un lado y a otro del espectro político apenas hubieran alcanzado una mínima representación parlamentaria en democracia y, sin embargo, consiguieran ser decisivos en ambos bandos durante la guerra. Su explicación apunta a la repetición y utilización de los medios, es decir la manipulación, como elementos claves en el proceso de radicalización. La simplificación, la reducción a esquemas, la polarización política y la conversión a abstracto del otro, fomentaron que pudiera odiarse al diferente, deshumanizado, exento de sus rasgos personales, y descrito como rojo o facha, entidades abstractas y fácilmente manipulables. De hecho, una vez iniciada la guerra, Marías resalta que el frente más cruel no fue tanto el de la confrontación de los bandos, sino el de cada uno de ellos en sus propios territorios, con el asesinato de quienes no comulgaban con sus ideas, aunque estos fueran neutrales o partidarios sin fanatismo del otro bando, a quienes no se les toleraba y eliminaba, lo cual ejercía un perverso chantaje a quienes no eran beligerantes, y cuya consecuencia, según aprecia, fue el envilecimiento ya que nadie quería quedarse corto ni aparentar menos que los más fanáticos, sobre todo en la zona franquista. 

El ensayo es un acercamiento desde dentro al periodo previo, durante e incluso, someramente, posterior a la guerra, escrito por quien conocía bien la sensibilidad de sus conciudadanos, tenía unas dotes filosóficas poco comunes y demostró siempre una destacada integridad. Algunas de las afirmaciones del texto pueden, por supuesto, ser discutibles pero no puede criticárselo ni por maniqueo ni por equidistante, y probablemente será leído por generaciones futuras como un texto capaz de conjugar la experiencia de primera mano con la agudeza social y la claridad de ideas. En este sentido, Marías subrayó cómo la torpeza y ausencia de una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, la democracia y la legalidad, propició la falta de entusiasmo de los jóvenes y el advenimiento de los extremismos, más pasionales, más amantes de himnos y banderas que de cifras y estadísticas, lo que también ocurrió en la República francesa y en la República de Weimar, lo civil y civilizado fue gris e incapaz de desarrollar una retórica eficaz de la libertad y la convivencia. A pesar de que algunas de estas ideas las integró en su libro España inteligible, este ensayo corto tiene entidad propia y nos recuerda que la memoria debe preservarse, pero dejándola atrás y mirando hacia delante. Esta segunda parte de su afirmación es propia de su inteligencia aguda y se adelanta a reparos actuales, como el de David Rieff en su Elogio del olvido, a ese tópico de la necesidad de mantener la memoria para salvarnos de repetir el pasado. La memoria, sesgada comúnmente y reconstruida desde la perspectiva interesada del presente, se utiliza a menudo para avivar el rencor y la división a través de relatos excluyentes. Por eso la aclaración de Marías parece encontrar el equilibrio perfecto. Es necesario mantener la memoria, al contrario de lo que podríamos deducir de la acertada crítica de David Rieff, pero también es necesario saber dejarla atrás, caminar hacia delante y trabajar por el presente.

15 de noviembre de 2017

Contra los tópicos sobre España y el mundo hispano

En España inteligible, razón histórica de las Españas, Julián Marías no escribe un libro de historia sino un análisis de la historia de España y de su significación. En contra de los historiadores que reflejan una cantidad inmensa de datos sin interpretaciones, es decir, se quedan según él a las puertas de la historia, y de esos otros que imponen al pasado una visión ideológica y sesgada, filtrada por los valores del presente, Julián Marías propone descubrir la razón histórica de la nación española, lo que le antecede y la fecunda para llegar a ser lo que fue y lo que le dio sentido desde la perspectiva de aquellos hombres que la gestaron. Para ello las ideas de Ortega y Gasset son claves en el desarrollo teórico y práctico del análisis de Marías, considerados por muchos los dos filósofos españoles más importantes del siglo XX. La razón histórica, lejos de una teoría extra histórica con corroboraciones puntuales, sería el descubrimiento de aquellas razones que guiaron a los hombres en el drama de su vida frente al mundo, sus decisiones y las circunstancias a las que debieron enfrentarse. Ni las sociedades se comportan como individuos ni la historia puede interpretarse sin estos, nos dice, ya que dependemos tanto de las circunstancias como de lo que él llama la vocación. Es necesario pues recrear y repensar el pasado gracias a la imaginación y leerlo desde el principio, en orden, para que, como en una novela, su significado brote con claridad. 

