15 de febrero de 2022

El liberalismo y sus enemigos en el Fausto de Thomas Mann

Las tensiones entre opuestos son el origen de esa fecundidad de ideas que emana del mundo ficticio del Doktor Faustus de Thomas Mann. Las hay entre la ciencia y las humanidades, entre las humanidades y la teología, entre la vida burguesa y la vida bohemia, entre la civilización y la barbarie, entre la palabra y la música, entre la religión y el socialismo, entre el humanismo y la religión o entre el humanismo y la revolución, entre el equilibrio y lo radical en la política, entre la razón y la magia, entre el arte como educación para las masas o el arte como producto del espíritu imposible de rebajarse al nivel comunitario, entre lo bueno y lo demoniaco, y así en una serie de dicotomías que recorren la novela como quien tensa muchas cuerdas por sus extremos para obtener sonidos al tocarlas. Es una técnica también empleada en otras obras de Thomas Mann y que no se circunscribe sólo a los diálogos que estos temas suscitan sino que forman cuerpo en los personajes mismos, como en el caso de las hermanas Inés y Clarisa, ambas materializaciones ficticias del fracaso de la vida burguesa y de la vida bohemia, espejo invertido y trágico de los parabienes y ensoñaciones que se les asocia a estos dos tipos de vida: la comodidad, la tranquilidad, el amor conyugal y los hijos, frente a la libertad, alegría, el amor sin compromiso y el reconocimiento del público. Estas dicotomías forjan personajes, sus vidas son ejemplos de ellas, pero también sus dudas y conflictos como en el caso indudable del biografiado Adrián Leverkühn, el gran artista que alberga dentro de sí las batallas mistificadas entre el bien y el mal, la razón y la locura, la genialidad y el desamparo. 

A mí me gustaría incidir en una serie de dicotomías que oponen el liberalismo y la cultura humanista a sus enemigos, en un periodo en el que esta se resentía frente a sus muchos asaltantes y que me recuerda, haciendo un paralelo entre la república española y la de Weimar, a ese artículo de Ortega del El espectador en que lista a los enemigos de la república sin dejar fuera a casi ninguno de los partidos políticos, entregados a las musas del fascismo o el autoritarismo, el nacionalismo o el independentismo, el comunismo soviético o la revolución socialista. Es a través del narrador, Serenus Zeitblom, cuyo nombre indica, como en otros personajes de esta ficción, una característica de su personalidad, que la narración se mantiene unida y en equilibrio ante tantos factores desequilibrantes, tanto los emocionales y dramáticos como los intelectuales y sociales. Aunque sus comentarios políticos son pocos e indirectos, y nunca llegan a ser el centro de la narración, el narrador nos advierte de que la política se estaba metiendo en todas partes y el puro culto a la espiritualidad y a la inteligencia estaba desapareciendo, algo similar, por cierto, a lo que Julián Marías advertía en sus recuerdos sobre la guerra civil española cuando describía el ambiente de obsesión política, capaz de borrar el valor de los argumentos y el juicio artístico por la etiqueta de si se era de derechas o de izquierdas, de los unos o de los otros. Thomas Mann, como gran novelista, integra tensiones similares sin rehuirlas aunque encarándolas desde el ángulo de la tranquilidad burguesa, en donde la perspectiva humanista y liberal del narrador describe de forma secundaria las opiniones que se asocian a estas turbulencias.

El marido de Inés, con su cuerpo incapaz y su poco atractivo, defiende una idealización de la barbarie y la violencia hacia la que el narrador no esconde su repugnancia, aunque el personaje sea luego tratado con compasión, porque el narrador no niega las virtudes de sus conocidos por muy en desacuerdo que esté con sus opiniones. Su querido amigo y biografiado Adrián Leverkühn se burla de él por sus ideas liberales, limitadas y poco profundas, y él le recrimina a cambio que su estética mezcle razón y magia, y enmascare lo supersticioso. Las teorías teológicas de un tal profesor Kumpf, para quien ser feliz es la mejor forma de mantener al diablo a raya, por lo que está siempre haciendo gestos ostensibles de felicidad, le resultan al narrador inquietantes. Así como también le asustan las palabras de Adrián en su diario, que sufre en su interior las contradicciones y males de su vida casi espiritual, cuando afirma que “la barbarie está más cerca de la teología que una cultura desprendida del culto, para la cual la religión no es más que una cultura, humanidad, un lugar de exceso, paradoja, pasión mística, aventura antiburguesa”. Las conversaciones de los jóvenes teólogos son también una muestra de ese mundo antiliberal cuando hablan de la necesidad de la unión del socialismo y la religión para evitar el caos, y recurren a lo instintivo para propugnar su mensaje ideológico. O las reuniones en los salones de la rancia aristocracia en donde sus asistentes están en contra de la república liberal. Esta tensión entre el liberalismo y sus enemigos se resuelve en el narrador como juez que ordena consciente y explícitamente el material, y también, me atrevería a decir, en su estilo de prosa equilibrada y sosegada.

El narrador siempre defiende la posición liberal frente a las teorías religiosas y políticamente revolucionarias, por muy lógicas que resulten, de tal forma que se establece una dialéctica entre el yo y los demás personajes. Esta tensión entre lo asociado al orden y la sensatez con lo radical en la política y la vida, como si luchara desesperadamente contra las fuerzas desintegradoras del yo en el mundo, es decir del anti humanismo, tiene su excepción en lo radical en el arte y la admiración por su amigo, pero no por ello se confunden. La visión del narrador es lo bastante compleja como para abarcar algunos de los opuestos tratados en la novela, como cuando ansía con nostalgia volver a inculcar a sus alumnos “los principios humanísticos de una cultura en la cual el temor a las divinidades de las tinieblas, el culto ordenado de la razón y la claridad olímpicas se confunden en una religión” sin hacerse ilusiones ante el cambio de mentalidad de las nuevas generaciones. Su innegable preocupación por conceptos como la libertad se refleja también en la importancia que confiere a las palabras cuando afirma, por ejemplo, que llamar pueblo a la gente hace que se porten más en grupo en oposición, suponemos, al término de ciudadano, que exige la responsabilidad del individuo. El ideal humanístico que erige la verdad y el individuo como sus pilares rectores es para el narrador el mejor remedio para mantener a raya y domesticar al ser más agresivo y prejuiciado que habita en cada uno de nosotros, por encima del antídoto de la religión, y en contra de ese supuesto progreso que estaba exaltando en Alemania, y por toda Europa, lo bárbaro y la violencia como grandes novedades de la cultura.

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