15 de abril de 2025

Conducta y control social

El método Ludovico que se aplica al violento y jovencísimo Alex para que cada vez que desee hacer algo malo sienta unas nauseas de las que solo puede escapar portándose humilde, casta y amablemente, es un trasunto claro de las técnicas psicológicas conductistas que ya en la época en que La naranja mecánica fue publicada (1962) habían alcanzado o estaban a punto de alcanzar una alta contestación, con críticas desde la psicología del procesamiento de la información en obras como la de Neisser, la analogía del ordenador, la psicología experimental británica con Barlett, Craik o Broadbent, la psicología aplicada norteamericana, el propio conductismo mediacional o la lingüística de Noam Chomsky. A pesar de las muchas críticas que puedan hacérsele, el conductismo tuvo el mérito de haber planteado un enfoque rigurosamente experimental en el que los procesos internos no tenían relevancia o no debían tenerse en cuenta porque aún no había tecnología para analizarlos científicamente, por lo que enfocaba su atención en la conducta. De hecho, el método conductista funciona bien en ciertos casos, con ciertos animales y según qué condicionamientos, siendo especialmente eficaz en humanos en la inducción de miedos -el caso paradigmático del pequeño Albert- o como base de las terapias de superación de fobias. Estos éxitos no pueden ocultar los muchos fracasos, limitaciones -las derivas instintivas descubiertas por los Breland- y programas de dudosa moralidad como los de cambio de orientación sexual que tanto daño hicieron en tantas partes del mundo sin beneficio ni logro de sus fines. El objetivo era cambiar la conducta. Es decir, Anthony Burgess sabía de lo que hablaba. Su novela no era una fantasía más, sino que estaba asentada en la crítica de una corriente psicológica influyente en su tiempo, usando como línea de ataque una base filosófica inspirada por el catolicismo para llegar a una defensa de la libertad del yo, algo de lo que Skinner, como el doctor Brodsky de la novela, se hubiera mofado. 

Este método de la novela consiste en establecer una asociación entre el malestar físico producido por una inyección y el visionado de una serie de películas, en este caso violentas, para que el sujeto tenga una reacción de desagrado cada vez que ve ese tipo de imágenes y, en última instancia, cuando experimenta situaciones similares en la realidad. Esto, ciertamente, funciona en el condicionamiento con ratas a la hora de asociar la comida al malestar producido por una solución inyectada, en una evidente función de supervivencia. Al igual que en humanos, la aversión a la comida puede darse en una sola toma y con un espacio relativamente largo tras la ingesta -existe una aversión a la comida característica de quienes están bajo tratamiento de quimioterapia-, pero su eficacia me parece dudosa si se inyectara una sustancia desagradable a humanos antes de la exposición a la violencia. De hecho, me llamó la atención que después de las sesiones de películas Alex comiera con tantas ganas y placer. Salvo que se tratara de una inyección de tal tipo que desapareciera su efecto o recuerdo antes de la comida lo previsible sería que la aborreciera -todo es posible en la ficción y justo es que así sea-. Una vez condicionado, la violencia le produce nauseas sin necesidad de ninguna inyección y este proceso solo se revierte, después de su liberación, tras tirarse por la ventana del piso al que le han llevado los amigos políticos del escritor. Se da por supuesto que a consecuencia del golpe queda curado del condicionamiento recibido, sin sufrir más nauseas cada vez que piensa en violencia o sexo, cuando insulta o amenaza, o cuando escucha música clásica, pero este recondicionamiento -que existe pero a través de otro programa de refuerzo- suena más literario que psicológico, ya que eso de darse un tortazo para volver a funcionar recuerda a los golpes que se le daba antes al televisor o a la radio cuando no funcionaban bien (a veces lo conseguían). 

Tras someterse al método Ludovico, Alex queda libre sin ningún programa de reinserción laboral y social, a la merced de sus víctimas de las que no puede defenderse, lo que funciona magníficamente en la novela como una forma de expiación del pecado en la vida real, sufriendo a manos de quienes él hizo sufrir, en el mismo orden. Alex se convierte, en el mejor de los casos, en un utensilio político tanto del gobierno como de quienes están en contra de este. Mientras los primeros buscan eliminar la delincuencia y reducir la saturada población penitenciaria para meter a presos políticos, el personaje del escritor -al igual que el cura y el propio Burgess- cree que han hecho de Alex una máquina que no puede decidir entre el bien y el mal sino hacer solo lo socialmente aceptable, controlado por el Estado, carente de elección, y lo usa como arma en su lucha política. Alex había dejado de hacer el mal gracias al método Ludovico pero también había dejado de defenderse contra el mal, ya que había anulado las respuestas agresivas que han pervivido en nuestra especie, en buena parte, como defensa ante agresiones. Pero una vez de vuelta a las andadas, “curado”, en el último capítulo -tan importante para Burgess- que no aparece en la película ni en la edición norteamericana, se nos presenta a un Alex que experimenta aburrimiento ante la violencia, ya no le encuentra placer, y aunque al principio piensa si será por las inyecciones recibidas en la cárcel, finalmente atribuye su cambio a la edad después de su encuentro fortuito con uno de sus antiguos compinches, Pete, que ha rehecho su vida con una esposa. En vez de vivir el presente ahora Alex piensa en el futuro, en vez de destruir ahora piensa en crear una familia. Ante este final de la novela no he podido evitar pensar que si la razón del cambio de Alex radica en la madurez entendida como el cambio de edad por sí mismo, más que libertad hay aquí otro determinismo, en este caso biológico, quizá no tan diáfano y tajante como el del condicionamiento, pero a la postre decisivo. 

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