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15 de marzo de 2023

Del humor desternillante al drama kafkiano

En La casa del ahorcado (2021), Juan Soto Ivars partía de conceptos como el tabú o la religio para darle sentido al rompecabezas de ciertos fenómenos sociales de actualidad. Seguía las investigaciones de Jonathan Haidt para relacionar el infantilismo de los adultos con el moralismo y asociaba el auge del identitarismo con la expansión de las redes sociales, tema que había tratado en su ensayo anterior, Arden las redes (2017). La idea era que una vez perdido el relato común como sociedad surgían con fuerza grupos identitarios que se enfrentaban unos con otros, lo que no podía ser sino consecuencia de cierto fracaso económico, cultural y social que, en España, se había agudizado con la crisis económica, reduciendo la movilidad social de los jóvenes. La confianza según él se había sostenido en el progreso, es decir, la idea de que los hijos vivirían mejor que los padres y, por tanto, la frustración de esas expectativas explicaba muchos de los fenómenos sociales de la segunda década del siglo XXI. Sin embargo, la virtud más destacada del libro, en mi opinión, era la de unir algo supuestamente ancestral como el tabú, asociado a la antropología y las culturas antiguas, con los fenómenos más actuales de nuestras sociedades conectadas, mostrando cómo siguen operando en la vida moderna. El tabú no desaparece, se desplaza, venía a decirnos, y con la aparición de nuevos valores y nuevas tecnologías surgen nuevos tabúes. El interés del libro radicaba sobre todo en cómo hacía acopio del material de distintas disciplinas como la antropología, la psicología o la sociología para explicarnos la realidad más actual, que, al contrario de lo que parece, suele ser más evanescente, polémica y difícil de interpretar que el pasado, ya fijado y más dócil. En sus páginas salían nombres como el de Steven Pinker, Jonathan Haidt, Jordan Peterson, Camille Paglia o Antonio Escohotado, pero su ensayo, escrito con el pulso del periodista, dejaba sus propias ideas casi siempre condicionadas a un “creo”, “me parece” o “como hipótesis”. Una noche, presentando ese libro en Pamplona, Soto Ivars puso un ejemplo sensible en la ciudad, y al observar cómo reaccionaba el público cuando se le explicaba la verdadera historia de una noticia que los medios de comunicación habían difundido tergiversada, tal y como la conocimos la mayoría de los españoles, se pone la simiente para su siguiente libro, Nadie se va a reír

El título proviene del título del primer relato de El libro de los amores ridículos del escritor Milan Kundera, quien ha reflexionado en no pocas ocasiones sobre el humor y la novela, con gran admiración por Cervantes y Sterne, pero también, no nos olvidemos, sobre la asfixia de la vida diaria en el sistema totalitario comunista, y de quien Soto Ivars cita una frase suya para introducir cada uno de los 27 capítulos del libro, todas con acierto. Y es que Nadie se va a reír es un libro con una primera parte desternillante en la que nos cuenta los actos de un tal Anónimo García y el grupo Homo Velamine, quienes se autodenominan ultraracionalistas. Anónimo, que es su pseudónimo artístico, es un admirador de Luis Buñuel, André Bretón, John Kennedy Toole y El último caballo, aquella película tierna y divertida de Edgar Neville con un joven Fernando Fernán Gómez de protagonista, lo que nos sitúa en las coordenadas del surrealismo, el humor absurdo e ingenioso, y la nostalgia por un mundo que quizá nunca existió pero que sería mejor que el egoísmo y la fealdad motorizada del mundo moderno. Este grupo pequeño se lanza a realizar actos ultraracionalistas por Madrid, aunque pronto se expanden o se alían con otros grupos artísticos minoritarios en distintos lugares de España. Se presentan en la victoria del Partido Popular en Génova con carteles de “Hipsters con Rajoy” o vitorean “Ano, Ano, estamos con Mariano”, sacan una bandera de España atada al palo de una fregona en medio de una manifestación de izquierdas, aparecen en el segundo congreso de Vistalegre vestidos de religiosos con pancartas de “Pablo, amigo, dios está contigo” y pidiendo la unidad de un partido que se escindía y de este con dios, se sacan una foto con Esperanza Aguirre con una camiseta con el acrónimo FEA (Feministas con Esperanza Aguirre), cuelgan una pancarta con el lema a “A cada Botella le llega su dos de mayo” -referencia a Pepe Botella-, pegan pegatinas en coches con el lema de “Cuatro ruedas sí, dos piernas no”, paran el tráfico en la Gran vía con la figura de un caballo al grito de “Abajo el mundo moderno” -recuerden la película de Neville-, despliegan una enorme bandera nacional que reza “Viva España feminista” al paso de una manifestación del 8M o, en el caso del comando Cataluña, se plantan en la calle en pleno pulso soberanista disfrazados de turistas con carteles de “Turistes pel sí”, para tener así un país nuevo al que visitar. 