Julián Marías se opone tanto a la idea de progreso de la historia, que mira cada etapa como un eslabón de una cadena para llegar a una fase siguiente que automáticamente desdeña la anterior por retrasada, como a la visión opuesta de la historia que considera cada etapa aislada de las demás, en repetición constante y vacía de sentido. Es aquí donde aparecen algunas de las ideas más sugerentes de este libro, el hecho de buscar una vía alternativa, creativa y original, para dar sentido a nuestra historia. De la mano de Ortega, a veces para matizarlo, otras para desarrollar sus intuiciones, Marías resalta el aspecto cambiante de la sociedad española, como de cualquier otra en nuestro entorno, pero también la relación existente entre los periodos basados en la aspiración compartida que se proyecta del presente hacia el futuro, que abre y cierra posibilidades para las siguientes generaciones, y que origina una secuencia de acontecimientos que podemos rescatar y rastrear. Dado que España se ha entendido tan mal y sigue sin comprenderse bien, tanto por la derecha como por la izquierda política de los últimos tiempos, ya que cada cual le aplica un sesgo bien distinto pero igual de falseador, y también debido al juicio extranjero que nos ha afectado en nuestra forma de mirarnos a nosotros mismos, Marías propone desprender ese hilo dramático que nos ha llevado hasta el momento actual, hasta lo que somos, para comprendernos más claramente. 

Ilustración: Archivo Anaya
La idea misma de una razón histórica, es decir de una narración, tal y como el propio Marías la llama, que da un sentido al proyecto nacional, que se transforma en sus ideas pero no en la necesidad de una empresa, se adelanta en décadas a los actuales postulados, por ejemplo, de Yuval Noah Harari y la importancia de una narrativa colectiva en la creación de sentido para aglutinar comunidades extensas, aunque esta resulte falsa o incómoda o infundada por los hombres del futuro, a menudo incapaces de entender a sus predecesores. Marías quiere derribar varios tópicos que han lastrado la comprensión del mundo hispano desde el exterior y, más lamentablemente, desde la percepción de nosotros mismos. La primera de las más destacadas es la idea de que el componente moro explica la supuesta diferencia española frente a las otras naciones europeas hoy punteras, que él rebate argumentando que los hispano romanos combatieron a la alteridad musulmana fundando su razón de ser en el cristianismo y la recuperación del reino visigodo (creo que fue Rafael Lapesa quien señalaba que la voz “español”, proveniente del occitano, era utilizada para referirse a todos aquellos cristianos que vivían por debajo de los Pirineos). La segunda es la omnipresente referencia a la Inquisición que, como se ha subrayado en libros recientes como el de Elvira Roca Barea, duró menos y se realizaron menos ajusticiamientos que en otros lugares de Europa, en donde hubo instituciones similares y mucha mayor crueldad religiosa. 

La tercera es el mito de la destrucción de las Américas, contra el que argumenta su falsedad estadística, como probaría la mezcolanza actual en los países hispanos y, al contrario de la América anglosajona, la pervivencia masiva de sus gentes. Unos reinos, virreinatos y territorios de América (el término colonia aparecerá en boca de los criollos independentistas en el siglo XVIII como copia del modelo anglosajón) en donde se vivió durante siglos sin considerables sobresaltos históricos. La cuarta es el mito de la decadencia, ya que todos los países tienen momentos mejores y peores, y lo que en España fue decadencia transcurrió propiamente dicho durante un periodo corto de seis décadas que abarca poco más de la segunda mitad del siglo XVII y tras la cual España pasó de ser el país más poderoso e inigualable de Europa, envidiado y admirado, a uno de los más importantes del continente, que tuvo, por ejemplo, un siglo XVIII de grandes transformaciones modernizadoras, bastante tranquilo si lo comparamos con los dos siglos siguientes, y con un claro crecimiento en los estándares de vida. Y quinta, la idea de nuestro país como un mosaico, una nación de naciones, contra la que argumenta que España, aún teniendo regiones con un carácter fuerte diferenciado, fue la primera nación de Europa y como tal exportó su modelo (como la  noción de “liberal” siglos más tarde) de país aglutinador de pueblos y lenguas capaces de volver a reunirse en una entidad que no era sólo la suma de sus partes, sino una superior, predibujada desde la Hispania romana. 

