15 de julio de 2023

Una novela vibrante para un tiempo gris

He disfrutado más de la relectura de Tiempo de silencio que al leerla con veinte años, y eso que guardaba un buen recuerdo de ella, lo que me ha confirmado eso que ya sabían tantos, esto es, que se trata de una de las mejores novelas españolas de su tiempo -a veces hay que descubrir por uno mismo lo que otros han dicho hasta la saciedad-, aunque a su amigo y colaborador en sus primeros experimentos literarios, Juan Benet, no le gustó, lo que les costó cierto distanciamiento temporal. Según la releía creí entenderla mejor de lo que obviamente me permitían los recuerdos, construidos de escenas sueltas y degradadas con el paso del tiempo, pero también de lo que había entendido en la lectura juvenil, y no pude sino admirar este retrato de una época en unos pocos días, con una diversidad de ambientes digna de una ambición sociológica, unido a una acción que da un paso claro en cada escena. Son muchos los aspectos interesantes de esta novela (el rechazo ante la abulia nacional, la descripción del Madrid de su tiempo, la dramatización en forma de pesadilla de la sexualidad de un joven, el estilo renovador y la técnica utilizada, el interés moderno tanto por el humanismo como por la ciencia), entretejidos entre ellos, pero en donde la situación de la posguerra española atraviesa todos los temas como las nubes oscuras de un cielo plomizo y triste. La visión de España, y en específico la de Madrid, es la de un pueblo gris y atrasado, poblado de “gentes de tabernas, pillas o mojigatas”. 

El estado de la ciencia es una prueba del retraso de España con respecto a los países prósperos, aunque la foto del Nobel con barba que preside el laboratorio descrito en la primera página de la novela sea, sin mencionarlo, la de Ramón y Cajal. El dictamen es brutal: España no es Europa. Podríamos pensar que se trata de la conclusión lógica de escribir a principios de los 60 sobre el Madrid del 49, de unas décadas deprimidas, tal y como atestiguan tantas voces, desde Saul Bellow en “La carta de España” de 1948 a los comentarios de Vargas Llosa sobre el Madrid en que vivió mientras escribía La ciudad y los perros. Esta representación de un ambiente deprimido es una constante en la novela que impregna desde los comentarios a las descripciones pero que se extiende en el tiempo y en eso que suena ahora tan lejano y extraño de la esencia del ser nacional, de tal forma que resuenan reflexiones sobre el hombre ibérico y se evalúan épocas anteriores con las lentes del presente narrativo, al asombrarse de que alguna vez, en este país desastroso y desastrado, vivieran gentes como Cervantes o Cajal. Hay incluso un capítulo sobre la pobreza cultural española, de pandereta, y se insiste en varias ocasiones en esa postración nacional que parece secular y sin remedio, de un pueblo sin redención ni esperanza. Es decir, lo gris de su tiempo lo proyecta al pasado y lo extiende al futuro convencido de nuestra grisura congénita. 

Como antes Cajal, y luego Ortega, Madrid no se nombra pero la ciudad que describe no es otra, no puede ser otra. No es muy positiva la imagen de Madrid pero al arrastrar tantos sustantivos y adjetivos en secuencias descriptivas hay cierto equilibrio, entre lo bueno y lo malo, que se inclina finalmente hacia lo chusco y lo tosco. Tampoco es estrictamente cierto que se describa Madrid sino que Madrid se va colando en la novela; sus distintos ambientes, tan variados que son dignos de una catalogación, desde las chabolas a la casa de los ricos, desde el laboratorio a la sala de conferencias en donde se ironiza sobre el perspectivismo de Ortega o al estudio de un artista en donde se burla del arte mediocre que necesita ser explicado, desde el prostíbulo cutre y atestado a esa posada humilde en donde las tres parcas -tres generaciones de mujeres o la mujer en tres edades distintas- desean tejer los destinos del joven protagonista, desde los bares y cafés a la comisaría y los calabozos, desde los cócteles a la verbena. Hay un afán explícito por captar la vida en la novela cuando, en medio de las chabolas, el protagonista reflexiona sobre lo innecesario de irse a una isla paradisiaca del pacífico para observar al hombre desde el punto de vista antropológico, así como se habla también de las costumbres de cierto gusanillo para luego comentar lo mucho que un entomólogo disfrutaría viendo el mismo procedimiento en ciertos personajes de la historia. 

En todas estas escenas pesa más la descripción del ambiente, de las gentes y sus costumbres, que las emociones de sus personajes, que deducimos por las situaciones -lo que T.S. Elliot llamó el correlativo objetivo- y, en el caso del protagonista, por la carga emocional que impregna la narración. En casi todas las escenas se emplea una misma técnica: primero se describe el lugar con sus gentes, muchas veces a través de las reflexiones de su protagonista como intermediario entre el narrador en tercera persona y la ciudad, y luego, al final de cada uno de los 62 capítulos, aparece la acción, que nunca decae ni se desprecia y avanza en unos pocos párrafos o frases finales como una estocada. A pesar de esta pauta tan repetida la novela despliega infinidad de recursos sorprendentes, desde el retrato psicológico a lo grotesco y el semi esperpento, desde el mundo interior de las reflexiones del personaje a la descripción de ambientes, o desde el informal discurrir filosófico a la ironía o el juego verbal, como en el magnífico interrogatorio policial, que entendemos sólo con el uso de un adverbio o el comienzo de una frase junto a un paréntesis con el tipo de mensaje (aprobación, reconocimiento, suposición) ya que conocemos previamente los pormenores de la historia. Que el narrador se permita jugar en uno de los momentos más graves del relato es una prueba más de hasta qué punto el autor explora dentro de cierta coherencia narrativa, un ejemplo entre tantos de su fuerza creativa y literaria a pesar de, o contra, la época que narra.

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