Por algunos de estos actos salen en las imágenes de los medios, por otros se llevan palizas, otros enfadan a quienes no iban dirigidos y arden las redes con insultos, otros despiertan la extrañeza de encontrarse a un chiflado en medio de un contexto serio, a veces incluso levantan la sonrisa de algún ciudadano perspicaz, y otros pasan inadvertidos, como todo lo incomprensible que dejamos pasar porque no nos encaja en ningún esquema predeterminado. Hay en ellos la intención de cuestionar nuestra complacencia ideológica, venga del lado que venga. Un acto ultraracionalista se sabe como empieza pero, tal y como se repite en el libro, nunca se sabe cómo acaba. Por los ejemplos puestos arriba se ve que el humor es un factor imprescindible, pero ninguno de ellos conlleva ofensa, salvo que uno tenga la piel muy fina, y es ahí en donde el acto ultraracionalista cobra sentido, no en lo que dice, sino en la reacción que provoca. Idear uno de estos actos es como plantear una hipótesis, un tanteo sobre algo que podría ser polémico pero sin hacerlo evidente para ver qué reacciones suscita, y según estas se va coligiendo lo tolerable y lo no tolerable, lo que revela el tabú y cómo este funciona distinto según cómo se identifique cada cual, es decir, entronca como anillo al dedo con el libro anterior de Soto Ivars. Pero esta historia no se cuenta porque sea divertida, sino más bien por lo contrario, porque en la segunda parte se convierte en un drama kafkiano para Anónimo García -progresista, activista de Greenpeace, feminista, luchador por la libertad de expresión, teórico del arte-, cuando, harto de que le mencionen el caso de la violación de La manada cada vez que va a Pamplona a ver a su familia y de que los medios estén todo el día retransmitiendo imágenes de la ciudad con todo lujo de detalles de los lugares por donde sucedieron los hechos y pasaron los violadores (distancia de pasos y minutos transcurridos, lugares en donde habían comprado camisetas, banco en el que se habían sentado), decidió crear una página web en donde se ofertaba un falso tour de La manada con la información aportada por los propios medios, para burlarse del show en el que estos habían convertido el caso y ponerlos ante el espejo. Es entonces cuando cobra sentido literal el subtítulo de este libro de Soto Ivars: La increíble historia de un juicio a la ironía.

15 de septiembre de 2020

Los pilares del progreso

En su último libro, Enlightenment Now, the Case for Reason, Science, Humanism and Progress (2018), Steven Pinker acusa a muchos de los intelectuales que dicen llamarse progresistas de odiar el progreso, de creer que se trata de una quimera u otra religión propia de optimistas mal informados, cuando la humanidad ha mejorado según una multitud bien larga e importante de estándares que desgrana uno por uno con multitud de datos, estadísticas y explicaciones de fenómenos psicológicos por los que tendemos a cegarnos ante la realidad de esas buenas noticias. Lo cierto es que, a pesar de la que está cayendo con la pandemia del Covid-19, este libro resulta convincente, incluso arrollador en sus argumentos al estar acompañados de tanta información empírica y estadística. Vivimos una realidad mediática en la que las buenas noticias no son noticia, ya que estas no excitan nuestra atención tanto como las malas, y por tanto nos parece que todo va a peor pero, como argumenta Pinker, decir que la violencia ha bajado en prácticamente el planeta entero no es ser optimista, es un dato. Esto se conjuga con fenómenos como el de vernos a nosotros mismos con mayor bienestar que a la sociedad o creernos que nuestro barrio es más seguro que el resto del país. Ser pesimista además es más prestigioso, quien critica parece más inteligente, mientras que los optimistas, afirma, parecen querer venderte algo. Pinker no le quita el valor a los pesimistas, ponen el acento en los posibles peligros que no deberíamos subestimar, pero advierte de que están equivocados en cuanto al progreso humano, tal y como muestra el análisis de casi cualquiera de los estándares de vida en los que más o menos todos estaríamos de acuerdo y que coinciden con los títulos de los capítulos del bloque central, y más extenso, de su libro: esperanza de vida, salud, mantenimiento, riqueza, desigualdad, medio ambiente, paz, seguridad, terrorismo, democracia, igualdad de derechos, conocimiento, calidad de vida, felicidad o amenazas a la existencia. 

Estas mejoras no han ocurrido a corto plazo, aunque en el algunos casos también haya habido avances espectaculares en las últimos décadas, hay que verlos desde un arco cronológico amplio, ya que el avance de la humanidad nunca ha sido lineal sino que, como una de esas gráficas de éxito empresarial, suben y bajan con picos abruptos pero dibujan una línea ascendente hasta el presente. Llama la atención la buena construcción argumentativa de este libro, de tal forma que cuando uno queda convencido de que la riqueza ha crecido en el mundo se nos plantea la pregunta de la desigualdad y una vez quedan defendidas sus ideas se nos plantea la pregunta del medio ambiente, y así con los diferentes estándares de medición, como si Pinker conociera la estructura profunda de los pensamientos del lector de su tiempo y cuáles serán los reparos que encontrará a cada paso y, para convencernos, batallara uno por uno cada escalón de esa escalera construida para asaltar los muros de nuestras reticencias, es decir, para convencernos. De las varias críticas que ha suscitado este libro, por ejemplo su limitado conocimiento de filosofía, ninguna es capaz de desmontar esta construcción retórica basada en datos y psicología del conocimiento. La expectativa de vida ha crecido durante la historia, aunque no linearmente, a pesar de que una buena parte de ese aumento de la vida media es debido a las muchísimas muertes infantiles evitadas gracias a la aparición relativamente reciente de descubrimientos científicos como los antibióticos o las vacunas, que han salvado millones de vidas. Las hambrunas, comunes en Europa antes de la era industrial, ya sólo suceden por malos políticos y guerras. Por ejemplo, las calorías que consumía un parisino medio a mediados del siglo XIX eran menos de las que consume hoy un rwandés, el país con más problemas de alimentación en África. El aumento de las calorías ha sido tal que la gordura, un mal menor comparado con la muerte por hambre, es un problema entre los pobres de los países ricos. 