Pero Marías no se dedica sólo a luchar contra los tópicos con los que nos ven los otros y nos miramos a nosotros mismos, sino que, una vez descartados los azares, las derrotas y lo que no encaja con nuestro pensamiento, apunta a los errores más graves de nuestra historia. Por ejemplo, el hecho de suponer que si España se había definido como cristiana (de ahí su empecinamiento contra la Reforma aunque le costara muchas más pérdidas que ganancias) todos los españoles debían de ser cristianos y, aún peor, debía exigírseles así. O también el caso de la Inquisición que, aunque su periodo de mayor dureza coincidió con el Siglo de Oro, dejó el profundo daño de amedrentar y desincentivar el pensamiento científico y filosófico, consiguiendo la autocensura que encaminaba a los potenciales interesados hacia otros temas y profesiones. El panorama que nos deja tras tanto tópico y tanto error (no más ni mayores que en otras naciones europeas) es, sin embargo, reservadamente optimista. Aunque el futuro, incluso el inmediato, es incierto y cualquier trayectoria puede quebrarse por el azar o malas decisiones, por una ceguera fatal de los ciudadanos o los dirigentes, España y los países hispánicos resuenan en este libro con una fuerza de enorme vitalidad, capaz de dar extraordinarios pintores y músicos, escritores y pensadores, inventores y científicos, y con una historia más larga y fecunda que otras naciones de nuestro entorno. 

Son muchas las ideas que se desgranan en este libro lleno de quehacer filosófico, en donde pensar la historia, aplicando conceptos originales que dotan de un hilo conductor a tantos siglos, convierte esta lectura en un ensayo sobre la historia del mundo hispánico. Aquí reside otra de sus claves. España, junto con Portugal, tiene una peculiaridad; no sólo fue un país europeo sino también uno transeuropeo, lo cual le dota de unas características que, según Marías, no han sido bien comprendidas. El arraigo americano de España es indisociable de sí misma y sin su historia compartida tanto España como el resto de países hispanos no pueden comprenderse a sí mismos. Desde que nos negamos esa historia, por incomprensión, por negligencia, por ideología, por el repudio ante momentos sangrantes, por el efecto de tópicos interesados, por correr a ciegas tras una modernidad que nos viene de fuera o, al contrario, por encerrarnos en nuestras fronteras sin querer saber nada del otro como tradicionalistas provincianos, perderíamos el contacto con nuestra trayectoria histórica y la única forma de entendernos cabalmente. El vínculo hispánico no rechaza, por supuesto, otros vínculos, europeo en el caso de España y americano en el caso de los otros muchos países hispanos, pero Julián Marías también nos recuerda que sería absurdo negar los íntimos lazos fraternos que nos unen como entidad esencial que articula creencias, lengua, cultura, ese espacio común bien real que Carlos Fuentes supo llamar poéticamente el territorio de la Mancha.

15 de septiembre de 2017

La fragilidad de la verdad

Hannah Arendt es un bisturí filosófico implacable que nunca sabemos exactamente a dónde nos va a llevar, sin casarse con nadie, guiados por su filosofar en medio de la selva de la compleja realidad, como si fuera unos pocos pasos por delante de nosotros. El lector parece seguirla en su investigación a través de una aventura intelectual y moral en el que la acción son las ideas y el conflicto entre personajes los giros y vericuetos inesperados de su pensamiento. Para ella la política tiene sus límites en los hechos y la verdad, pero por su misma esencia, por el hecho de ser el campo de lo posible y lo opinable, del entusiasmo colectivo y de las aspiraciones hacia lo aún inexistente, es prácticamente lo contrario a la verdad, que se ve impotente y suele salir derrotada frente a los poderes establecidos. Sin embargo, y a pesar de ser testigo de la gran catástrofe europea de la Segunda Guerra Mundial, Arendt no cae en el pesimismo, para ella la verdad tiene la fuerza peculiar de la resilencia frente a lo perentorio y los continuos intentos de manipularla por quienes ejercen el poder. 

Ilustración: Fred Stein
En su análisis distingue la verdad factual, más frágil, olvidadiza y tergiversable, de la verdad racional, la cual puede resurgir o redescubrirse más fácilmente, por ejemplo un teorema, que la verdad de unos hechos que han sido olvidados por el tiempo. La verdad factual está por tanto en desventaja frente a la verdad racional que a su vez, una vez inmersa en la arena política, está en desventaja frente a la opinión “ya que los hechos dan forma a las opiniones y las opiniones, inspiradas en pasiones e intereses diversos, pueden divergir ampliamente y aún así ser legitimas mientras respeten la verdad factual”. En este campo el mentiroso puede ser tanto o más eficaz que el hombre veraz porque puede inventar un mundo lógico que el otro no puede ya que a menudo los hechos no suenan tan verosímiles o no se dejan interpretar tan fácilmente. Y entre los mentirosos, quienes se engañan a sí mismos son más eficaces y levantan menos sospechas (somos mucho más permisivos con ellos, afirma), que quienes aparecen claramente como manipuladores. 

