15 de mayo de 2019

El idiota, novela teatral

Cuando me pregunto cuáles son las razones de la magnética densidad dramática en El idiota de Dostoievski pienso en la unidad de tiempo y espacio a la hora de construir sus capítulos y partes, la intensidad y trascendencia de sus diálogos, la comprensión emocional y moral de los personajes, el arte del suspense y esa forma de dramatizar, es decir exteriorizar en la acción imaginada, las más variadas pasiones humanas. Cada una de las cuatro partes ocurre en unos pocos días y cada escena está desarrollada en un tempo como si transcurriera paralelo al de la vida real, sin dilataciones ni acortamientos notorios. Esta unidad de tiempo y espacio hace que los personajes entren y salgan de las escenas, generalmente habitaciones, como si estuvieran en el escenario de un teatro, con esa forma imposible desde el punto de vista realista de proyectar la realidad del drama. Pero la construcción teatral no explica por sí misma la densidad narrativa. Durante las conversaciones se habla mucho del pasado de cada cual y se cuentan muchas historias de otros personajes, hasta el punto de que el lector parece haber llegado justo a tiempo de presenciar la culminación de algo que llevaba años gestándose en la vida de sus personajes, como si el narrador nos contara el drama a punto de culminar y lo que viéramos no fuera sino la punta de un iceberg, tanto de la acción como de la psicología de los personajes, cuyas motivaciones han sido hurtadas para lograr el suspense. Limitada por una voluntaria unidad de tiempo y espacio, esta novela, que George Steiner consideró la más sencilla de Dostoievsky en su estructura por ser lineal cronológicamente, es sin embargo un largo ejercicio de síntesis dramática, que apenas se salta sólo al principio de cada parte para ubicarlas unas semanas o meses después de la anterior. ¡Qué vértigo  no siente el lector cuando al terminar la primera parte de la novela, más de doscientas páginas, se percata de que sólo han transcurrido 24 horas en la ficción!

Cuando uno llega a una escena que lo impacta y se cree ante uno de esos cráteres principales de toda historia, encuentra posteriormente otra aún más intensa y conflictiva, muchas de ellas inolvidables. Pero al fijarnos de qué están hechos esos capítulos lo primero que llama la atención es la gran cantidad de diálogos, algunos de ellos construidos sólo con conversaciones, como no podría ser de otra forma en una obra de teatro, pero no tanto en una novela, en donde suele haber un equilibrio entre ambos que a menudo gravita hacia la prosa. Comenta George Steiner que la prosa en esta novela sirve para dirigir la acción otra vez hacia los diálogos, en donde reside su fuerza dramática, siempre significativos y cargados del sentido escénico. Es decir, el drama de los personajes está representado mediante los diálogos, al contrario por ejemplo que en la obra de Marcel Proust, en donde la fuerza dramática está en el narrador que recuerda las conversaciones de los otros. Esta novela de Dostoivesky está escrita como un drama escénico de triángulos amorosos entreverados, lleno de emociones fluctuantes y desbordadas, personajes estrafalarios y reflexiones de hondura, en el que abundan digresiones incontinentes, pero que consigue cerrarse sobre sí misma. Hay conversaciones amenas y divertidas, discursos sobre teorías sociales y políticas, reflexiones teológicas sobre el espíritu nacional frente a las creencias y costumbres extranjeras, comentarios sobre el sufrimiento y la naturaleza de la maldad, confesiones sobre actos o pensamientos inmorales, historias traumáticas de los personajes y descubrimientos tormentosos. Aunque Míjail M. Bajtín negaba el aspecto teatral de las obras de Dostoievsky para subrayar su aspecto polifónico, los diálogos en esta novela son además de una forma de interaccionar entre los personajes, en los cuales surgen los roces de sus intereses encontrados, una forma de conjura o catarsis de los conflictos internos, lo que explica esa tendencia, tan dramática, hacia el monólogo. 

No son pocas las veces que pasamos de asistir a una conversación a sentir que estamos escuchando la historia de un personaje contada por sí mismo, de tal forma que algunos capítulos parecen transfigurarse en monólogos, como el dedicado a las reflexiones y padecimientos de quien está pronto a morir, y cómo ve la vida teniendo la muerte tan cerca. Dostoyevsky a menudo incluye en los discursos de sus personajes las posibles críticas que le puedan hacer, en vez de dejarlas para una confrontación dialéctica más breve y dinámica, y por eso resultan tan vigorosos y complejos, e incluso es la causa de que los personajes parezcan contradecirse. Por muy buenas que sean las réplicas, los discursos, al incluir su crítica, son tan complejos que sobresalen por sí mismos. Otras veces, como el sorprendente discurso del príncipe sobre el cristianismo católico frente al ortodoxo, está tan poco relacionado con el resto de la novela como inapropiado y ensimismado resulta al pronunciarlo en medio de una reunión de la alta sociedad, es decir, funciona perfecto en el drama. Casi siempre son de una hondura psicológica inquietante, por ejemplo cuando el príncipe dice de los asesinos que muchos no sienten remordimientos pero son conscientes de que han cometido un crimen, aunque también hay entre ellos quienes, convencidos de que han hecho el bien, ni siquiera se consideran asesinos por haber matado, anticipándose a las razones psicológicas -la ideología- de las matanzas y deportaciones de millones de rusos bajo el totalitarismo de la Unión Soviética que Aleksandr Solzhenitsyn explicó en su insobornable testimonio histórico, Archipiélago Gulag. Parte de su densidad dramática proviene de la profundidad con la que trata sus temas más obsesivos, así como de situar cualquier pensamiento, por muy filosófico que sea, en el contexto de las emociones y bajo la presión de ciertas circunstancias. Pero en parte también, como nos cuenta George Steiner, el volumen del libro y los giros dramáticos de cada capítulo reflejan la economía serial tan típica del siglo XIX en Europa, y el hecho de que al autor se le pagara por página.

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