Pinker no se arredra a la hora de entrar en un campo tan amplio como la economía, embarrado ideológicamente y con puntos de vista distintos, pero lo que cuenta engarza más o menos con lo que he leído en libros como El malestar de la globalización del premio Nobel Joseph Stiglitz cuando afirma, por ejemplo, que no podemos perder de vista que quienes vivían mal de la agricultura, dependientes de unas cosechas que de estropearse los abocaban a la hambruna, viven mejor trabajando en fábricas para grandes empresas extranjeras. O cuando explica, al estilo del historiador Yuval Harari en Sapiens, a Brief History of Humankind, la falacia de creer que en el mundo hay una riqueza fija que se reparte o es objeto de lucha, sin que esta crezca. Todas estas afirmaciones apuntan a la industrialización como un punto clave en la historia para las mejoras en la riqueza de las sociedades y sus ciudadanos. Tras estos comentarios, Pinker sale al paso de quienes se revuelven ante la desigualdad, recordándonos lo engañoso de idealizar el pasado y la falsedad de esa idea de una igualdad original. Es cierto que cuanto más rico se vuelve un país más desigual se hace, no porque los que menos tengan se hagan más pobres sino porque partes crecientes de esa sociedad consiguen hacerse más ricas. La desigualdad no la considera moralmente criticable sino la pobreza, ya que puede tenerse menos que la media y aún así tener buenos estándares de vida en un país rico. Lejos de ser este un argumento a favor de fomentar la desigualdad, nos muestra cómo a medida que un país se vuelve rico invierte mucho más porcentualmente en gasto social. Los pobres de antes se morían de hambre mientras hoy en los países ricos tienen calefacción, bienes antes impensables, sus hijos llegan a adultos y gozan de mejor salud. Además, a nivel mundial se han conseguido avances importantes en las últimas décadas a la hora de reducir la pobreza extrema. Y nos advierte de los peligros del sueño de la igualdad: lo único que ha igualado a las poblaciones han sido grandes catástrofes, es decir, igualando a todos en la pobreza. 

Pinker no niega los problemas de las economías del siglo XXI, pero nos avisa de que creer que vamos a peor, y generar un estado mediático alarmista, puede llevar a la gente a tomar decisiones políticas peligrosas, como la elección de líderes populistas o nacionalistas al estilo de Donald Trump. De hecho, si la primera ola de la globalización benefició sólo a los ricos en cuanto a ganancias, en el consumo ha beneficiado a todos, ya que podemos comprar más barato. Otra vez, adelantándose a las reticencias del lector, se pregunta si todo este progreso estadístico no está llevándonos al caos ambiental. Pinker vuelve a arremeter contra los apocalípticos, recordando que quienes predijeron la hecatombe en los ochenta se equivocaron. Según él, los países ricos son los que mejor medioambiente tienen y los pobres los más contaminados. Aunque quede mucho por mejorar y quienes luchen por ello se merecen su crédito, se contamina menos ahora que hace unas décadas a pesar de que somos más y más ricos, ya que los ciudadanos se preocupan más por el medioambiente una vez pasan cierto nivel de riqueza. Estos capítulos de la desigualdad y el medioambiente, quizá junto al de la felicidad, son los más polémicos, pero Pinker demuestra su capacidad para salir airoso apoyando cada paso de su argumentación con datos de gran interés. Otros temas como la reducción de la violencia en la historia -tratado ya en su The Better Angels of Our Nature, Why Violence has declined-, la democracia, la igualdad de derechos o el acceso al conocimiento resultan menos controvertidos, pero participan de una idea de fondo clara que sirve de piedra de toque para todas ellas: Hemos mejorado a lo largo de la historia sin que esto signifique que podamos cruzarnos de brazos congratulándonos por vivir en el mejor de los mundos posibles, ya que la meta de analizar el progreso es analizar lo que ha funcionado. Tal y como nos explica en la tercera y última parte del libro, que entronca con la primera parte sobre la ilustración y sus enemigos, los pilares para el progreso han sido la razón, la ciencia y el humanismo.

15 de octubre de 2018

El Quijote según Carlos Fuentes

Siendo adolescente Carlos Fuentes encontró en Don Quijote de la Mancha infinidad de conjuros narrativos y, como un aprendiz a brujo, llegó a añadirle un capítulo a modo de divertimento y entrenamiento de aspirante a escritor. Su admiración por la novela de Cervantes continuó durante el resto de su vida, la cual leía cada Semana Santa en un ritual de devoción paralelo y contrapuesto al fervor religioso, el texto sagrado frente a su texto sagrado, una costumbre que cazaba bien con su gusto por el sincretismo barroco, por el símbolo capaz de aunar fuerzas distintas y discrepantes, y generar así una tensión vibrante que recorre muchos de sus textos. La tendencia de Fuentes a las dicotomías, a pensar a golpe de opuestos, tiene efectos vibrantes, aún a riesgo de caer en una vacua pirotecnia intelectual. En su ensayo Cervantes o la crítica a la lectura hay tantos giros y piruetas que alguna vez me planteé si no estaba jugando frívolamente con los opuestos, pero lo cierto es que luego llegaba la sorpresa ante el hallazgo feliz, y todo lo leído adquiría un sentido revelador. La contraposición de conceptos e inversiones hacen de eslabones de un pensamiento que supera las dicotomías desplegadas, gracias a las cuales avanza como en espirales, intentando demostrar que esas fuerzas apuntadas por él son las tensiones internas subyacentes en el texto que tanto leyó y con tanta devoción. El ensayo de Fuentes es un ávido viaje conceptual por el mundo real y ficticio de Cervantes, fruto de trabajos distintos que reunió, integró y reescribió para darle un sentido de unidad aprovechando la investigación realizada durante años para Terra Nostra, esa novela de prosa magnética, extensa y compleja, edificada sobre una visión oscura de los Austrias, más en la línea de un apasionado Américo Castro -como en otras ideas clave de este ensayo- que en la de un mesurado y riguroso John Elliott, y el descubrimiento del Nuevo Mundo. 

