15 de septiembre de 2018

Terra Nostra, sueños y espejos

El posmodernismo en literatura ha sido definido por una serie de características más o menos comunes a muchas novelas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tales como la ironía y el juego narrativo, el hacer explícito el proceso de creación y la metaficción, la intertextualidad y el pastiche, la distorsión temporal y la fragmentación, enfoques amplios o reducidos para conseguir efectos deformantes de la realidad, y conceptos más específicos como la metaficción historiográfica, en la que se ficcionaliza con descaro a personajes de la historia. Entre las referencias al posmodernismo, el realismo mágico ocupa una posición de privilegio como un fenómeno propio y Don Quijote de la Mancha aparece en un lugar destacado como fuente de inspiración de muchos de estos experimentos. Terra Nostra de Carlos Fuentes reúne todas estas características, y algunas más, idiosincracia del autor, para integrarlas en una obra ambiciosa y larga, difícil de desentrañar, que fue publicada en 1975, dos años después de Gravity’s Rainbow de Thomas Pynchon, probablemente la obra más representativa de la literatura posmoderna, lo que es un signo más de hasta qué punto Carlos Fuentes, que empezó esta novela seis años antes, estuvo siempre atento a su tiempo político, artístico y literario. Su biografía es además la de un hombre puente entre los Estados Unidos de su infancia, las capitales más importantes de la América hispana de su adolescencia hasta el regreso a Méjico, y su interés por la cultura e historia de las grandes naciones europeas. Si bien el realismo mágico ya estaba en marcha con García Márquez como su gran representante y Borges había escrito ficciones que han sido clasificadas en la categoría posmoderna, Carlos Fuentes sería quizá el primer novelista hispano en utilizar conscientemente sus presupuestos teóricos para crear su novela, enraizándola en la historia y la tradición hispana.

Terra Nostra está construida con una excelente y original capacidad intelectual que ha urdido unas relaciones complejas pero sólidas, basadas en gran parte en el juego entre los sueños y los espejos, es decir, entre las posibilidades infinitas de la imaginación y la consciencia reflejada de cada uno de los personajes. Los sueños hacen como de vasos comunicantes en la narración, de modo que uno pierde el rastro de quién sueña a quién hasta el punto de preferir dejarse arrastrar por las historias que estar haciendo una indagación, no sé si fructuosa, cuya conclusión, intuyo, es el goce narrativo. A veces este juego me agotó, y exhausto lo tachaba de falsa profundidad por repetitivo, pero muchas otras me maravilló, abriendo posibilidades nuevas a la narración, con ese gusto por darle la vuelta a la realidad y el sueño hasta que todo queda confuso y atrapado en la ficción, porque la realidad reflejada en la ficción es también parte de la ficción, hasta el punto de que hay personajes que sueñan a otro que interactúa con un tercero que, según me pareció entender, forma parte de la realidad de quien sueña. Esta complejidad narrativa parte de la que Fuentes encuentra en el análisis de Don Quijote de la Mancha, en el que la realidad y la ficción luchan ambas en el plano de las palabras, con lo que la primera queda atrapada indefectiblemente en la segunda. Hay un cronista en la novela de Fuentes, no es el único que se arroga el título de narrador en este libro, que participa en la batalla de Lepanto, valiente a pesar de estar enfermo, cuyo nombre es Miguel, quien ha pasado la noche desvelado y con fiebre fantaseando su vida y su experiencia en palacio para luego meter lo escrito en una botella bien tapada que lanza al mar en el fragor del encuentro contra los turcos y que llegará a la joven Celestina para revelarle la verdadera identidad del personaje con quien ella ha andado, relato que será también cuestionado por los personajes que se ven representados en él, de tal forma que, al igual que con los sueños, los planos se solapan y funden, como las imposibles y fascinantes perspectivas en los dibujos de Escher, en una narración poco propicia para lectores con vértigo. 

