Hay escritores que escribieron de pie, como Ernest Hemingway o Philip Roth, otros acostados como Marcel Proust, y la mayoría sentados, claro. También hay escritores que se levantan muy pronto y escriben a primeras horas del día o incluso antes, los hay que escriben por la mañana y otros por la tarde o por la noche, supongo que cuando más tranquilidad pueden tener, sin ruidos ni distracciones. Lo raro, me parece, es que un escritor escriba un día a una hora y otro a otra. Esta parte de escribir se parece un poco al deporte o al estudio, el cuerpo se acostumbra a unas horas hasta el punto de que, después de pasar el resto día agazapado, se despierta en plenitud en esas horas a las que lo has ido entrenando, aunque sólo sea porque son las únicas que tenías libres para hacerlo.
A mí me pasó con esta novela que la escribí por la noche, aproximadamente una página por día que revisaría en profundidad al terminar el conjunto, y de una forma un tanto afiebrada y compulsiva debido a la presión a la que me sentía sometido durante el resto del día, una presión inespecífica y cotidiana, llena de pequeños compromisos y circunstancias laborales y familiares que hacían de mis noches frente al ordenador un refugio un tanto enigmático, incluso para mí mismo al ver lo que escribía. No en vano, una de las consecuencias más intrigantes de escribirla fue que por mucho que supiera el arco narrativo de lo que quería contar el recorrido estaba lleno de sorpresas que tanto me entusiasmaban como me inquietaban. Me preguntaba si no estaría escribiendo algo demasiado retorcido y, quizá, impropio.
No recuerdo bien lo que para mí significaba estaba novela mientras la escribía. Creo que quería demostrar algo sobre la naturaleza paradójica del deseo, sobre cómo ese egoísmo por la satisfacción propia puede ser o acaba convirtiéndose en un camino hacia el conocimiento del otro, aunque ese conocimiento, como en el caso de la novela, sea abrupto y dramático. Mirado con perspectiva, o con la perspectiva del momento en que la recuerdo, Kedest explora el deseo, la obsesión y la naturaleza del encuentro amoroso. La narración desde el punto de vista de una primera persona está necesariamente viciada y sesgada por su perspectiva pero, por eso mismo, es más cercana a la experiencia vital. El inicio presenta al narrador, que carga con la frustración de su última relación, atraído por una mujer con la que se cruza en la calle y a la que empieza a seguir.
Lo que comienza como una fascinación poética se convierte en un deseo que oscila entre la idealización y la incertidumbre. El contraste entre la idealización de su deseo y la realidad de la interacción entre ambos se convierte en el eje central de una historia de equilibrios frágiles y contradicciones frustrantes. El descubrimiento de la verdad relativa al personaje femenino que da nombre al título, Kedest, es también el descubrimiento de una vida ajena a los dilemas e incertidumbres del narrador, el encuentro sorprendente con el otro, de una vida cuyas circunstancias ponen en entredicho sus propios sufrimientos, como si estos no fueran más que bagatelas sin importancia en las que el personaje se ha ahogado frente a los problemas, más intensos y desoladores, en los que otros viven. Esa empatía o reconocimiento del otro que surge de la búsqueda de la satisfacción egoísta es quizá el motivo que me hizo creer que valía la pena escribir la historia.
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