Cuenta Arendt que en las sociedades totalitarias la manipulación descarada de la historia no lleva a las personas a confundir la verdad con la mentira o a apreciar la verdad cuando esta al fin se dice, sino tiene como consecuencia más común una actitud de cinismo hacia todo lo oficial, es decir, lleva a un adormecimiento de la facultad de discernir entre la verdad y la mentira, que es parte de nuestro equipamiento más o menos eficaz para guiarnos por el mundo. Pero además nos alerta de que en las sociedades democráticas y libres también existen estas fuerzas que desearían aplastar la verdad, y de ahí la transcendental importancia de las instituciones jurídicas y académicas dotadas de mecanismos para defender la verdad aunque resulte incómoda. Sin apenas aludir a nada en concreto pero refiriéndose a su época constantemente, Arendt apunta que si los medios de comunicación van a convertirse realmente en el cuarto poder, tanto en manos privadas o públicas, habrá que dotarlos de mecanismos de defensa frente a la política, ya que sin acceso a la información objetiva la libertad de expresión es una farsa. 

Publicado en 1964 como respuesta a las críticas a su Eichmann in Jerusalem, este breve texto recorre las intuiciones de Sócrates, Platón, Spinoza o Hobbes sobre la verdad y su relación con los otros y el poder, pero también menciona mucho a los padres de la Constitución de los Estados Unidos. Y sobre todo está lleno de perspicaces observaciones de carácter psicológico y social. Pero a mí, por una deformación propia de mis placeres, me ha llamado la atención además algo que no es central al esquema argumental de este ensayo. Para Hannah Arendt la función política del narrador, historiador o novelista, es enseñarnos a aceptar las cosas tal y como son, fortalecer nuestra capacidad de juicio y llevarnos a un proceso similar a la catarsis aristotélica. El origen de la mirada y la búsqueda de la verdad no estaría según ella en la ciencia ni en la filosofía, sino en la obra de Homero, que decidió de manera insólita hablar tanto de los suyos como de los enemigos al mismo nivel, y que influyó definitivamente en Heródoto en su intención de contar para la posteridad los hechos acaecidos tanto por los griegos como por los extranjeros persas.

15 de julio de 2017

Sócrates según Jenofonte

Los Recuerdos de Sócrates escritos por el historiador y militar Jenofonte son una apasionada defensa de su maestro. Comienza asombrándose de cómo pudieron los atenienses ser persuadidos de su culpa y recordándonos a continuación, en unas pocas líneas, en qué consistía la acusación pública contra él: su falta de reconocimiento de los dioses de la ciudad, sustituyéndolos por otras divinidades nuevas, y su corrupción de la juventud. Las anécdotas y conversaciones que le escuchó y compartió con él plasmadas en este volumen de la inestimable Biblioteca Clásica de Gredos, que también incluye sus diálogos El económico y El banquete, están elegidas precisamente para demostrar que esas dos acusaciones eran falsas. Cómo pudo un hombre tan lleno de virtudes, se preguntaba, ser condenado a muerte cuando, muy al contrario, era digno de ser honrado. Tal y como se defiende Sócrates en la breve Apología también recogida en este volumen de la obra de Jenofonte, ni siquiera se le imputaba ninguno de los delitos que conllevaban la pena de muerte. 

Sócrates, según su amigo, criticó a quienes hacían uso de la religión para pedir cosas para sí mismos, sobre todo dinero y poder, ya que consideraba que los dioses ya sabían lo que era bueno para cada uno. También criticó a quienes hablaban del cosmos y las deidades porque hablaban de temas de los que no sabían nada y de los que, por tanto, era mejor no hablar por inútiles. Sin embargo, acudía a los dioses para cuestiones de adivinación y seguía las tradiciones de la ciudad en cuanto a las deidades establecidas. A Sócrates, que como era bien sabido solía estar en lugares públicos concurridos, nadie le escuchó jamás decir nada impío contra los dioses, sino en todo caso contra cómo practicaban algunos la religión. Cuando alguien hacía una ofrenda a los dioses, por ejemplo, no la valoraba por la cantidad dada sino por la medida de las posibilidades de cada cual (casi cinco siglos antes de la parábola de “La ofrenda de la viuda” en los Evangelios de Marcos y Lucas). Y cuando supo, por ejemplo, que Aristodemo no hacía ofrendas a los dioses y se reía de quienes así hacían, lo convenció para que él también fuera agradecido con la divinidad. Estas eran las pruebas que Jenofonte presentaba para rechazar frontalmente la acusación de que Sócrates no reconociera a los dioses.

