15 de junio de 2023

Una novela de detectives contracultural

Si alguien tiene la idea de Thomas Pynchon como un escritor difícil, Inherent Vice comienza de forma sencilla, directa al grano, sin que se perciba un especial talento narrativo, ni poético, ni dificultad estructural, pero con diálogos vibrantes, capaces de tensar las cuerdas de lo dramático y lo cómico sin que ninguna desentone, y trasladar al lector cierta ligereza ingeniosa e inteligencia gamberra. Al contrario de su fama, justificada en otras obras, esta novela no resulta difícil de seguir salvo por las referencias culturales, giros lingüísticos populares y bromas sesenteras, que en parte les da ese aroma característico de la contracultura y es donde más se pierde en la traducción. Quizá también porque los capítulos, unos breves y otros largos, no están casi nunca divididos en escenas de unidad espacio-tiempo, o solo de tiempo, sino que fluyen con saltos mayormente espaciales condensados a veces en una frase, lo que puede despistar en una lectura poca atenta o en su versión original. La novela se sitúa en la California de los años 70, pero el narrador está alejado en un tiempo futuro y, aunque no hace muchas incursiones, de carácter puntual, estas suelen tener el tono de “at that time” o “those times”, por lo que genera cierto efecto de lejanía que se olvida pronto en la acción y el devenir de la trama. Digamos que está entre el narrador The Crying of Lot 49, inmerso en el presente de los 60, y el de Vineland, que narra unos 80 con personajes marcados por los 60. Desde esa visión alejada pero fiel a sí mismo, que mira el epílogo de los sesenta y principios de los setenta con la perspectiva del nuevo siglo, este periodo adquiere un toque distinto, de nostalgia y hasta de visión crítica, pero sin renunciar a su esencia y, por supuesto, volviendo sobre los mismos temas. 

Uno de ellos, quizá el más presente, son las drogas. Hay multitud de comentarios sobre sus estragos en los personajes, consecuencia quizá de esa mirada lejana y experimentada del narrador. Se cuentan vidas destrozadas, dientes carcomidos, niños con malformaciones, mentes idas, perturbadas o espiritualmente perdidas y, quien menos, falta de memoria e incapacidad para pensar bien. Hasta la tía del protagonista, Doc Sportello, desconfía de él por su abuso de porros y él mismo se excusa o percibe sus limitaciones debido a su estado por el consumo. Pero aunque se muestren profusamente las consecuencias de las drogas no hay en el narrador ni un impulso explícito moralista, más bien al contrario acudimos a una descripción en la que el protagonista pasa media novela fumado mientras intenta averiguar el paradero de Shasta y Mickey. Lo critican continuamente por drogata y por hippie, pero lo cierto es que no le importa qué le digan o de qué males le adviertan, él sigue adelante con su investigación incluso cuando parece resuelta. Doc es valiente y, en este sentido, heroico, aunque todas las características del personaje apunten hacia la parodia del detective -el capítulo en que aparece la familia por su casa y se entera de los secretos sexuales de sus padres es hilarante, ¿qué detective tiene una familia que lo visite?-. En su faceta principal, Doc no se rinde, es un hombre curioso que quiere saber la verdad, incluso cuando no tiene beneficio económico. Pero la novela tiene su sentido cómico. Prácticamente todas las bromas de la novela están relacionadas con las drogas, mientras que las referencias al sexo -otro tema de la contracultura sesentera por excelencia- se quedan en los pensamientos del personaje como verdades agazapadas y ocultas, pero claras como un resplandor en la mente. 

