15 de agosto de 2019

¿Vivimos un deterioro del vocabulario emocional?

Es evidente que si yo escojo un ejemplo de una película del pasado en el que se reflejen muchas emociones y otro de una del presente en el que estas apenas aparezcan eso no demuestra nada sobre los tiempos pretéritos frente al presente, ya que en todas épocas pueden encontrarse obras que reflejen más o menos, mejor o peor, el abanico de emociones humanas, pero no puedo sustraerme a la impresión de cierto deterioro en la expresividad emocional de los héroes populares actuales. Humphrey Bogart, por ejemplo, desplegó una amplia paleta de emociones en sus distintos papeles, rabia, celos, ternura, suspicacia, prepotencia, deseo, sorpresa, lealtad, y nadie dudó de la firmeza y resolución de sus personajes, es decir, del tipo duro que encarnaba. Cuando lo comparo con el último James Bond, con su sempiterno rostro de tenacidad malhumorada, o cualquiera de los héroes de acción contemporáneos, constato la reducción a casi cero de sus papeles, la no expresión como ideal. No se trata tanto de una cuestión de la capacidad actoral, los guiones ponen a los personajes en situaciones tales que sus reacciones resultan esenciales para el devenir de la historia y otras veces las emociones se deducen de la acción. Quizá, insisto, el error sea mío por comparar a grandes actores en grandes películas del pasado con quienes ahora protagonizan productos comerciales más bien irrelevantes. Y esto, sin comparar el presente al cine mudo, en donde reside quizá, aparte de necesarios amaneramientos teatrales, uno de los tesoros emocionales más ricos y emotivos del arte. 

Sé que el pesimismo tuvo un prestigio excesivo hasta no hace mucho, muy probablemente suscitado por los desastres de la primera mitad del siglo XX, así como el optimismo tiene hoy una consideración desmesurada cuando alcanza apoteosis como la del pensamiento desiderativo -una derivación del pensamiento mágico-, pero no sólo en el cine, también en el uso del vocabulario emocional me pareció detectar esta precariedad de los tiempos modernos frente a los pasados al fijarme en las palabras castellanas relativas a ponerse en la situación del otro, de las que nombro las siguientes:

  • Compasión: Definida en la RAE como sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien, pero tanto la Wikipedia como el diccionario Vox añaden que este sentimiento impulsa al que lo siente a aliviar el dolor o sufrimiento del otro, o a remediarlo o evitarlo. 
  • Conmiseración: Parece que todos están de acuerdo en que se trata de un sentimiento de pena y dolor por la desgracia o sufrimiento ajeno, pero este no conlleva el impulso hacia la acción. 
  • Misericordia: Esta es la inclinación o virtud de sentir compasión por quienes sufren y ofrecerles ayuda. Diríamos, por tanto, que cualquiera puede sentir alguna vez compasión pero hay quienes son misericordiosos por carácter. La etimología según María Moliner está relacionada con el corazón.
  • Comprensión: Es la facultad del ser humano o facilidad para percibir cosas y tener una idea clara de ellas. Esta habilidad puede ser de tipo intelectual, puntos de vista, o de tipo afectivo, emociones.
  • Lástima: Sentimiento de tristeza y ternura producido por el padecimiento o males de otro. 
  • Piedad: Virtud que inspira actos de amor al prójimo. Su etimología está relacionada según María Moliner con “sentir”, “inspirar” y “mover a”. Con frecuencia se la nombra junto a la compasión, la lástima, la misericordia y la conmiseración. 

