15 de agosto de 2020

Doris Lessing, tensión dramática y realismo psicológico

Desde mi lectura de El quinto hijo he ido leyendo otros libros de Doris Lessing, aunque como de costumbre de forma desordenada y un tanto azarosa, hasta confirmar una experiencia similar a todos ellos. Unos más veces y otros menos, me vuelven a la mente como si recordara lo sentido durante la lectura y como si de alguna manera me acompañaran, lo cual no es poco decir de un libro y menos de varios del mismo autor. No sé si me sucederá también con sus Relatos africanos que acabo de terminar, pero su lectura me ha devuelto a la fascinación del primer libro suyo que leí. En esta colección de madurez, publicada cuando ya había pasado los cuarenta años, hay un amplio abanico de personajes y protagonistas, desde miembros de familias de colonos llenas de prejuicios y sentimientos de bondad; a niños y niñas intrépidos, arrogantes o miedosos que relatan el mundo de los mayores desde la confusión o que reaccionan de forma extraña socavando la auto satisfacción de los adultos; o a ancianos y ancianas tanto venerables como cascarrabias aunque siempre con un atisbo de comprensión. Casi todas estas historias tienen como fondo las tierras de Rodesia -hoy Zimbague- y, por su presencia e importancia, podría considerarse al paisaje también como un personaje más. En todos los cuentos hay, además, ese velo distante entre negros y blancos que separa dos mundos distintos en el mismo lugar. No se permite el humor pero tampoco la tristeza, como si estuvieran ambas demasiado mezcladas como para separarlas. Uno de ellos, “Carta de casa”, parece una premonición de Roberto Bolaño, desde el tono al tema, con un editor en busca de un gran poeta recluido desde hace una década en un pueblo en medio del desierto que guarda sus poemas en un cajón, escritos a propósito con una letra ilegible. Todos ellos son breves, menos uno llamado “Hambre” que por su extensión podría considerarse una novela corta. 

El marco narrativo de ese relato más largo sigue al personaje principal desde la vida en el pueblo a la vida de la ciudad, la cual se nos describe desde la mente ingenua pero rápida en aprender de quien ignora cómo es ese nuevo mundo desconocido en el que se adentra. Jabavu, su protagonista, comparte una característica peculiar con otros personajes infantiles de la autora, su tenacidad, una vez se le mete algo en la cabeza no ceja hasta conseguirlo. Desde su nacimiento ha sido así, fuerte, decidido, rebelde, y también inteligente, pero eso no le augura un camino fácil, más bien al contrario. Vive en la pobreza extrema de un poblado africano, aprende solo a leer ciertas frases a partir de medio silabario y a hablar algo de inglés gracias a un sabio de otro pueblo cercano mientras sueña con las comodidades de los ricos y con la ciudad de los blancos, y siente un profundo resentimiento hacia quienes le aconsejan tener cuidado o no acercarse a la ciudad. En el periplo de sus desventuras, desde el campo a la ciudad, nos enteramos, siguiendo la avidez del muchacho, de las condiciones de vida y problemas de buena parte de Sudáfrica, tocando temas sociales sin explicarlos, de una forma tan discretamente explotada y a la vez eficaz que no reduce en nada la tensión dramática y, sin embargo, da la sensación de estar ante un fresco social. Aunque el narrador en tercera persona explica sin mucha profusión en qué se equivoca Jabavu o cuándo se burlan de él sin que se de cuenta, lo sigue con tanta fidelidad que incluso a la hora de describir parece hacerlo como lo haría él, con metáforas rurales. No hay alardes narrativos en esta ficción linear y sin embargo dispone de la anticipación las veces suficientes como para crear verdadera alarma en el lector. Entonces, ¿qué es eso exactamente que hace este cuento largo, o novela corta, tan vibrante?

Me inclino a pensar que un primer ingrediente es la abundancia de aventuras y el cambio de escenarios, que acaban convirtiéndose en recurrentes y familiares al lector, mostrándole ese mundo nuevo que el personaje también está descubriendo. Otro ingrediente fundamental es descartar, como también pude observar en El quinto hijo, todo aquello que no esté directamente relacionado con la tensión dramática, conseguida al seguir muy de cerca al protagonista, de tal forma que los personajes secundarios son claros satélites de este aunque, como es el caso, estén perfectamente integrados y definidos. Quizá con este segundo ingrediente que exige reducir lo accesorio a lo fundamental, también deba asociarse la prosa directa y desprovista de adorno. Si el primer ingrediente depende de la imaginación de la autora y el segundo de su técnica y decisiones en el proceso creativo, el tercero es en mi opinión el más personal, enriquecedor y genial: Se trata de una admirable capacidad de penetración psicológica que hace a Doris Lessing heredera del mejor realismo psicológico. No sé si su secreto como escritora reside en un extraordinario poder de observación, que no juzga explícitamente sino que deja la elección moral al lector tras diseccionar a los personajes desde dentro y desde fuera con una mirada doble, o si se trata por otra parte de una fina sensibilidad artística capaz de hacer más verosímiles a sus personajes combinando la exposición de sus motivaciones más egoístas y audaces con la comprensión más cabal de las circunstancias que motivan sus ideas y decantan sus acciones, pero en cualquier caso me parece un logro poco común. No había escena que no me pareciera lúcida y reveladora, y además he pasado la lectura inquieto ante el final de la historia, preguntándome dónde y cómo iba a acabar el personaje, y sufriendo por lo que pudiera sucederle.

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