15 de octubre de 2020

Temporada de huracanes

Había leído unos cuantos comienzos de novelas, de esas primeras páginas que las plataformas digitales ofrecen como cortesía a los lectores, dubitativos por la ausencia del libro físico y avasallados por tantas novedades, cuando nada más empezar Temporada de huracanes noté una escritura que destacaba por encima de las demás, con un estilo envolvente que, tras un primer capítulo breve, se convierte en un embrujo mesmerizante de prosa sinuosa y subordinadas encadenadas, ligera pero interminable, de gran destreza artesanal y cada vez más repleta de palabrotas, referencias sexuales y expresiones locales, con un lenguaje desinhibido sujeto al arco milagroso de sus frases. A esa prosa incontenible, como de un chismorreo de altos vuelos, se une la dureza de las historias de violencia y drogas, de prostitución y familias rotas, de abusos sexuales y asesinatos, con las palabras de la jerga de Veracruz que, aunque la desconozcamos y perdamos algunas de sus referencias, connotaciones y ecos, hace de ventana verosímil a una vida marginal y mísera. La comprensión del texto nos llega gracias a las emociones generadas, en el dolor, la rabia y el rencor de los personajes, cada cual herido a su manera y de forma brutal. Hay, además de su lenguaje y de las historias narradas, algo capaz de remover las vísceras del lector con sus ejemplos extremos, con las tensiones narrativas propuestas y las angustias de sus personajes. La novela está atravesada y empapada por los fantasmas literarios del sexo y de la droga, esas dos grandes obsesiones de tantos escritores jóvenes -y algunos no tan jóvenes- desde hace varias generaciones, pero no se mueve sobre experiencias propias sino sobre historias y gentes que la autora conoce de investigaciones periodísticas, alejados de su vida personal, tal y como ella ha comentado en entrevistas.

La novela mantiene el tono, la tensión dramática y el estilo desde el principio hasta el final sin desfallecer. Hay dos elementos esenciales para mantener este difícil equilibrio, por una parte la dosificación de la información que lleva a varias sorpresas sin que uno tenga la sensación de efectismo, y por otra la narración de los hechos siguiendo a varios personajes distintos, de tal forma que conocemos lo sucedido por partes, con miradas limitadas, hasta que esos ángulos nos permiten hacernos una idea más completa al coincidir y abordar los mismos hechos desde varios puntos de vista distintos, por los que se atisba la unidad del relato. La estructura de fondo es un clásico del policiaco: aparece un cadáver en el primer capítulo y poco a poco descubrimos quién pudo estar envuelto, quién lo hizo y por qué, y cómo se llevó a cabo el crimen. Pero en esta historia la estructura de novela negra hace más de boyas acuáticas en la intensa corriente de su prosa, como guía para el lector, que de fuente de la tensión dramática, la cual reside más bien en las historias contadas. Cada capítulo abre con una escena que no se explicará hasta su cierre, generando una tensión dramática interna, y sigue a un personaje distinto, del que se nos va contando su existencia, a veces con anécdotas de su infancia, hasta centrarse en lo sucedido antes y después del asesinato. Hay también un tercer elemento que aporta tensión: la agresividad de sus personajes, la palabra virulenta como medio de un mundo violento. Lo visceral surge de las acciones de sus personajes y se manifiesta en el lenguaje soez, de tal forma que la integración del estilo y lo narrado es tal que, por momentos, no nos imaginamos la intensidad de estas emociones sin este estilo, como si al haberlo narrado con este torrente verbal hubiera abierto una puerta específica y única. 

En todas las historias vemos familias destruidas, degradación por las drogas, prostitución, pobreza extrema y ensañamiento. Son todas de una violencia asumida como normal por personajes que no conocen sino ese entorno marginal. Hay sin embargo un par de personajes que podrían considerarse arquetipos femeninos. Uno es el de la Bruja, cuyo cadáver encuentran los niños en una charca con el cuerpo ya casi podrido en la primera escena, y que se nos presentará como una mujer apartada en su casa -al estilo de una Emily Grierson o una Joanna Burden faulknerianas- de la que los vecinos cuentan chismes tan dispares como disparatados, desde fantásticos y mágicos a truculentos y orgiásticos, y que nos deparará una de las sorpresas de la novela a medio relato. La otra es la abuela que controla a las hijas y nietas a golpes mientras deja a su hijo y posteriormente a su nieto hacer a sus anchas, tan libremente como si fueran salvajes, y que recuerda a una Bernarda Alba, una de esas mujeres mayores que controla el grupo femenino de forma férrea y temible, un personaje que, como diría Camille Paglia, se hunde en la noche de los tiempos al recordarnos la estructura de la vida femenina segregada de la de los hombres, a quien vemos retratada por su nieta, harta de ella y resentida con su sobrino. Ambas tienen un final que se me antoja simbólico, como si el arquetipo existiera para retorcerlo y encontrarle una nueva perspectiva, atrapando aún más al lector entre las frases sinuosas. El libro, publicado en el 2017, fue nominado para el premio Booker International como una de las cinco mejores novelas vertidas al inglés en el 2020, lo que debe de haber sido una proeza imposible, tanto por la jerga veracruzana como por la belleza de su prosa, y quizá, quién sabe, no ha jugado a su favor para llevarse este galardón.

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