Si las paranoias de The Crying of Lot 49 eran producto del afán por dar coherencia a la información recibida sin que quizá hubiera relación detrás, el típico fenómeno de quienes ven conspiraciones por todas partes, en Inherent Vice están claramente relacionadas con las drogas. Pero esa paranoia se utiliza narrativamente de forma similar como excusa para dudar de lo sucedido, o de lo que se cree que ha sucedido, y dejar al lector confuso, para abrirle caminos y sugerencias, para mantenerlo en suspenso, hasta que detrás de esas paranoias o visiones lisérgicas se entrevea la verdad. Las creencias esotéricas, también asociadas con las drogas y los viajes psicodélicos, son sin embargo algo más que una consecuencia cómica de las pasadas de tuerca de los drogatas, ya que, como en esos giros que solo son buenos en la ficción, hacen que esas fantasías, de las que muchos se aprovechan para beneficio propio mientras otros las creen por ingenuidad y vacío metafísico, nos deparen alguna sorpresa narrativa -al estilo de esa genial burla de lo esotérico que es Family Plot de Hitchcock (1976)-. La visión sobre las drogas en esta novela está también íntimamente relacionada con el tema principal: La corrupción y tejemanejes que están detrás de Mickey Wolfmann, y la mención de las injusticias inmobiliarias que ha habido en California durante muchos años. Si la acción narrativa comenzaba directa con la aparición de Shasta en el apartamento de Doc, la causa de la historia reside en que Mickey Wolfmann -obsérvese que Mickey es el nombre del famoso ratón de Disney y Wolfmann tiene claras connotaciones depredadoras- quiere devolver todo el dinero que ha ganado ya que, culpable y compungido, cree que nadie debe pagar por vivir en una casa, a cuyo convencimiento ha llegado gracias al uso del peyote. 

Es difícil no concluir que en esta novela la droga, a pesar de sus consecuencias devastadoras, también revela verdades, asociadas a la bondad o la igualdad, y a la purificación de pecados, lo que hace que el personaje del rico de dudosa virtud -otra constante de la novela de detectives y de la obra de Pynchon- sufra una transformación, desee donar sus bienes o, mejor, devolverlos a la sociedad, como esos hombres que, tal y como cuenta Antonio Escohotado en Los enemigos del comercio, repartieron sus riquezas para vivir con la humildad cristiana en sus últimos años, influenciados por la corriente, en su momento dominante, del pobrismo cristiano, y que de alguna u otra forma retorna en distintas épocas. Por supuesto, su familia y el Estado, que no suelen salir precisamente bien parados en las novelas de Pynchon, se opondrán a tal locura. Pero esta novela tiene muchos hilos que se unen y se dispersan, que andan en paralelo y se bifurcan o se entroncan, de tal forma que el cártel asiático de venta de drogas que Doc descubre resulta también trascendente en la narración. Sin embargo, no hay conexión moral entre quienes trafican con las drogas y quienes se drogan, como si unos no fueran consecuencia de los otros, o viceversa, o como si ese aspecto quisiera eludirse para insinuar, por el contrario, cómo la droga puede revelar verdades profundas y servir de identificación personal entre los personajes que se drogan de los que no, los contraculturales de los anticontraculturales, quizá incluso los buenos de los malos. La novela, pues, traslada una visión relativamente compleja y ambivalente de las drogas: muestra sin tapujos sus múltiples consecuencias perjudiciales, se aferra al ideal iluminado de revelación personal y mantiene una línea ambigua o contradictoria en el caso del denominado consumo suave, es decir del hachís, tal y como hace el protagonista. 

Que sea un tema de fondo de las novelas de Pynchon sobre los sesenta es de esperar ya que, no solo es una de sus obsesiones literarias, sino que reconstruir esa década sin tocar el tema de las drogas, y la actitud hacia ellas, sería como escamotear una de las características destacables que marcan los aspectos culturales distintivos de ese periodo en los Estados Unidos. Por supuesto, no es el único. Hay también en sus novelas una obsesión con la televisión. El policía Bigfoot se fija en las películas para coger recorte de los gestos de los actores e imitarlos, algo que también se veía en The Crying of Lot 49 y que apunta directamente a la influencia de la tele en nuestra vida cotidiana hasta colonizar incluso nuestros gestos, nuestras reacciones hacia los demás y, en definitiva, nuestro comportamiento. Dicho de manera literaria, la influencia del cine y la televisión en nuestra educación sentimental. Imitar a los actores de una película creyendo que, al reproducir sus gestos, nos convertiremos en ellos y, de forma menos frívola, asumiendo sus valores de forma poco consciente, es una de esas revoluciones como la de descubrirse ante un espejo, que de tan cotidianas que se han vuelto pocos se percatan de que hubo un tiempo, anterior a su existencia, en la que la gente carecía de esos modelos y, probablemente, era distinta a nosotros porque no tenía esos espejos en que mirarse ni esos actores o valores a los que imitar. Hasta los policías de la novela están influenciados por las películas de policías, al igual que los mafiosos en Gomorra de Roberto Saviano copian las mansiones de las ficciones americanas de mafiosos. Lo retransmitido por la tele, además, se mete en la narración como una ficción dentro de la ficción o como una excusa para hablar de política o contextualizarla históricamente. 