En cuanto a la acusación de corromper a la juventud, nada podía estar más lejos, según su amigo. En oposición a quienes hablaban del cosmos, cada cual con teorías distintas dependiendo de la escuela a la que perteneciera, a él le gustaba conversar sobre temas humanos como la piedad, lo bello, lo justo, la locura, el valor, la cobardía, la ciudad, el hombre de Estado y el gobierno de los hombres. Al contrario de tantos otros, Sócrates se abstenía de cobrar o de jactarse de maestro o de vivir con lujos que le ofrecían porque, según decía, así defendía su libertad y porque creía que de una relación comercial no podía surgir ningún amigo. A él se le acercaban para aprender incluso los más ambiciosos a pesar de que vivía con poco. Enseñaba a ser positivo para disfrutar de la vida, a ser austero en los placeres para no volverse débil, a entrenarse para mejorar aunque no se hubiera nacido con las mejores cualidades porque conseguía más quien se esforzaba que quien tenía dotes innatas desaprovechadas y enseñaba también a no ser falso ni pretender ser lo que uno no es. Tanto si estaba de broma como en serio (el lado jovial y hasta bailarín de Sócrates dibuja algunos de los trazos más vivos y reveladores de estos textos), Jenofonte consideraba que su amigo siempre hizo bien a quien lo trató y, aunque advertía contra las malas compañías, concedía una gran importancia a la amistad.

15 de mayo de 2017

Dos diccionarios filosóficos: de Voltaire a Savater

Voltaire fue un escritor extremadamente divertido que escondía a un pensador bien serio. Su facilidad para desacreditar las ideas ajenas, desenmascarando sus argumentos con humor desenfadado de espadachín, abruman y despiertan el sentido crítico en el lector. Nunca adolece de sofista ni de cínico porque se lanza a una constante y encendida lucha contra las injusticias y las acusaciones falsas, vengan de donde vengan, aunque en sus Memorias también percibimos a un hombre que disfruta vengándose de sus enemigos y a un crítico insobornable, lo que sin duda contribuyó a hacerlo tan polémico. Bajo un conocimiento profundo y enciclopédico, con ejemplos de la historia o de una historia que ya apenas transitamos, con un contraste continuo de culturas y religiones en su presente y en el pasado, hay también en Voltaire un conocimiento psicológico, que pudieran resumirse en varias ideas sobre el comportamiento humano, que articula sus dardos y argumentos, de tal forma que, por ejemplo, si los hombres de su tiempo estaban llenos de defectos evidentes, los del pasado debieron ser parecidos y los del futuro también lo serán. Por eso se mete sin pudor con vivos y muertos, especialmente con los griegos -de Heródoto dice que no hace sino contar necedades-, con un sentido histórico penetrante y tanto o más revolucionario que otras filosofías bien esquematizadas.

Voltaire aparece ante el lector como un torbellino filosófico que apunta, con gracia e ironía, hacia ciertas ideas establecidas y ridiculiza lo ridículo por muy sagrado que se presente, o transmuta con su mordacidad lo serio en ridículo, salvo la existencia de Dios, que nunca pone en duda. Sin embargo, o quizá por esto mismo, puede resultar contradictorio incluso dentro de una misma obra. Así, en su Diccionario filosófico, sus afirmaciones pesimistas y desengañadas sobre la naturaleza humana en una entrada como la de “Patria” contrastan llamativamente con la de “Malvado”, en donde paradójicamente defiende de manera conmovedora la bondad del hombre por naturaleza. Su virtud no radica en poseer un pensamiento integrado, sino más bien un ojo clínico y certero para desenmascarar con desparpajo el pensamiento ajeno. Quizá por eso hay quienes no acaban de incluirlo entre los filósofos de primera línea, aquellos que construyeron un edificio de argumentos perfectamente articulados para comprender el mundo buscando una idea esencial que lo explicara, lo que según Ortega y Gasset era la tendencia del filósofo frente al escritor, como Stendhal, que gusta de usar las más diversas ideas para vertebrar sus obras, pero lo cierto es que tampoco nadie se atreve a apartar a Voltaire del panteón. Por algo será que no se deciden. Mientras tanto, lo mejor será disfrutarlo en una fuente de inteligencia, sabiduría y humor como es su Diccionario filosófico.

