15 de noviembre de 2021

Retrato de un suicida como un inmaduro

La última novela de Fernando Aramburu tiene algunas de las virtudes de su magnífica obra anterior, Patria, que nos lo dio a conocer a tantos lectores. En Los vencejos, los personajes están perfilados con esa mezcla que los hace atractivos y repulsivos, con sus miserias y mezquindades, con sus flaquezas y sus frustraciones, con tanta verosimilitud que no tardamos en considerarlos demasiado humanos como para enfadarnos o sentirnos atraídos por ellos. La técnica para perfilarlos recuerda a su anterior novela cuando usa esos requiebros constantes que facilitan y evitan que los clasifiquemos, como si quisiera negarnos las expectativas creadas, pero hay un elemento fundamental que cambia nuestra perspectiva como lectores, este es, la intermediación del yo narrador a través del cual se nos revelan los demás personajes, con lo que no podemos desprendernos de la sensación de que los personajes sean de una manera distinta a cómo el personaje narrador nos los pinta. 

Esta sensación se acrecienta por el hecho de que el narrador, desde los primeros compases de la historia, nos informa de que piensa quitarse la vida en un año, justo lo que dura la novela, separada en capítulos que llevan cada uno el título de un mes. Este suicidio premeditado con tanta antelación permite al narrador liberarse de muchos escrúpulos mientras escribe en soledad sobre sus recuerdos y frustraciones, un narrador que ve el mundo desde la abulia y la resignación, desde su apatía para entablar una nueva relación amorosa, la desmotivación laboral y la indiferencia política. Si en términos de narratología diríamos que el narrador no es fiable, en términos psicológicos podríamos afirmar que está deprimido. Su mirada lejana y escéptica coincide con la del narrador de El extranjero -libro no en balde mencionado por el narrador-, su pasividad es semejante, el mundo se le figura capaz de arrastrarlo sin que él mueva un dedo por hacer nada porque nada vale la pena. 

Durante un tiempo se creyó en psicología que los deprimidos no tenían los sesgos de quienes albergamos nuestras ilusiones cotidianas, gracias a las cuales nos relacionamos y vivimos con cierta normalidad, pero con los años se descubrió que los deprimidos desarrollan sus propios sesgos, es decir, aunque ven el mundo y a sus semejantes con una perspectiva clarividente, también lo distorsionan a su manera. Algo así le sucede al narrador de esta novela que, ya de vuelta de todo, resignado a su destino, nos habla de su pasado, de su exmujer, de su hijo, de unos pocos amigos y de su trabajo, entre otros muchos temas que van saliendo al paso gracias a una estructura de saltos temporales discontinuos similar a la usada en Patria. Aunque el personaje acaba definiéndose también por otros rasgos, ya que va adquiriendo cierta complejidad según avanza la novela, desde el principio se nos muestra con una característica que se mantiene más o menos patente durante buena parte de la novela: su inmadurez, causa o consecuencia de su estado depresivo, no sabemos. 

Es un hombre que deja de ponerle normas a su hijo por evitar conflictos con él y prefiere que este le vea como un colega, cosa que por supuesto no consigue; sus reveses en el matrimonio parecen estar detrás de su estado de ánimo y su decisión radical sin que él lo acepte abiertamente; a sus más de cincuenta años sigue echándole la culpa a sus padres por lo mal que lo criaron; y así con una larga lista. Hay también algunas anécdotas triviales que ahondan en esta dirección: Una compañera le aconseja inteligencia emocional para convencer a su mujer y él responde que jamás había oído hablar de eso. Francamente, me resultó extraño que un profesor de instituto, ávido lector, no hubiera oído hablar de la inteligencia emocional, hasta el punto de que me sacó de la novela como un golpe de inverosimilitud, aunque luego pensé que para la época de la anécdota quizá la propuesta de Goleman aún no se había considerado como verdad educativa. Sin embargo, sea como fuere, lo cierto es que funciona como una forma más de subrayar su inmadurez. 

En este sentido, se le presenta casi como una caricatura, ya que se trata de un profesor de filosofía que no sabe de emociones. En fin, es un personaje, y no sólo puede darse el caso de que haya en la realidad más de un profesor de filosofía como este narrador sino que, sobre todo, hay que entenderlo como una idea o una función, es decir, por lo que quizá simboliza, algo así como el hombre torpe en emociones que se hunde en una depresión a pesar de sus vastos conocimientos porque le falta una comprensión de la vida más importante que la hallada en los libros. No se trata pues del retrato de un suicida desde el punto de vista de la reconstrucción psicológica de quien decide acabar con su vida, o por lo menos a mí no me lo pareció, sino más bien del retrato de un hombre incapaz de adaptarse a los reveses inevitables de la vida y que recapitula su existencia, quizá secretamente en busca de entenderse, y cuya inmadurez tiene como castigo poético el suicidio. 

Pero la novela se alarga, se demora en los personajes y en ciertas anécdotas del narrador, convirtiéndolo en algo más complejo que ese impulso inicial que parece partir del molde al que he llamado el hombre inmaduro. El personaje narrador se nos muestra entonces como alguien normal, con sus problemas cotidianos, sus rencores de psicodrama familiar, sus anécdotas más o menos vergonzosas y sus frustraciones, y las fricciones con sus pocos amigos. Incluso el odio que le profesa a su hermano es tan banal como carente de consecuencias desde el punto de vista narrativo. Casi todas sus historias son tristemente cotidianas: enfermedades, divorcio, muertes de familiares, dificultades sexuales, problemas de padres e hijos, conflictos en la pareja, y sólo la decisión de suicidarse impone coherencia narrativa a todos estos pequeños dramas a su alrededor, con su mirar desapasionado que lo coloca como observador distante de los demás y de sí mismo.

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