15 de febrero de 2023

Ficciones dentro de la ficción

La prosa de Thomas Pynchon en The Crying Lot 49 es como un glaciar que arrastra todo tipo de sedimentos o morrenas; desde las referencias a la historia, la literatura de James Joyce o la música clásica de Bartok y Vivaldi a las referencias populares de la televisión, la radio o la música pop; desde la palabra elevada o el vocablo técnico a la expresión grosera y el insulto; desde la recapitulación de la belleza de la ciudad nocturna o la cercanía poética del inmenso océano pacífico a la descripción del tugurio más mugriento o de las basuras urbanas bajo los puentes oscuros; desde las referencias a los psicólogos más conocidos a las descripciones de los objetos más intrascendentes. Esta unión entre lo culto y lo popular, su mezcla en el mismo plano, e incluso su inversión a través del juego de la ficción, remiten a ese zeitgeist de la década de los 60 estadounidense, en la que transcurren muchas de sus historias o deja una marca indeleble en muchos de sus personajes. En esta mezcla sesentera no pueden faltar la música, el sexo y las drogas, aunque a veces se representen con una distancia irónica y juguetona, algo gamberra y divertida sin buscar el gag, quizá por ser la visión de un autor educado en la década anterior, alumno de Nabokov en varios cursos de la universidad, pero del que, como es notorio, poco se sabe. Cuando sus oraciones son largas, estas no son sinuosas y llenas de subordinaciones introspectivas al estilo de Proust, ni despliegan un abanico de posibilidades emocionales al estilo de Javier Marías, sino más bien, al estilo de Jack Kerouac o de John Clellon Holmes, remiten a una relación de objetos y realidades tangibles que aspiran a atrapar el mundo a su alrededor, en el que los paisajes y los productos manufacturados, incluso sus marcas comerciales, forman parte de la abundancia occidental. Este virtuosismo en el manejo de la prosa está contrapunteado con frases cortas, como en el caso de los ritmos de Holmes inspirados en el jazz, pero haciendo uso además de estilo directo e indirecto y un humor que impregna los estrafalarios nombres de sus personajes, las historias excéntricas de sus vidas y, a menudo, las situaciones extravagantes, en una mezcla de personajes y situaciones grotescas, de extrañamiento y fantasía, que prefigura, por ejemplo, a un David Lynch. 

El hecho es que pasan tantas cosas en esta breve historia de transiciones rápidas y saltos temporales, que cualquier intento de resumirla está abocado, una vez narrado los compases iniciales, a la elección inevitable de cada lector, lo que a su vez estará relacionado con la interpretación que le de a la novela, juego al que esta se presta, quizá por su hilarante fantasía y ambigüedad, como si fuera una caja de resonancias para los lectores. Lo cierto es que la novela está plagada de personajes que disfrutan, comentan y analizan ficciones dentro de la ficción y de un narrador que nos las describe con pormenores: una película en la televisión, una obra de teatro, la letra de una canción, un programa de televisión, una emisora de radio con sus comentarios y sus canciones. La inclusión de la televisión (hay un personaje en otra novela suya, Vineland, con adicción a la tele) en la literatura de Pynchon tiene un efecto similar al que deseaban los vanguardistas al llenar sus textos de máquinas y velocidades para que sus versos y novelas reflejaran el mundo moderno, sus novedades y sus cambios, lo que conllevaba una nueva forma de ser ante el mundo y de verse a sí mismo, ya que la tele ofrece una imagen y un ideal que seguir o del que burlarse, unos intereses y creencias compartidos y hasta unos gestos que imitar. Como ejemplo del peso que estas ficciones dentro de la ficción tienen en la novela basta contar las páginas dedicadas a narrarnos la obra de teatro y los comentarios o pensamientos de los personajes que la están viendo: 9 de 170 páginas, es decir un cinco por ciento del texto. La pregunta que acecha al lector es hasta qué punto estas ficciones dentro de las ficciones nos están diciendo algo más de la trama o de los personajes que sus reacciones más o menos superficiales ante estas, o si acaso sirven como espejos de la ficción principal y nos están ofreciendo alguna clave para descifrarla. Y es que la gran parte de estas ficciones dentro de las ficciones son pura invención de Pynchon. La obra The Courrier’s Tragedy, gore, macabra y sexualmente explícita, no es una obra real, sino otra ficción al estilo de una “revenge tragedy”, de esas que fueron tan famosas en el teatro inglés después de Shakespeare y, de tan enrevesadas y sangrientas, no sabe uno si Pynchon las imita o las parodia, capaces de dejar a Quentin Tarantino a la altura de un niño bien de la ficción. 

Por una parte, la película que la protagonista Oedipa y el personaje Metzger ven en la habitación de un motel no parece tener ninguna relación con la trama, salvo por el hecho de que remite al propio Metzger que la protagonizó de niño, lo cual sirve para caracterizarlo y quizá extender una sospecha sobre su función de abogado -si fue actor quizá está actuando, es decir, miente-. Más tarde, la letra de la canción del juvenil grupo de música nos cuenta la huida de Metzger con una chica de la pandilla. Sin embargo, la obra de teatro, aunque quepa la duda de su relevancia, remite a una historia paralela que se remonta al siglo XIV y se desarrolla siguiendo ciertos acontecimientos del pasado en la Italia renacentista, el puritanismo radical del norte de Europa con las tensiones entre holandeses y españoles, la revolución francesa, la llegada a Estados Unidos de una secta y un episodio entre violento y macabro relacionado con un lago italiano durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque el telón de fondo es la historia real, lo contado es pura ficción, una historia ficción, al igual que lo era la obra de teatro y, probablemente, la película protagonizada por el niño Metzger. Todo el esfuerzo por contextualizar estas historias dentro de historias, con fechas verosímiles y lugares reales, con sucesos más o menos posibles, se dilapida con sus nombres y situaciones estrafalarias, recordándonos constantemente la mentira de la ficción por muy bien construida que esté. Esta historia ficción se nos cuenta a fragmentos, no siempre lineales, y hace de paralelo a la narración en el presente, porque la investigación sobre el presente depende de esa otra investigación sobre el pasado para aclararse y cobrar sentido, porque el pasado es parte del presente e interactúa con este, como en una especie de río subterráneo que aparece y desaparece en el camino del presente narrativo. No en vano, hay personajes dedicados al estudio de la historia, como Mike Fallopian, que está escribiendo un libro sobre el correo en California, o el filatélico Genghis Cohen, que investiga los sellos del testamento que Oedipa debe ejecutar, o el experto en obras antiguas de teatro, Emery Bortz, que le ayuda a desentrañar los posibles misterios de la tragedia del supuesto Richard Wharfinger. Todos ellos no estudian sino ficciones escritas por el autor, con lo que la novela, al contrario que tantas otras, no remite a una historia real, no se apoya en una verdad, sino que se construye en otras ficciones, lo que no quita para que el lector se quede con esa idea abstracta de la importancia del pasado en la comprensión del presente.

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