Ilustración: René Magritte,
La clef des songes (detalle)
Esto último también puede decirse con respecto al ameno Diccionario filosófico de Fernando Savater. Sus entradas comienzan por lo común defendiendo la idea o la persona referidas de quienes las denostan, con el ardor de romper tópicos, captados aquí y allá, unos tras otros, y que hacen su filosofar una serie de martillazos contra los prejuicios. La tensión aparente surge de ese descubrimiento continuo de moralistas allí donde a veces uno no los había apenas notado, moralistas en el peor sentido, llenos de prejuicios y moralinas, frente a su apuesta por el sentido moral como parte indiscutible de la inteligencia cívica. Las entradas pueden leerse como artículos o breves ensayos sobre conceptos que subyacen a muchos temas relevantes de nuestra actualidad para alumbrarlos con profundidad, ingenio y, como no, con ayuda de otros pensadores anteriores, que para algo están. Hay en este diccionario referencias al pensamiento de quienes lo han marcado en su trayectoria intelectual: Nietzsche, Hannah Arendt, Bertrand Russell, Foucault, Cioran o Voltaire. Se percibe especialmente su respeto por Emil Cioran y su entusiasmo por Voltaire, de quienes ha hablado muchas veces y traducido libros suyos, así como el aliento de Foucault y su admiración por Rilke o Spinoza, y por esa ilustración menospreciada y entendida de forma tan simplificada que ha quedado reducida a una diana facilona. 

Savater es más justo con Heródoto que Voltaire cuando explica que el gran historiador griego de Halicarnaso, actualmente la turística Bodrum, fue el primero en utilizar la palabra democracia y exaltarla frente a la tiranía. Pero Voltaire vivía rodeado de una idealización de los clásicos, que eran tomados como modelos de imitación en las más diversas áreas, desde la arquitectura y la escultura a la pintura y la literatura, mientras Savater vive en un mundo que desprecia a los clásicos grecorromanos como antiguallas académicas que no aportan rédito económico y a quienes ya casi nadie lee. Esa idea griega de democracia, nos recuerda, está emparentada con la filosofía, que aunque pueda llegar a negarla no puede crecer sin ella, y cuya principal aportación es el concepto de individuo. De una forma similar acude a sus pensadores favoritos para apoyar su pensamiento y fortalecer sus coincidencias. De Voltaire recoge entre otras cosas su europeísmo y de Bertrand Russell, por ejemplo, su racionalismo y su compromiso por la paz, su rechazo a las religiones y su idea de que cada hombre busca la felicidad. Así van desplegándose excelentes reflexiones sobre algunos de los temas habituales de Savater: el nacionalismo, la estupidez, la ética, la religión, la naturaleza humana, la muerte, la lectura o la democracia. Pasen y léanlo, pueden hacerlo abriendo el libro al azar, empezando por el final o, como si fuera un ensayo o una novela, de la A de “Alegría” a la V de “Voltaire”.

15 de septiembre de 2016

La libertad según B.F. Skinner

Para Skinner la libertad queda reducida a casi nada debido a la ineludible existencia de contingencias superiores o a la necesidad de una autoridad que, en el mejor de los casos, plantea los estímulos negativos de tal forma que no sean directamente perceptibles. Los defensores de esa entelequia llamada libertad habrían conseguido, con sus esfuerzos, poner remedios a las duras condiciones climáticas, a las situaciones políticas más autoritarias y a ciertas formas de presión social, pero los seres humanos seguimos atrapados en un sinfín de contingencias naturales y sociales de las que apenas podemos vislumbrar una salida. El deseo de escapar y evitarlas, eso sí, jugaría un papel más importante en la libertad cuando la situación es producida por otras personas. En tal caso, podemos aceptar la situación en la que nos encontramos, pero también podemos huir o rebelarnos, con el riesgo de desviar nuestra agresividad hacia quienes no son culpables. Los discursos sobre la libertad estarían motivados por cualquiera de esas dos reacciones de rechazo hasta el punto de que, según Skinner, el pensamiento sobre la libertad está pensado para estimular a la gente a la acción pero no imparte ningún conocimiento sobre la libertad. Estaríamos ante una incitación a la liberación pero no ante una verdadera filosofía de la libertad. 

Estas filosofías de la libertad harían aún más desdichados a sus seguidores ya que revelan el estado de opresión en el que se encuentran y apuntan hacia los culpables, de quienes deben liberarse, desde los tiranos hasta padres, profesores, militares o religiosos dominantes, pero no resolverían nada o casi nada. La falacia de la tolerancia absoluta, personificada en el buen anarquista que gusta de trabajar honradamente, aprende con atención y entusiasmo, trata bien a los demás e intercambia con ellos sus bienes de una forma justa, sin necesidad de autoridad ni gobierno, no superaría la prueba de las demasiadas y evidentes imperfecciones humanas. Si la filosofía de la libertad ha sido importante es porque, según Skinner, la gente se somete con demasiada facilidad a los estados de dominación, a lo que estas incitaciones de liberación sirven de contrapunto o formas de suavizar el control. En este sentido, los diferentes agentes que ejercen la autoridad han abandonado históricamente las técnicas aversivas según han ido comprendiendo que son mucho mejores otras técnicas más sutiles. Así, el castigo del profesor se ha ido cambiando por múltiples estrategias pedagógicas o el fomento del temor al castigo divino ha sido sustituido por el amor a dios. 