No son pocas las películas que se mencionan, algunas como la estupenda I Walked with a Zombie (1943) de Jacques Tourneur, pero el foco no está puesto en estas sino en cómo Doc reacciona ante ellas, aunque no sean trascendentes para la trama. El narrador las nombra con su año entre paréntesis como si en vez de una novela fuera un ensayo o un artículo. En cualquier caso, refleja una preocupación del autor por los nuevos medios de comunicación, con un uso frecuente del teléfono en las conversaciones entre personajes, igual que en la introducción de un tema novedoso como el uso de un predecesor del internet, el ARPAnet -una red de computadoras construidas en el 69 para enviar datos militares a través de Estados Unidos cuyo nombre Doc confunde con el de alguna nueva droga que no le apetece probar-. A los medios de comunicación como formas más o menos eficaces de transformación social e influencia personal se suma el tema de las identidades e injusticias raciales, que va desde la exposición de execrables infamias pasadas a las contradicciones de algunas posiciones identitarias; así como el tema relacionado de grupos de ideología extrema, incluido una gran cantidad de neonazis; o la tensión entre los hippies y los veteranos del Vietnam. Situaciones todas sorteadas con el peculiar estilo entre gamberro y porreta de Doc Sportello, como cuando se ve acosado por Bigfoot, con su odio inveterado y sus prejuicios insultantes sobre los hippies, entre quienes cataloga a Doc, de tal forma que se define a sí mismo por su obsesión compulsiva por burlarse y despreciarlo. El humor es también la forma de mostrarnos los prejuicios e incongruencias de los personajes y, para Doc, el escudo que, al filo de caer en la ofensa, lo defiende de la agresividad ajena y le permite hacer averiguaciones. 

No son pocas tampoco las referencias al mundo hispano a través de palabras, expresiones, frases, nombres de personajes (Adolfo, Castro, Chico, Inez, Joaquín, Luz, Magda, Manuel, Antonio), topónimos (Arrepentimiento, El Drano, San Joaquín, y tantos otros conocidos), que también surgían, por ejemplo, en The Crying of Lot 49, imposibles de ignorar en California, y que ponen de manifiesto no solo la influencia de la frontera sino, más allá, el sustrato hispano centenario de buena parte de los Estados Unidos, tal y como ha narrado la historiadora Carrie Gibson en El Norte. Además, el abogado y amigo de Doc, cuyo apellido Smilax nada tiene de hispano, se llama Sauncho, que en inglés, o por lo menos en la versión del audiolibro, se pronuncia Sancho, así como hay alguna referencia al Man of la Mancha. Y es que El Quijote gusta a quienes abogaban por el realismo, a quienes encuentran placer en la fantasía o en el humor, así como a quienes se extasían con el idealismo, a los modernos por su uso de los narradores y especialmente a los posmodernos por sus juegos metaficcionales y narraciones intercaladas, y supongo que a todo a quien se acerque al clásico por múltiples razones justificadas. Esta presencia de lo hispano no es, en principio, una constante en la contracultura estadounidense pero sí lo es en Pynchon, así como el gusto por la carretera, sin que la novela sea una road story a lo Kerouac, pero sin saltarse esos tramos de transición motorizada entre los distintos lugares visitados por Doc, en los que transcurren muchas conversaciones, que a veces adquieren un nivel poético, como ese John Wayne que, después de haber cumplido su misión, desaparece caminando hacia el horizonte encuadrado en el marco de una puerta, solitario, pero, en el caso de Doc Sportello, conduciendo un coche que surca carreteras como olas y cogiendo salidas enmarcadas en el paisaje californiano, en una imagen poética de la libertad. 

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