Tardé años en percatarme de cómo era capaz de leer cientos de páginas de, por ejemplo, Aleksandr Solzhenistsyn, Varlam Shalámov o Primo Levi sobre la resistencia íntima y el horror vivido por sus protagonistas y, sin embargo, me costaba un esfuerzo tremendo leer sobre el dolor y la barbarie de la Guerra Civil Española. Podía imaginarme y reconstruir los terribles sucesos y sufrimientos de esos rusos en gulags o esos judíos en campos de concentración nazis, pero cuando se trataba de españoles matando a españoles, de los bombardeos masivos como el de los miles de ciudadanos huyendo de Málaga, las checas en el heroico Madrid republicano, los fusilamientos sumarios y paseos nocturnos en la retaguardia de ambos lados, los arengas radiofónicas de Queipo de Llano animando a la violación de las mujeres de los enemigos, la otra guerra civil dentro de la guerra civil en las calles de Barcelona o los anticlericales asesinando religiosos sistemáticamente, me entraba tal vértigo y nauseas que paraba durante semanas la lectura. Este malestar se agudizaba cuando leía las burradas cometidas por el bando con cuya mitología me sentía identificado. En esos momentos no podía sino repetir con Stephen Dedalus eso de que la historia “is a nightmare from which I am trying to awake”. Si el dolor de otros seres lejanos ejercía en mí una especie de aviso moral contra el mal, el propio, el del cuerpo social en el que nací, me producía una reacción visceral que evitaba con todo tipo de excusas. Quizá otros hayan sentido algo similar con las tragedias y desgarros de la historia de sus países y, sin embargo, no saquen las mismas conclusiones, pero esto me llevó a pensar en las reticencias en tantas naciones a afrontar el pasado incómodo cuando este aún es relativamente cercano, lo cual no se comprende desde fuera, y en la existencia de un sentimiento nacional, o de un relato emocional común, que algunos sólo descubrimos de forma negativa, cuando este queda perturbado.
Tras percatarme de este sesgo, por el que lo propio se vive de una forma distinta a lo ajeno, supuestamente con más conocimiento pero también con mayor pasión partidista, pude ir leyendo poco a poco y de una manera más sosegada libros sobre lo que Unamuno llamó la guerra incivil, aunque siempre con temor a encontrarme con alguna nueva barrabasada indigesta a mi sistema emocional más profundo. La bibliografía es tan extensa como apasionante para quien le interese el tema, nuestra guerra civil desató un interés aún vivo entre nosotros y buena parte del mundo, pero leer un libro que indague en sus causas, en el estado de ánimo social anterior y durante la contienda, escrito por quien la vivió y además es uno de los filósofos más importantes del pasado siglo en lengua española, creo que se trata de un hecho poco común. Julián Marías, como Besteiro, el único hombre público del momento al que admiró, apoyó la República y culpó claramente de la guerra a quienes la empezaron lanzándose contra el orden institucional y la legalidad democrática. No obstante, supo mantenerse al margen de la polarización de los bandos y fue crítico con los muchos errores cometidos desde el gobierno de la nación. Según él, se trató de una guerra impensable antes de ocurrir, nadie la quería, y tampoco era previsible. Las razones objetivas que la desencadenaron pudieron provocar lógicos episodios de inestabilidad, pero no fueron tales como para justificar o vaticinar una guerra de tal magnitud. El recorrido de Julián Marías por la quema de iglesias, la crisis económica internacional que propició la República pero también una pronta desilusión, las reticencias de muchos conservadores y ricos al nuevo gobierno, la insolidaridad y miopía de la derecha en el segundo bienio gobernando sólo para los suyos o el estallido interno del partido socialista que se decanta en parte por la revolución, son conocidos por todos, pero lo que hace original este breve ensayo, La guerra civil, ¿Cómo pudo ocurrir?, es la perspectiva interna, entre personal, social y filosófica, de cómo se vivieron los acontecimientos.