La relación de estas palabras con el cristianismo no pasa desapercibida a nadie, ni siquiera a quienes no tienen educación religiosa, pero muchas de estas palabras han caído en desuso connotadas como negativas o asociadas a una cultura con ecos rancios del pasado, quizá como consecuencia de una cultura moderna individualista y vital especialmente reacia y susceptible a la condescendencia y al sentirse subestimado, lo cual nos parece hoy implícito en algunos de estos términos. De hecho recelamos de la mayoría de ellos, se han convertido en un tabú o en un indicador de una fe fanática, y prácticamente han desaparecido de cualquier conversación. Mi sospecha es que el abandono del cristianismo de forma masiva, y no sólo en España, ha dejado un páramo en el vocabulario emocional subrayado y cultivado con esmero por siglos de cristiandad, aunque el origen de estos términos no tenga por qué ser religioso. Pero conviene mencionar también un grupo de palabras que están relacionadas con la incapacidad de ponernos en la situación del otro, es decir con su opuesto, y que son muy comunes hoy en día: insensible, inconmovible, inconsciente, impasible, frío, indiferente. Este vocabulario refleja la variedad de términos existentes en nuestra lengua al respecto y, por sus connotaciones en general negativas, el fuerte reproche social que despierta la incomprensión o el desprecio del sufrimiento y de las emociones de quienes nos rodean. 

Tras leer la lista de estas palabras uno se pregunta qué hueco ha venido a cubrir un término relativamente reciente como la empatía, qué nos aporta de nuevo y qué nos enseña. En efecto, la empatía es la habilidad para ponernos en la situación emocional del otro, y en ese sentido es más general y clara que el vocabulario listado antes, al igual que la comprensión puede entenderse como cognitiva o afectiva -más que una emoción es una capacidad-, y suele asentarse en un elemento científico, las neuronas espejo, aunque su concepción es previa a este descubrimiento. La empatía fue considerada por Carl Rogers como una escucha especialmente atenta a las emociones reflejadas a medias por el paciente, justo por debajo del nivel literal, cuando este habla. Este vocablo ni sustituye a algunas de las palabras anteriores ni se hace un espacio entre ellas, más bien se asienta sobre un terreno previamente vaciado, y de ahí su éxito, hasta el punto de encontrarlo en expresiones como “empatizo mucho con esa persona” en el sentido de llevarse bien o de tenerle simpatía, que como indica María Moliner es una “actitud afectiva hacia una persona por la cual se encuentra grata su compañía, se tiende a encontrar bien lo que ella hace, se desea que le sucedan bien las cosas, se tiende a tomar su partido en una disputa,…”, y es que la simpatía -¡vaya con las sorpresas de la etimología!- puede traducirse en su origen por “sufrir juntos”. Como muchas emociones, la empatía puede incitarnos a la acción pero el término en sí no parece incluirla, de tal modo que podemos irnos a la cama moralmente satisfechos de haber sido muy empáticos sin haber hecho nada por el otro. Y es que, al contrario de lo que piensan muchos de quienes lo tienen por antigualla, en cuestiones morales el cristianismo hilaba fino. 

El vocabulario emocional nos ayuda a detectar, evaluar, entender e incluso controlar las emociones mediante la reflexión, ya que ponerle una palabra adecuada a una sensación en principio confusa es limitarlo y explicárselo a uno mismo. Ha brotado en las lenguas, y se ha traducido de unas a otras, como conocimiento compartido para formar parte de un acervo cultural previo a nuestro nacimiento, un regalo pulido durante siglos con el que podemos comunicarnos y entendernos. Para esto los alemanes tienen una de las palabras más hermosas que conozco, wortschatz, vocabulario en castellano, que literalmente significa el tesoro de las palabras. No creo que perdamos emociones si perdemos las palabras que las definen, ya que no comparto la idea de que el lenguaje configura la realidad como si las palabras fueran una varita mágica, pero estoy convencido de que perderemos claridad de ideas con respecto a ellas. Pesimista y meditabundo he releído las clasificaciones y agrupaciones elaboradas por José Antonio Marina y Marisa López Penas al final de su Diccionario de los sentimientos y, para mi sorpresa, me he llevado una alegría. La inmensa mayoría de las palabras del diccionario emocional siguen estando vigentes, tan vivas y resplandecientes como de costumbre, y lo que yo creía una amenaza al vocabulario sentimental como síntoma de nuestro tiempo quedó sólo en la constatación de una pequeña fracción cambiante, la cual acarrea sin duda una pérdida de matices y quizá una mirada distinta.

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