Si en las Meditaciones del Quijote de Ortega y Gasset se palpaba la pasión filosófica y su penetración en el análisis cultural, en Fuentes late la pasión histórica, telón de fondo y sentido último de muchas de sus obras. Si Ortega enmarcaba sus reflexiones en la historia de las ideas reflejadas en la cultura, Fuentes lo hace en las fuerzas sociales de la historia. Ambos parecen no decir gran cosa sobre el texto en sí, pero tras sus reflexiones la novela de Cervantes, conocida por los lectores, parece enfocarse sola en el marco propuesto. Hay una renuncia a tratar temas de la composición, detectar las incongruencias que a veces nos aclaran el proceso de creación del texto o cómo las interpolaciones y cambios de técnica evitan el agotamiento del esquema narrativo del viaje en secuencias que van de la confusión inicial al fracaso con el final del apaleamiento, más bien nos ofrece el contexto necesario, en unas pocas claves, para que lo ya conocido cobre un sentido más profundo y comprensivo. Fuentes pasa de la Rebelión de los Comuneros al Concilio de Trento y la Contrarreforma, las teorías heréticas en el cristianismo y la aparición de la ciencia en la Europa de su tiempo, es decir, trata la transformación social hacia una estructura imperial del poder, cuyos cambios marcaron la gobernanza en España y sus dominios en América, y el ambiente intelectual y religioso de la época. Con su sensibilidad hacia el mestizaje, producto del análisis de la historia y sociedad mejicana, Fuentes resalta la influencia judía y árabe en España, al contrario por ejemplo de Julián Marías. Los datos que aporta sobre la proporción de población judía en las urbes y los trabajos que desempeñaban o la inmensa cantidad de vocabulario árabe en la lengua castellana relacionado con el campo y las hortalizas dan cuenta sobrada de la gran pérdida para España de la expulsión tanto de unos como de otros. 

La historia y la literatura, siendo dos cosas bien distintas, están conectadas por vasos conductores, por infinidad de espejos deformantes y máscaras de experiencias vitales comunes. No obstante, la literatura no es sólo un reflejo de reflejos de la historia, sino que responde también a una tradición propia que se retroalimenta de temas, personajes, aventuras, tipos de narraciones y estilos. Cualquier escritor, por muy realista que se le inscriba, actúa en consecuencia o en respuesta a esos modelos de la tradición. De tal forma que, como nos ejemplifica Fuentes para apuntalar la idea de nuestro mestizaje literario, muchas de las obras clásicas españolas están inspiradas directamente en libros judíos o árabes, como el Libro de buen amor, o escritos por autores de sangre mixta, como La Celestina, siendo la base de nuestra tradición un cúmulo de aportaciones inusualmente variadas, proveniente de los pueblos y credos que formaron parte de la península ibérica. Sin embargo, Fuentes no pasa de largo también que en España se componían libros ya pasados de moda, novelas pastoriles y de caballerías, hasta la irrupción de la picaresca, opuesta a la tradición pero que, incapaz de proyectarse en el pasado y en el futuro, se agota en su presente feroz. Cervantes reúne y resuelve el dilema, en él cristaliza el pasado y el presente. Don Quijote representa a esos libros de caballería ya olvidados y Sancho a la figura del pícaro que sólo piensa en comer, beber y dormir. De la problemática de esta fusión surge, según Fuentes, la novela crítica, es decir, la novela que incluye la crítica de la creación dentro de la creación misma. De aquí brota el título del ensayo y su sentido más hondo y principal, del cambio de la visión única, cerrada, vertical y dogmática, a una estructura abierta que da pie a la pluralidad de lecturas, signo de modernidad y de esa otra España que, según subraya Fuentes, cayó derrotada en la revuelta comunera y el Concilio de Trento. 

La interrelación entre su obra y su tiempo decantan a Fuentes por comprender a Cervantes como un hombre irónico y muy consciente de sus circunstancias históricas, una España que había pasado a ser baluarte de la Contrareforma y en la que incluso el erasmismo en el que se educó, discípulo muy apreciado de Juan López de Hoyos, dejó de estar bien visto, razón por la cual Cervantes no mencionaría a Erasmo en su obra, a pesar de haber alcanzado gran éxito en España y de que Don Quijote de la Mancha comparta tres de sus temas vertebrales: la dualidad de la verdad, la ilusión de las apariencias y el elogio de la locura. Fuentes señala que el Elogio de la locura de Erasmo es un aviso de la razón para que esta no se convierta en un absoluto como el de la fe. En un mundo sin grandes certezas -aunque, según Jordi Gracia, Cervantes fuera un sincero y devoto cristiano-, el hidalgo manchego sigue adhiriéndose a códigos desaparecidos mientras el realismo de Sancho, nos indica Fuentes, no puede vencer la locura de su señor porque éste se ha apropiado del discurso y siempre se recupera al no poder nosotros vivir ni ver la realidad de estos personajes sino por el mundo de la palabra, de tal forma que la crítica a los libros de caballerías es también la crítica al realismo incapaz de mostrar las subjetividades del alma, y además es una crítica a la lectura misma. Al igual que a Ortega y Gasset, el retablo de Maese Pedro capta la atención de Fuentes, comparándolo con la obra dentro de la obra de Hamlet, pero si en la tragedia de Shakespeare la obra representada se acerca peligrosamente a la verdad del crimen, en Don Quijote de la Mancha se asemeja a la imaginación. En este juego don Quijote pasa de creer que el mundo es según sus lecturas a saberse leído, y al saberse leído y comentado, lo cual representa una ruptura radical con el naturalismo, se lanza a defender su yo real en la ficción, lo que lo lleva a la decepción ante la realidad. 