Este cambio del uso del refuerzo negativo por el refuerzo positivo como un premio tiene consecuencias mucho más difusas, en las que entran las relaciones beneficio coste o los sesgos, pero no genera rechazo o miedo. Existen, según Skinner, muchas maneras de mantener a los seres humanos tranquilos y hasta contentos con su estado de dominados, desde el pan y el circo, los espectáculos masivos y deportivos, al acceso al alcohol o a las drogas legales, y la laxitud con respecto a la pornografía. En cualquier caso la libertad, que ha sido frecuentemente interpretada como una huída de algo o alguien o como hacer lo que a uno le diera la gana, no estaría relacionada con sentimientos sino con las contingencias de refuerzo positivo y negativo. El conductismo de Skinner considera la libertad como una función de las situaciones de refuerzo ambientales. Su pensamiento va más allá de la breve historia de la psicología para entroncarse con la corriente determinista de una historia del pensamiento que demuestra conocer bien, pero para dejar la libertad a la altura de un engañabobos para niños. Sin embargo, sus ideas resultan sugerentes, por ejemplo, como base crítica para analizar los sutiles desarrollos de los mecanismos de dominación en sociedades modernas, plurales y democráticas como las nuestras.

15 de junio de 2016

Walter Benjamin en Moscú

Walter Benjamin fue uno de esos tantos intelectuales que viajó y dejó constancia de sus impresiones y experiencias en los primeros años de la Unión Soviética y que, hoy en día, bien pasados los fulgores ideológicos de la guerra fría, resultan de interés histórico para comprender el acercamiento a la revolución de pensadores como él y para revelarnos detalles de la vida cotidiana y de sus gentes, con los ojos de un observador atento, perspicaz y ávido por entender el experimento social que se estaba llevando a cabo en su tiempo. Su viaje a Moscú transcurrió entre diciembre del 26 y febrero del 27, años de relativa calma en la Unión Soviética antes del inicio de la gran represión de Stalin. Sus impresiones quedaron plasmadas en dos textos emparentados, con reflexiones y anécdotas repetidas, pero tratados diferentes, casi de una manera opuesta, como corresponde a dos géneros, y por tanto a dos formas, distintos. Uno es un artículo extenso titulado “Moscú”, recopilado en el libro Imágenes que piensan y también, en un fragmento menor, en Escritos políticos, de la misma editorial y serie. El otro texto es un diario de viajes, conocido como su Diario de Moscú, en el que percibimos el fluir errante de las experiencias que lo llevaron a las puertas de las ideas cristalizadas en el artículo, pero que está impregnado de sus emociones más íntimas hacia sus conocidos y lugares visitados, de reflexiones artísticas acompañadas de las vivencias que las provoca y observaciones de la vida según aparecen en sus paseos por la ciudad. 

Mientras en el artículo cada uno de sus bloques está regido por un tema o idea, con un desarrollo y una conclusión que a menudo aparece al principio, su estructura trabajada y perfectamente delimitada desaparece en el diario ante la prevalencia de los acontecimientos diarios. Aunque en Walter Benjamin nada es exactamente blanco o negro, sino una serie de observaciones y reflexiones que dejan al lector una visión llena de claroscuros, Moscú está representada de forma mucho más optimista y entusiasta en el artículo que en su diario, en donde la pobreza, la censura o la falta de inteligencia de los dirigentes afloran en diversas ocasiones. La razón de esta diferencia en el tono puede estar en el distinto lector a quien van destinados los textos o en el compromiso público del autor con la revolución, que dejó las impresiones más críticas para su diario, o en cualquier otra conjetura que soy incapaz de imaginar. El hecho es que muestra mucha mayor vitalidad en el artículo que en el diario. En el primero hace descripciones meticulosas de los objetos a la venta en las tiendas y en exposición de los museos o muestra sus esperanzas en las medidas del gobierno bolchevique, mientras en el segundo las menciones a tiendas son muchas pero efímeras, como quien hace una recopilación en donde apenas se especifica si ha encontrado algo interesante y, sin embargo, está lleno de anotaciones sobre sus muchos momentos de cansancio producidos por el esfuerzo físico de caminar tanto o por el frío que hiela o por permanecer de pie mucho tiempo o por estar rodeado de gente que habla un idioma que no conoce, y cómo todo esto le afecta y lo limita enormemente. 

