15 de abril de 2023

Oedipa ante el laberinto paronoico

Una joven ama de casa, con sus reuniones de Tupperware y sus preocupaciones culinarias, se convierte en la protagonista de la novela The Crying of Lot 49 (1965), al igual que el héroe incidental Roger Thornhill en North by Northwest (1959) de Alfred Hitchcock, es decir, una persona cualquiera que se ve inmersa en una aventura, con sus peligros y misterios, que la lleva mucho más allá de sus preocupaciones cotidianas, solo que en vez de ser por una confusión, en el caso de ella es debido a la gestión de la herencia de un antiguo novio millonario. No en vano, hay un punto cómico en la narración de ambas historias, muy a pesar de sus sufridos protagonistas, como si los héroes no predestinados no fueran realmente creíbles como tales. Oedipa Maas responde a cierto estereotipo de ama de casa: rechaza las drogas, se define como republicana, es supersticiosa y no sabe bien ni quién es Shakespeare. Sufre, además, la desilusión de unos sueños frustrados, por muy vagos que estos fueran, y no valora a su marido, cuyo trabajo de disc jockey sin éxito lo considera decepcionante o poca cosa, aunque sin decírselo. Podríamos suponer que parte de su resignación está relacionada con pasar de su antiguo novio millonario a su marido más bien pobretón, pero tampoco se dice nada al respecto y lo cierto es que ambos personajes, el muerto rico y el vivo pobre, no salen muy bien parados, ni desde la perspectiva de la protagonista ni desde la perspectiva del narrador omnisciente. Eso sí, su nombre inusual nos extraña con fuerza por ser un eco del héroe clásico, y nos preguntamos si realmente su historia tendrá algo que ver con un Edipo femenino, descubriéndola confundida, curiosa y, posteriormente, decidida, en una progresión, con sus baches y dudas. 

Sin importar tanto el sentido que cada cual le demos, lo cierto es que la novela suscita múltiples interpretaciones, y no solo por su final abierto, sino por esa sensación implícita en la historia y explícita en boca de la protagonista, y algunos de sus personajes, de que estamos ante una paranoia, algo en lo que Thomas Pynchon insiste -el grupo de música juvenil, por ejemplo, se llama los “Paranoids”-. Pero, ¿cómo consigue sumergirnos en este efecto? En parte lo consigue planteándonos una búsqueda llena de trampas. El pegamento que une a todas las escenas y personajes variopintos es una investigación, es decir, una búsqueda de la verdad, pero esa búsqueda está sustentada en pistas vagas e hipótesis tan inverosímiles como coherentes. El hecho de que nuestra representación del mundo está mediada por la visión de cada cual y que el acceso a este es personal, en el sentido de que cada uno saca sus propias conclusiones, se confunde demasiado a menudo con la primacía de lo sentido y lo interpretado como lo auténtico, pero cuando la verdad carece de una comprobación empírica, cuando se busca sólo a través de los textos, entonces el resultado no puede ser sino aproximativo, hermenéutico, y está condicionado por la duda. Si en la vida real esto nos permite llegar a aproximaciones, acuerdos o hipótesis más o menos solventes con el afán de rigurosidad, en una ficción bien manipulada nos puede llevar a un laberinto sin salida, capaz de señalarnos las flaquezas de nuestras certezas. El problema insoluble a la que esta búsqueda parece abocarnos es a la imposibilidad de llegar a la verdad a través del discurso. 

Hay un fenómeno psicológico común que se vuelve en contra de Oedipa, llevándola hasta el precipicio de la paranoia, que está relacionado con la manera en la que captamos la realidad, esto es, con nuestra capacidad de detectar patrones, hasta el punto de que una de las reflexiones posibles suscitadas por el texto es la de preguntarnos cómo damos sentido a nuestro mundo, tanto en la interpretación de los textos o los medios de comunicación, como de la realidad. La historia, al contrario de su tono cómico, sugeriría entonces algo más profundo, no tanto porque la verdad sea difusa o difícilmente accesible, sino porque ese mecanismo mental de darle sentido al mundo, buscando patrones y coincidencias, explicando con nuestra imaginación y dando coherencia con nuestro razonamiento a unos pocos hechos, bien podría llevarnos a encontrar verdades en donde no hay patrones ni coherencia, sino casualidades a las que hemos dotado de un sentido y un significado ficticio. Ante su propio desconcierto, Oedipa se plantea si quizá todo ha sido manipulado a su alrededor para que ella vaya detrás de una verdad que no existe. Como con toda buena paranoia, ella se plantea si todo es una broma o es ella quien está mal de la cabeza, pero ambas opciones no parecen del todo posibles, porque por una parte son demasiados personajes y demasiados detalles como para formar parte de una conspiración orquestada y por otra son demasiadas casualidades, aunque las organizara el difunto millonario, como para que sea ella quien esté realmente paranoica. Hay coincidencias mínimas, como la del cuadro de Remedios Varo en el hotel de estilo alemán en el que Oedipa para de camino a Berkeley, que no podrían haberle preparado en caso de una conspiración. 

Por supuesto, ella podría estar tejiendo su fantasía al unir las casualidades más banales -no otra cosa es realmente la paranoia-, pero son tantas en la novela, y tantos los implicados, como para no creer que está descubriendo la trama de una verdad enterrada, pero que, al rebelarse tan alocada y excéntrica, resulta divertida e inverosímil. Ciertamente, el hecho de que muchos personajes beban, se droguen o tengan brotes psicóticos envuelve a la protagonista en una atmósfera propicia a esta sospecha. La narración en tercera persona, sin embargo, aleja la indagación de la paranoia del camino subjetivo, al contrario, por ejemplo, que el extraordinario manejo del olvido provocado por el alcohol en el narrador en primera persona de Tough Guys Don’t Dance de Norman Mailer. Una tercera opción, que sea todo real, es tan alocada como los nombres de sus personajes ya que, entre otras cosas, pasaría por aceptar la historia alternativa del correo Thurn and Taxi y el Trystero desde el siglo XIII, que es una historia ficción en sí increíble que, sin embargo, se mantiene por una mezcla de humor y violencia, de locura y coherencia con sus contextos históricos. Hay mucho en esta novela de disfrutar la fantasía en sí misma, de dejarse llevar y divertirse. Cada vez que leemos los estrafalarios nombres de sus personajes, recibimos una bofetada que nos recuerda que el texto es una ficción y que, aunque uno esté sumergido en la suspensión de la incredulidad, no deberíamos tomárnosla en serio, sino más bien de forma cómica o irónica. Esta búsqueda de una verdad oculta, que forma parte de una historia alternativa secular al estilo de los grandes conspiranoides o de una gran broma que usa a la protagonista como un títere, la aboca sin duda al precipicio de la paranoia, pero toda aventura conlleva un riesgo y una transformación, como si parte de lo importante residiera en el proceso y la experiencia liberadora.

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