La pasión con que Fuentes defiende sus ideas lo conduce a afirmaciones altisonantes o fatalistas como cuando asegura que España, aún en sus momentos más crueles, no es capaz de dar grandes ingenios científicos y filosóficos, pero sí grandes artistas, de un arte que califica de absoluto y del que Don Quijote de la Mancha, por supuesto, sería su más elevado exponente. El libro de Cervantes, más que un elogio a la locura, sería un elogio al idealismo, que subyace en esa relación entre Erasmo y Thomas More. Para Fuentes, esa utopía fue real y existió o se proyectó en el Nuevo Mundo, y cita escritos hispanos que adelantaban la visión rousseauniana del buen salvaje. Mientras que, por otra parte, al radicar la crítica a la creación dentro de la creación, Cervantes rompe con la ingenua relación de la ficción con la realidad para reemplazarla en el plano moderno de la creación como creadora de otra realidad. A partir de esta obra de Cervantes hablamos del desarrollo de la novela en Occidente, germina en Inglaterra con Richardson, Fielding, Lennox, Sterne, y sigue siendo fundamental como referencia directa en Francia, en el gran siglo de la novela, con ejemplos como Madame Bovary o el hilarante Bouvard y Pécuchet de Flaubert. Sin embargo, Fuentes salta directamente de Cervantes a Joyce, en quien afirma que se percibe el mayor conflicto con el propio lenguaje desde Cervantes, con una crítica radical al pasado que no obstante necesita de lo anterior, de la tradición, para realizar su disección reprobatoria y erigir la propia obra. Mientras uno transgrede las novelas de caballería, restos de la épica según Ortega, el otro lo hace de la epopeya clásica y de la escolástica medieval. Para Fuentes, ambos pretenden ser un magma totalizador que lo abarque todo, pero si Cervantes hace la crítica de la lectura, Joyce hace la crítica de la escritura.

15 de julio de 2015

El correlativo objetivo

Con un afinado sentido crítico y un humor clarividente, T.S. Eliot escribe en su breve ensayo “Hamlet and His Problems" (The Sacred Wood, 1921) sobre la manera de expresar la emoción en el arte: Una serie de objetos, situaciones o cadenas de sucesos que el artista dispone para evocar una emoción concreta, a la que él llama el correlativo objetivo. Esta técnica resulta esencial para entender, por ejemplo, la emoción subyacente en los personajes principales de los dramas de Shakespeare. Gracias a la planificación de las escenas, las conversaciones desarrolladas y los sucesos acaecidos, el espectador se adelanta a la emoción del personaje principal o la deduce sin necesidad de que se haga explícita. En vez de expresar lo que el personaje principal siente o piensa en cada momento, las situaciones son como objetos exteriores presentados de tal manera que nos hacen interpretar cuáles son los cambios emocionales del personaje, caracterizándolo de paso por sus reacciones. Una vez entendido este fenómeno narrativo, por el que el espectador reconstruye la emoción del personaje en vez de recibirla dada, haciendo el mensaje más sutil y eficaz, lo encontraremos por todas partes en novelas, películas y series de televisión. 

T. S. Eliot comprendió esta técnica tan característica en la obra de Shakespeare a la vez que llegó a una conclusión sorprendente. Si el autor de la suspicacia de Othelo, el orgullo de Coriolanus, la ambición de Macbeth o el capricho de Marco Antonio había conseguido caracterizar con tanto éxito universal a sus personajes, Hamlet era su obra fracasada. Aplicando el correlativo objetivo Hamlet tendría escenas inconsistentes y motivaciones confusas. Esto se debería, según T. S. Eliot, a que existían al menos dos versiones anteriores, una muy probablemente de Thomas Kid, autor de The Spanish Tragedy, y otra posiblemente intermedia de donde vendría una traducción que fue representada en Alemania en la misma época que el Hamlet conocido por nosotros en Londres. Shakespeare habría trabajado al menos sobre un original anterior, puede que sobre varios, y habría hecho una adaptación con su genio, intentando desplazar la venganza como centro de la trama, tan típica en Thomas Kid, para centrarse en el efecto que tiene sobre un hijo el sentimiento de culpa de una madre, pero habría naufragado en el intento de reconvertir el material previo sobre el que trabajó, de ahí sus inconsistencias y la estratificación de varios autores que T. S. Eliot detecta en el diseño final.

Ésta habría sido pues una obra terrible de escribir para Shakespeare, incapaz de hacerla cuajar, en la que su presencia no está obviamente en la acción más o menos coherente, sino en el tono característico que le imprime. La incapacidad de Hamlet de objetivizar su emoción más profunda, según T. S. Eliot, sería comparable a la incapacidad del propio Shakespeare al intentar comunicar la emoción que pretende darle al personaje. Si el poeta isabelino explotó adrede esta emoción desbordante que no encuentra un cauce en donde explicarse, tan común en la adolescencia, o si fue causa de un intento frustrado, es según T. S. Eliot imposible de saber ya que tendríamos que conocer más de Shakespeare de lo que él mismo sabía. Hamlet sería en cualquier caso la Mona Lisa de la literatura, venerada y admirada, pero más por su tema que por su logro artístico. T. S. Eliot nos conduce con sabiduría libresca e inteligencia, lejos de teorías conspiratorias tan del gusto actual, hasta una idea desconcertante y atrevida que, de haberla pensado tímidamente alguna vez, quizá habríamos callado confusos. Aunque cabe preguntarse también para qué queremos obras perfectas si tenemos fracasos como Hamlet.

