15 de marzo de 2019

El idiota o el arte del suspense

Una de las características que más me ha llamado la atención de El idiota de Dostoyevski es el uso continuo del suspense, hasta el punto de no haber prácticamente ningún capítulo que no esté supeditado a esta técnica para mantener al lector intrigado, incluso en subtramas que en poco alteran la historia principal y apenas sirven de contrapunto a su asunto, pero que ponen a prueba la personalidad del héroe. En la base de este suspense radica siempre el hurto al lector de alguna información clave, y sucede tantas veces que a menudo uno no se da ni cuenta a primera vista. Se dice mucho, bueno e intenso, pero lo esencial queda postergado para engancharnos a la historia y profundizar en la mente de los personajes con la sorpresa de la revelación. Dostoyevski no da respiro con los misterios, en cuanto se resuelve uno le sigue otro, aunque sea insignificante, en tal profusión que pareciera padecer pánico a perder al lector. Esta estrategia, reflejada en menor y mayor escala, llega a encadenarse de una oración a otra, así justo después de que por fin se nos cuente la razón de que el príncipe aparezca en la fiesta de una desconocida que va a decidir esa noche quién será su marido, se nos dice que todavía existía otro problema sin resolver, “un problema tan importante que al príncipe le daba miedo sólo de pensarlo; ni se atrevía siquiera a admitir su existencia, ni osaba planteárselo, y se sonrojaba y temblaba cuando paraba mientes en él” (parte 1, capítulo 13), problema que, por supuesto, no se desvelará hasta pasados varios capítulos. 

Las fuentes de este suspense son variadas. Hay sucesos que intrigan, por ejemplo con qué intención ciertas mujeres gritan desde un carruaje majestuoso para desprestigiar a un pretendiente o quién ha robado un dinero que ha desaparecido tras una borrachera, es decir, un suspense cuyo origen radica en la acción de la trama y que a veces se cristaliza en forma de miedo, como cuando reaparecen unos ojos negros en un rostro pálido que observa al príncipe entre la muchedumbre, y no se nos aclara de quién es esa mirada amenazante aunque el lector lo intuya, precisamente la de ese que lo ha intentado matar relativamente pronto en la historia. Dostoyevski es consciente de este artilugio, tanto que no monta una escena sin hacer uso de él, y lo hace con tanta habilidad que incluso ayuda a perfilar psicológicamente a los personajes, como cuando el príncipe, sufriendo por la historia que le cuenta Lebedenev, lo manda a callar justo antes de enterarse del fondo de una intriga, con lo cual no sólo se mantiene el suspense sino que también se subraya el carácter sensible del protagonista. O como cuando la turbación emocional del príncipe es tal que no le permite darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, dado el cúmulo de emociones por las que se ve arrastrado, y cuyos detalles emocionales explota Dostoyevski para realzar el dramatismo y extender la resolución de ciertos acontecimientos que el lector, como el personaje, no acaban de entender. Este suspense de la acción se suma y se entremezcla, por tanto, al suspense proveniente de los personajes, sus temores escondidos, sus intenciones veladas y sobre todo sus reacciones imprevistas, los cuales están ligados también a la información vedada. 

Por una parte encontramos personajes que saben más que el lector, aunque esto sólo no sería suficiente para hacer el suspense eficaz si no fuera porque el narrador nos indica que el personaje se guarda algo o quiere decir algo pero no cuenta de qué se trata, usando ese comentario a modo de anzuelo para avivar nuestra atención, con lo que la acción transcurre sin que sepamos qué era eso que sabía o qué era eso que tenía en mente y que lo estaba motivando. Incluso cuando el príncipe está a punto de desmoronarse, leemos sobre su padecimiento y sus reacciones, atendemos a sus palabras y se nos abre una puerta conmovedora hacia sus pensamientos, pero se nos hurta la causa exacta de su sufrimiento. Hay escenas en la que se nos dice de algunos personajes que ya han tomado una decisión, pero no se nos dice cuál, a lo que se añade la sospecha de que los personajes rectifican a tenor de las cambiantes y sorprendentes circunstancias posteriores. A veces ni siquiera se trata de una decisión, sino de una impresión, por la que alguien ve claro la razón de algo, y aunque se nos cuente con detalle sus reacciones no se nos dice qué había comprendido. Y por otra parte encontramos personajes envueltos en una especie de montaña rusa emocional, que sienten vivamente pero que no se entienden a sí mismos, o no acaban de entenderse, o aún no se han comprendido, y es ahí cuando el narrador sabe, o se supone que sabe, más que el personaje y que el lector, por lo que al suspense derivado del escamoteo de la información se le suma el efecto de las características psicológicas de algunos de sus personajes, en quienes las emociones e impulsos rompen todos los diques para convertirse en seres imprevisibles que giran una y otra vez hasta rendir la capacidad de predicción del lector. 

Todos esos vaivenes de la trama y de los personajes, entrelazados unos con otros, dan la impresión de que, como en cualquier novela policiaca, el escritor ha ideado primero la historia con detalle y luego la ha contado distinta, eliminando datos esenciales para la escena, para cada una de las cuatro partes y para la novela entera, con la intención de generar y mantener el suspense. Por eso, y a pesar de los muchos giros de la obra, el lector tiene la sensación de que estos son inevitables y tenían que ocurrir así, sensación apuntalada gracias al habilísimo trazo psicológico de los personajes, forjado en la verosimilitud y seducción de sus razonamientos. Mucho de lo que durante la narración parecía suelto o diseminado, apasionante y terrible, pero sin hilazón aparente, se une al final cobrando sentido. Por fin nos enteramos o creemos entrever las razones y emociones de los personajes, sobre todo de esas dos mujeres apasionadas hasta la locura, y de Rogochin, a quien el príncipe se encontró en el vagón de un tren en la primera escena de la novela. Tanto suspense es recompensado por el placer ante lo inesperado, incluso, creo, para los lectores más sagaces. Pero lo cierto es que, según cuenta George Steiner en su primer libro, Tolstoy or Dostoevsky, no sólo la concepción inicial de la novela parece haber sido muy distinta y continuó cambiando durante su proceso, sino que además Dostoyevski realizó múltiples versiones del desenlace, bastante dispares por cierto, que demuestran hasta qué punto no estaba satisfecho y cómo estuvo tanteando y probando hasta encontrar el final definitivo. 

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