Ilustración: Archivo General de la Administración. Barcelona, muerto en la acera tras un bombardeo. |
Julián Marías se pregunta cómo pudo ser que en una España en donde se había alcanzado una edad dorada en la ciencia, la cultura, las artes y, después de varios siglos yermos, también en la filosofía, los ciudadanos se encaminaran hacia tal matadero. En un momento de esplendor intelectual, señala, la simplificación ideológica conllevó una retracción de la inteligencia pública. Deterioró así mucho a la República la falta de cultura democrática, ya que sólo se aceptaban los resultados cuando eran favorables. Nos cuenta que la sociedad se politizó hasta el punto de que lo primero y definitorio sobre las personas, sus obras y sus ideas, era su tendencia política, de izquierda o de derecha, y no la veracidad o pertinencia de sus razones. Marías se asombra, y resulta ciertamente asombroso, de que los partidos extremistas a un lado y a otro del espectro político apenas hubieran alcanzado una mínima representación parlamentaria en democracia y, sin embargo, consiguieran ser decisivos en ambos bandos durante la guerra. Su explicación apunta a la repetición y utilización de los medios, es decir la manipulación, como elementos claves en el proceso de radicalización. La simplificación, la reducción a esquemas, la polarización política y la conversión a abstracto del otro, fomentaron que pudiera odiarse al diferente, deshumanizado, exento de sus rasgos personales, y descrito como rojo o facha, entidades abstractas y fácilmente manipulables. De hecho, una vez iniciada la guerra, Marías resalta que el frente más cruel no fue tanto el de la confrontación de los bandos, sino el de cada uno de ellos en sus propios territorios, con el asesinato de quienes no comulgaban con sus ideas, aunque estos fueran neutrales o partidarios sin fanatismo del otro bando, a quienes no se les toleraba y eliminaba, lo cual ejercía un perverso chantaje a quienes no eran beligerantes, y cuya consecuencia, según aprecia, fue el envilecimiento ya que nadie quería quedarse corto ni aparentar menos que los más fanáticos, sobre todo en la zona franquista.
El ensayo es un acercamiento desde dentro al periodo previo, durante e incluso, someramente, posterior a la guerra, escrito por quien conocía bien la sensibilidad de sus conciudadanos, tenía unas dotes filosóficas poco comunes y demostró siempre una destacada integridad. Algunas de las afirmaciones del texto pueden, por supuesto, ser discutibles pero no puede criticárselo ni por maniqueo ni por equidistante, y probablemente será leído por generaciones futuras como un texto capaz de conjugar la experiencia de primera mano con la agudeza social y la claridad de ideas. En este sentido, Marías subrayó cómo la torpeza y ausencia de una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, la democracia y la legalidad, propició la falta de entusiasmo de los jóvenes y el advenimiento de los extremismos, más pasionales, más amantes de himnos y banderas que de cifras y estadísticas, lo que también ocurrió en la República francesa y en la República de Weimar, lo civil y civilizado fue gris e incapaz de desarrollar una retórica eficaz de la libertad y la convivencia. A pesar de que algunas de estas ideas las integró en su libro España inteligible, este ensayo corto tiene entidad propia y nos recuerda que la memoria debe preservarse, pero dejándola atrás y mirando hacia delante. Esta segunda parte de su afirmación es propia de su inteligencia aguda y se adelanta a reparos actuales, como el de David Rieff en su Elogio del olvido, a ese tópico de la necesidad de mantener la memoria para salvarnos de repetir el pasado. La memoria, sesgada comúnmente y reconstruida desde la perspectiva interesada del presente, se utiliza a menudo para avivar el rencor y la división a través de relatos excluyentes. Por eso la aclaración de Marías parece encontrar el equilibrio perfecto. Es necesario mantener la memoria, al contrario de lo que podríamos deducir de la acertada crítica de David Rieff, pero también es necesario saber dejarla atrás, caminar hacia delante y trabajar por el presente.
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