15 de junio de 2014

Naturaleza de la novela

Al igual que Kundera, Luis Goytisolo ubica el origen de la novela en Europa, pero rastrea sus orígenes con mayor rigor y llega a una conclusión mucho más pesimista. Si Kundera equiparaba la novela a la esencia de Europa, nuestra cultura y nuestros valores, Luis Goytisolo pasa de constatar su origen y seguir su desarrollo a colegir en el epílogo de su ensayo Naturaleza de la novela que la lectura y el cultivo de la novela se encaminan hacia su decadencia, como ha sucedido ya con otros géneros artísticos. Esta visión del futuro de la novela recuerda a algunos comentarios de Philip Roth y no hace tanta referencia a la cacareada muerte de la novela, que al parecer lleva muriéndose (más bien renovándose) desde hace mucho tiempo, sino a las circunstancias sociales y culturales que dan pie a su lectura y por tanto a su supervivencia. La sombría advertencia no es baladí, la podemos constatar en las aulas y las nuevas costumbres, tanto en familia como fuera de ella. Algunas de estas ideas sobre la novela y la muerte de géneros literarios ya estaban esbozadas en forma de divagaciones en su Estatua con palomas, como temas de un pensamiento que, partiendo desde sus preocupaciones juveniles, se cristaliza en la madurez. 

Ilustración: Diego Velázquez,
La fábula de Aracne.

La mirada de Luis Goytisolo se remonta hasta la literatura grecolatina y el estilo y el tono del Antiguo y el Nuevo Testamento que, según él, cimentaron ambos una forma de entender las narraciones que ha sido esencial para el desarrollo posterior de la novela. Las circunstancias históricas que la propiciaron fueron la apertura de una brecha en la asfixiante atmósfera religiosa medieval y la traducción de la Biblia a las lenguas romances, haciéndola asequible como lectura íntima y contrastada, una más entre otros tantos libros gracias al invento de la imprenta. Es decir, los orígenes de la novela serían extrínsecos a ella como evolución del género, así como extrínsecas serán las causas de su final, en este caso por la posible falta de lectores no especializados. A partir de ese comienzo le seguimos en un breve recorrido, con fragmentos de algunas de las novelas de los autores más relevantes, desde la Italia del Renacimiento y la España del Siglo de Oro, pero que, a diferencia del camino esbozado por Kundera, se vuelve más complejo según avanzamos hasta llegar a la literatura norteamericana de entreguerras en el siglo XX, camino en el que además ofrece herramientas de interpretación de la novela gracias a conceptos acuñados por autores como Proust o T.S. Eliot.

15 de octubre de 2013

Una visión europea de la novela

Kundera no es sólo un destacado novelista, es también un apasionado teórico de la novela. Sus cuatro ensayos publicados giran en torno a temas, ideas y autores similares: El humor en la novela, la modernidad, la distinción entre la historia y la historia de la novela, la música, Kafka. Los testamentos traicionados, publicado hace más de veinte años y cuyo título cautiva antes de comenzarlo, no difiere del resto en eso. Es ante todo una recopilación de malentendidos sobre obras y artistas que han lastrado su comprensión durante generaciones hasta, en muchos casos, la actualidad, haciendo que aún no podamos desprendernos de esas primeras ideas equivocadas con las que fueron interpretados. La voluntad del autor queda traicionada, sometida a la revisión de quienes no lo entienden y cambiada precisamente en aquellos aspectos más innovadores por ser estos los más fácilmente incomprendidos. 

Ilustración: Pablo Picasso.
Los ejemplos de Kafka, Gombrowicz o Janáček ilustran lo difícil que resulta una comprensión cabal del arte más innovador de su tiempo, incluso por quienes son afines y amigos de los artistas, y cómo a veces los defensores de los esquemas más convencionales y trillados se afanan en agrios ataques contra quienes escriben o componen distinto a los maestros consagrados. Los tópicos de los primeros exégetas se pegan entonces a la obra, se fiscaliza el trabajo de los artistas desde el punto de vista de sus vidas y las traducciones campan llenas de errores relevantes para su comprensión. Si encima se ha nacido en una pequeña nación europea, la posibilidad de quedar barrido por el desconocimiento es aún mayor, ya que según Kundera la fuerza del nacionalismo en esos países es más aplastante y cualquier intento de creación artística de trascendencia está sometido al juicio del terruño. 

La mirada de Kundera sobre la novela no es exclusivamente europea en el sentido académico de abarcar la producción del continente ni ceñirse sólo a ella, Carlos Fuentes y García Márquez aparecen en sus ensayos, pero según él lo distintivo de Europa es producto de la novela, y son los europeos, o por lo menos algunos de ellos, quienes la parieron para el mundo, gestándose sus orígenes primero en Italia, luego la novela picaresca y la gran culminación cervantina en España, el salto a Inglaterra en el XVII y XVIII en donde imitaron y desarrollaron el modelo humorístico español aquí despreciado, después el paso a Francia durante el gran siglo XIX de su novela y finalmente a la Europa central, como los lugares en los que, cronológicamente, se dieron la mayoría de los avances técnicos más importantes que marcaron la historia de la novela.

15 de abril de 2013

Joyce y España

Con una cuidada edición, amplia y prolija en imágenes, el libro Joyce y España recorre a través de varios investigadores las relaciones del escritor irlandés con nuestro país. Juan Goytisolo, uno de esos pocos escritores en nuestra lengua cuya asimilación de la obra de Joyce ha quedado patente en sus creaciones, escribe el prólogo contando su experiencia como lector del Ulysses. Le sigue un artículo de Carlos García Santa Cecilia sobre la recepción más bien negativa de Joyce en España, y los escasos entusiastas de su obra, como Torrente Gonzalo Ballester, uno de los primeros en advertir la gran importancia de Joyce en la historia de la novela y la imposibilidad de entender cabalmente a autores posteriores de la talla de Faulkner sin haber pasado previamente por él. No en vano, el propio Gonzalo Ballester se lamentó en 1948 de la carencia en España de una correspondencia artística con la nueva literatura representada por Joyce y Proust, y critica a los escritores españoles del momento por no haber resuelto los retos formales de la modernidad. 