A mí me parece que el diario ha sobrevivido mucho mejor, tanto por el seguimiento emocional e intelectual que podemos hacer de su autor como por los hechos que han venido a demostrar el abuso y el horror del bolchevismo. Ha sido la lectura del diario lo que me ha animado a releer el artículo y a escribir estas líneas sobre Walter Benjamin, quizá porque el diario posee, además, varios componentes de carácter novelesco, que lo cohesionan y le dan coherencia: Su amor por la actriz Asja Lacis y su amistad con el dramaturgo Bernhard Reich. Los cambios de humor de los tres, sus encuentros y desencuentros, las peleas entre ellos, las malas respuestas, los actos de amistad y preocupaciones de unos hacia otros contribuyen a crear un pequeño drama que no aparece central al diario hasta bien avanzado, cuando adquiere una dimensión preponderante. Sus primeros intentos de acercarse a Asja y recibir un beso de ella, generalmente sin éxito, son casi anecdóticos, pero poco a poco el diario se llena de un tira y afloja entre besos de distinta intensidad, abrazos repentinos, recuerdos de un pasado erótico común y cogidas de mano que resultan a la vez intensas y conmovedoras, con ese extraño poder sensual de la castidad. Es un diario de amor, de un amor que pudo ser pero que dejó pasar en su momento por el afán intelectual y viajero, y que ya, en las nuevas circunstancias, difícilmente puede reavivarse. La impotente constatación, con sus esperanzas rotas y anhelos de promesas deshechas, de la imposibilidad de retomar aquellos otros días de pasión en Nápoles.

15 de marzo de 2016

La libertad según Karl Popper

En el verano de 1958 Karl Popper pronunció una ponencia titulada “A propósito de la libertad” en una pequeña población austríaca que, a juzgar por las fotos en internet, es un paraje de lo más hermoso, sobre todo para quienes, siendo de tierras áridas y costa como yo, quedamos maravillados ante las extensiones de montañas y valles verdes con casas que se integran con encanto en el paisaje. No es casualidad que Popper comenzara su charla aprovechando una conjetura sobre el origen de suizos y tiroleses. El deseo de libertad de sus primeros pobladores, que habrían llegado huyendo de enemigos más poderosos para evitar ser subyugados, sería mayor que los inconvenientes de vivir bajo las duras y austeras condiciones de vida propiciadas por el entorno frío, en donde apenas podía cultivarse durante largos periodos del año. Esta misma idea, la preferencia por la libertad antes que por la comodidad o la riqueza, surge al final de la ponencia como la única garantía de convivencia entre individuos digna de un ser humano y la única forma en la que podemos ser completamente responsables por nosotros mismos. 

El deseo de libertad, según Karl Popper, ya existe en los animales y en los niños y cualquiera lo entiende y puede apreciarlo, pero se vuelve problemático cuando los seres humanos nos relacionamos en sociedad. Aquí entra en juego la ética: La libertad absoluta de un individuo podría dañar la de otros. Popper nos recuerda que Kant fue el primero en resolver este problema de la libertad al trasladar al Estado la responsabilidad de velar por ella, imponiendo límites a los ciudadanos, siempre y cuando utilice ese derecho sólo para asegurar la convivencia. Pero esa definición no sería suficiente para saber si vivimos en un Estado de ciudadanos libres, es decir, un criterio de libertad política. Para Popper, somos libres si podemos librarnos de nuestros soberanos sin derramamiento de sangre, por decisión de una mayoría. Criterio que reconoce tosco, al no decir nada de la importante cuestión de las minorías, pero que sirve para una evaluación clara de la libertad en los Estados, permitiéndonos distinguir si estamos ante una democracia o una tiranía, más allá de las palabras con las que ellas mismas u otros las clasifiquen.

A partir de aquí Popper propone cuatro tesis. En la primera defiende la idea de que, aunque tenemos mucho que mejorar, vivimos en la mejor de las sociedades de las que tenemos constancia histórica. Debemos recordar, siguiendo una advertencia del propio Popper sobre la necesidad de la comprensión del contexto histórico para entender una obra filosófica, que esta afirmación se refiere a las contadas democracias europeas durante la guerra fría. La segunda tesis nos invita a ser cautos a la hora de esgrimir la libertad y la democracia como causas de nuestro bienestar. Estas ni producen ni reparten nada en el sentido material y resulta peligroso engañar a la gente diciendo que con ellas tendrán más cosas. La tercera tesis, ligada a la anterior, dice que no podemos escoger la libertad porque nos de cosas sino porque, como Demócrito, la amamos por encima de las cosas. Y la cuarta tesis nos recuerda cómo la libertad ha sucumbido muchas veces en la historia, es decir su defensa no garantiza ninguna victoria, y cómo puede degenerar en terrorismo o conducir a la servidumbre más extrema. Lograr lo mejor de ese anhelo de libertad, nos dice, depende en gran parte de nosotros.

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