Imagen: Leonel Sagahón
Los espejos, por su parte, llegan a reflejarse unos a otros hasta reproducir la imagen en una impresión de infinito y múltiples interpretaciones. La señora ofrece al náufrago verse en un espejo en donde descubre que no es sino el fantasma de la imaginación de ella, no ve a quien espera ver, a su supuesto yo que ha vivido tantas andanzas, sino a la señora, porque él es ella. Don Juan, náufrago, el que no se sabe y se busca, el que no recuerda, es también ese otro don Juan mujeriego que descubre que no es sino la imagen en el espejo de la mujer que lo imagina, lo desea y lo ama. Le da así una vuelta de tuerca al mito, que se nos presenta como una víctima de los deseos ajenos, ya que todos ven en él lo que desean ver y no lo que él es. Este náufrago, que se nos presenta al principio como realidad de la ficción, lo descubrimos luego como parte del sueño de la señora, tan real que tiene sus propias aventuras, y para ella es imagen viva de su amor aunque se le describa como estatua de piedra. Además de revelar a don Juan como imagen y reflejo del deseo de quienes lo aman y fantasean, el espejo, llevado por el naufrago, el mismo u otro, quién sabe, hace a los indígenas del Nuevo Mundo verse a sí mismos y horroriza tanto al anciano de la tribu, convencido de su juventud eterna, que muere de la impresión. Al reemplazar al viejo hundido en la cesta, ese náufrago se verá a sí mismo reflejado en el espejo como un viejo y el juego de los espejos se revelará también útil para transitar entre las edades de los hombres, la juventud y la vejez, la vida eterna deseada cuando no se tiene y no deseada cuando se está agotado. Esta fusión, que me recuerda al juego de las mujeres de distinta edad en Aura, el excelente relato de Fuentes, inspira cierto simbolismo. ¿Se trata de una constatación de la persona tras el cuerpo o de una evolución del tópico del tiempo que huye reflejado en dos edades al unísono para advertirnos de lo pasajera de nuestra condición? Sea como fuere, estos juegos y giros, que funden personajes ficticios propios y ajenos, mitos e historia, son fruto de la gran originalidad de Fuentes, capaz de exprimir lo que damos por conocido y viejuno para recrearlo y rejuvenecerlo con la gran fuerza simbólica del eco de la tradición. 

El espejo nos lleva a la reflexión pero también a la consciencia atrapada en sí misma, tanto a los opuestos y los contrastes como a los inquietantes dobles, al igual que los sueños nos liberan cumpliendo nuestros deseos inalcanzados pero también arrojan sombras y pesadillas. Esta contraposición de opuestos forma una acumulación que se integra en razonamientos e imágenes poéticas como si entre la reflexión y la poesía hubiera un continuo, en donde los símbolos sirven para encauzar narrativamente ciertas ideas claves expuestas a su vez en su ensayo Cervantes o la crítica de la lectura. Esta mezcla de personajes históricos y ficticios, de la tradición literaria y pictórica, de cuadros que en vez de describirse se nos cuentan como narraciones y seres que parecen sacados de pinturas de Velázquez, de símbolos y dobles, de sueños y eventos históricos, se unen en un caudal de prosa que arrastra palabras de multitud de afluentes e ideas como guijarros inesperados de variado tamaño. Y todo se funde con un ritmo profundamente poético que reclama la lectura en voz alta cuando advertimos la semejanza de ciertos capítulos con soliloquios cuyos temas a veces recuerdan a Hamlet o a áreas de ópera, que Fuentes consideraba el arte en donde se expresaba mejor y con mayor intensidad las pasiones humanas. No en vano, el personaje de Julián, el fraile pintor, le recuerda al cronista la intención misma de su obra cuando le dice que otros escriben los sucesos, análisis y estudios, pero lo propio del fabulador es escribir la historia de las pasiones. Aunque ni el vocabulario ni la sintaxis aspiran a recrear la lengua del Siglo de Oro, hay una riqueza léxica y una exploración lingüística indudable. La frase es intensa cuando es corta, como en la producción última de Fuentes, incluidos los artículos de prensa, y más parece golpear la piedra a martillazos como si lo importante fuera el repicar mismo, pero cuando es larga se convierte en un torrente musical, y puede uno imaginarse al propio Fuentes leyéndola en una conferencia, con su entusiasmo y viveza. Estos ritmos dramáticos para exorcizar las pasiones, junto a la autonomía de los capítulos, narraciones dentro de narraciones, plagadas de crítica, sátira e ironía, hacen de su lectura un goce poco común.

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