Francisco García Tortosa, el más reciente traductor del Ulysses al castellano, en la edición de Cátedra, a cuyo estudio, traducción y promoción ha dedicado tantos años (es también el presidente de la Asociación Española James Joyce), escribe un artículo lleno de conocimiento y rigor sobre las referencias a España en la obra de Joyce, principalmente en el Ulysses, haciendo un recorrido primeramente por las exiguas menciones existentes en A Portrait of the Artist as a Young Man y finalizando con una sugerente invitación a ahondar en el libro que le llevó a Joyce 17 años y cuya fría acogida ensombreció el último año de su vida, Finnegans Wake. Joyce, como nos advierte García Tortosa, es de esos autores a quienes sólo gustan escribir de lo que conocen de primera mano, siendo su imaginación sobre todo lingüística, y España, que nunca visitó a pesar de haber vivido en diversos lugares de Europa, queda apenas reflejada en su obra, como en las reflexiones de Stephen en Sandymount Strand o la ascendencia de Molly. 

El resto de artículos están dedicados a temas tales como la labor de Antonio Marichalar en la introducción de Joyce en España, su presentación en Francia de jóvenes talentos españoles gracias a su relación con Valery Larbaud y Silvia Beach, y cómo Marichalar se las arregla para conseguir el apoyo de los escritores españoles más importantes en defensa de Joyce contra la edición pirata y mutilada del Ulysses publicada por una revista en EEUU; la influencia de Joyce en lenguas catalana y gallega, sus tempranas primeras traducciones y recepción; la relación de Juan Ramón Masolivier con James Joyce y Ezra Pound, a quienes los hijos de Joyce llamaban Signor Sterlina; y al pintor César Abín, creador de la caricatura de Joyce más conocida, en la que el autor irlandés aparece como un signo de interrogación, cuya idea y símbolos fueron sugeridos por el propio Joyce. Un libro no sólo con textos interesantes para los amantes de Joyce sino también con imágenes suyas y reproducciones de las cartas enviadas a Antonio Marichalar y a su primer traductor en castellano de A Portrait, Dámaso Alonso.

15 de enero de 2013

Mirar

A juzgar por lo oído demasiado a menudo, a los escritores se les llega a amar o a odiar, haciendo innumerables comentarios sobre ellos, sin haberlos apenas leído o incluso sin haber abierto ni una de sus páginas. Algunos resultan a muchos simplemente detestables tras haberlos escuchado hablar o porque alguien ha contado algo sobre ellos o por un artículo suyo en prensa o porque algo en su fotografía no les gusta. Sus vidas personales, sus temperamentos y actitudes, o sus máscaras sociales, generan todo tipo de reacciones, con frecuencia opuestas entre detractores y admiradores. Puede que no abramos nunca las páginas de un escritor que nos ha aconsejado alguien de cuyo criterio no nos fiamos o, al contrario, es muy probable que abramos un libro suyo sólo porque alguien cuyo juicio valoramos lo ha ensalzado. A veces no se explica uno por qué no ha abierto las páginas de tal escritor y sin embargo se lanza ilusionado hacia las de otro, sin haber leído previamente a ninguno de los dos. El hecho es que hay muchos libros, y debemos elegir, pero la seducción previa a la lectura no deja de ser un misterio, quizá porque hay tantos lectores como personas.

Ilustración: René Magritte.
Yo, por ejemplo, no me sentía atraído por John Berger, creo que debido a la lectura hace años de una frase suya al azar que, sacada de contexto, me pareció demasiado especulativa. Afortunadamente, y sin duda con curiosidad debido a la admiración y amistad que le profesa Isabel Coixet, saqué de la biblioteca universitaria uno de sus libros disponibles en el catálogo, Mirar, traducido por Pilar Vázquez Álvarez y cuyo título original es About Looking. Es una estimulante recopilación de artículos sobre arte escritos antes de los ochenta, capaces de hacernos volver a mirar lo mismo y verlo distinto, haciéndonos conscientes de lo difícil de interpretar y analizar con sensibilidad la obra de muchos artistas. El pensamiento de Berger se mueve a golpes bruscos, a veces desconcertantes, sorprendiendo al lector, y llevándolo por un recorrido del detalle a la teoría y de la vida del artista a la comprensión de su obra. La selección no deja de ser llamativa: En pleno auge del Pop art y la abstracción, Berger fija su atención en fotógrafos como August Sander y Paul Strand o en pintores como Seker Ahmet, Lowry y Ralph Fasanella.

Por una de esas casualidades de la caprichosa concatenación de lecturas, en uno de estos artículos, pensado a propósito del libro de Susan Sontag On Photography, Berger identifica el fenómeno del espectáculo con nuestras sociedades modernas como lo hace Vargas Llosa, de cuyo libro comenté el mes pasado una cuestión marginal relativa a los libros electrónicos. La cita reza: "El mundo industrializado, ‘desarrollado’, horrorizado por el pasado, ciego con respecto al futuro, vive un oportunismo que ha vaciado de toda credibilidad el principio de justicia. Este oportunismo convierte todas las cosas en un espectáculo: la naturaleza, la historia, el sufrimiento, el resto de las personas, las catástrofes, el deporte, el sexo, la política. Y la herramienta utilizada en esta transformación -hasta que el acto se haga tan habitual que la imaginación condicionada pueda hacerlo por sí misma- es la cámara". Sin duda no basta con mirar, hay que hacer uso de la sensibilidad, la inteligencia y los conocimientos. Al devolver el libro saqué con entusiasmo otro suyo, Éxito y fracaso de Picasso, y una vez terminado ese me decidí por Ways of Seeing, basado en las ideas ya expuestas por él en el programa homónimo de televisión para la BBC, que puede encontrarse en YouTube.

15 de diciembre de 2012

El temor de Vargas Llosa

Una vez escuché a un respetado académico contar cómo en los pueblos sin escritura hay quienes son capaces de memorizar larguísimos poemas, como los hombres libros de Fahrenheit 451, y entre sus gentes se cuentan muy hábiles intérpretes de lenguas, traduciéndolas sobre la marcha, capaces de transmitir al instante en otro idioma lo escuchado. Parece ser pues que el advenimiento de la escritura, ese regalo de Theuth al pueblo egipcio según nos cuenta Platón en boca de Sócrates, no sólo trajo un cambio profundo a nuestras vidas, sino también a nuestra forma de pensar y nuestro desarrollo mental. Recientemente se ha estudiado, por ejemplo, cómo la memorización decae cuando sabemos que un dato puede ser rescatado mientras que aumenta cuando se nos avisa de que no podremos recuperarlo, alertando al cerebro, lo que presumiblemente haría trabajar más ciertas conexiones neuronales, como quien hace ejercicios musculares. Esto último recuerda al reproche del rey Ammón al dios Theuth sobre el peligro que conlleva la escritura de descuidar la memoria. 

Algo parecido apunta Vargas Llosa con su temor al posible cambio de nuestra manera de escribir y leer, incluso de nuestra capacidad de concentración, con la llegada de los libros electrónicos. Es cierto que la tentación de saltar a otra cosa en la pantalla o la posibilidad de irrupción de mensajes y video llamadas son capaces de poner a prueba el esfuerzo exigido por una lectura profunda, larga, ardua o cualquier combinación de estas. Pero los libros electrónicos también permiten añadir a las ya conocidas ilustraciones, algunas de ellas célebres, vídeos y audios que complementen textos de multitud de disciplinas como la biología, historia, matemáticas, arte, geología o física, lo que los hará cambiar, enriquecerse y volverse más atractivos, como lo son actualmente los de color frente a los grises de antaño, sin que por eso tenga que bajar la calidad de lo expuesto con palabras. En cuanto a la ficción, sin embargo, la integración más lograda de estos elementos audiovisuales con el texto ya existe en el cine, por lo que considero con escepticismo un futuro cambio de la escritura debido al cambio del formato de lectura. Habrá, por supuesto, quienes investiguen distintas vías intermedias ante las nuevas posibilidades, con mayor o menor éxito, y quizá con alguna grata sorpresa. 

Ilustración: Jesús Acevedo.
Durante mucho tiempo algunos pueblos utilizaron las paredes, piedras o tablillas de arcilla para la escritura antes de la propagación por la cuenca mediterránea de un invento egipcio, el papiro, pero hoy en día leemos los nueve libros de la Historia de Herodoto, en papel o en pantalla, sin pararnos mucho a pensar sobre qué fue escrita esa obra. Sin duda, perdemos mucho del original, pero por las traducciones y por nuestra ignorancia de aquellos hombres, no tanto por los cambios de formato, aunque a veces la forma y contenido de un texto estén entrelazados con su soporte original. Es imposible traducir, por ejemplo, la belleza visual intrínseca a los jeroglíficos, tanto en paredes como en papiros, o la sonoridad de un recital poético en su lengua original. Quizá, como con los rollos horizontales de la narrativa ilustrada japonesa, al desenvolver un papiro lentamente y descubrir lo escrito, había un placer que se perdió al pasar las páginas. Y muy probablemente los libros de la imprenta resultaron toscos y poco artísticos a quienes estaban acostumbrados a incunables como los deliciosos libros de horas. Así como muchas novelas del siglo XIX que creemos ligadas al libro fueron, sin embargo, pensadas como seriales para la prensa. Si la escritura se transformó con cada uno de estos cambios de formato, o hasta qué punto, es una pregunta que permanece, no siempre clara, pero todo el mundo parece de acuerdo en que la consecuencia más evidente está relacionada con la accesibilidad. 

Aún recuerdo haber pedido American Pastoral de Philip Roth en una librería especializada en idiomas de mi ciudad y cómo pasaba cada mes, ilusionado, a comprobar si ya había llegado. Pregunté en la librería durante meses y durante meses me dijeron: “Está pedido pero no ha llegado aún”. Años después volví a preguntar por el libro, por pura curiosidad, y me respondieron con la misma frase. Afortunadamente, la entrega de libros por correo postal a buen precio nos liberó de aquellas esperas tortuosas, en algún caso inconcebibles, ya que en un par de semanas recibíamos a domicilio el libro deseado. Con las compras de libros electrónicos el tiempo de espera desaparece, compras cuando quieres, con los riesgos asociados a la inmediatez, pero la ventaja resulta evidente para quienes vivimos alejados de los centros de distribución, sobre todo para los libros extranjeros. He comprado La civilización del espectáculo en internet a unas horas intempestivas y lo he empezado a leer sobre la marcha, gozando y refunfuñando por las opiniones allí vertidas, tomando notas en la misma pantalla, recogido en medio de la oscuridad, recordando por momentos algunos ensayos de Ortega leídos hace mucho, y he encontrado hermoso este objeto que me facilita el acceso a tanto placer.

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LA SOMBRA

KEDEST

CONVIVENCIA

LOS GRILLOS

RELATOS DE VIVALDI