15 de julio de 2019

El narrador de Los demonios

De entre las muchas características destacables de Los demonios de Dostoyevski, las cuales comparte con otras de sus obras, hay una que me parece específica de esta novela, su narrador. Es cierto que Dostoyevski utiliza todos los recursos a su alcance para decir lo que quiere, pasando del narrador omnisciente a la voz de los personajes de una frase a otra, entremezclándolas casi, como bien indicara Mijaíl Bajtín a propósito de la prosa de Los hermanos Karamazov, y si tiene que saltarse cierta lógica narrativa para adentrarse en un personaje o explicar un acontecimiento lo hace con algún subterfugio, pero en esta novela, una de sus mejores entre muchas excelsas, destaca el acierto y el esfuerzo por acoplar al narrador a los acontecimientos narrados, aunque estos vayan más allá de su visión limitada. El narrador se nos presenta como un observador alejado de los acontecimientos pero envuelto en una voz en plural que habla por la población, con un recurrente nosotros que parece un desarrollo de ese nosotros puntual de la clase escolar del primer capítulo de Madame Bovary y una premonición del narrador diluido en la comunidad de un cuento como el de “A Rose for Emily” de William Faulkner. La relación de estos narradores en plural, un pequeño descubrimiento en la novela realista a modo de exploración narrativa, no me parece gratuita si reconocemos, además, la continuidad de referencias, conocimiento y admiración que el americano profesó al ruso y el ruso al francés. Pero en Dostoyevski este nosotros, a pesar de presentársenos como ambiguo, no esconde la presencia de un narrador personaje, un yo bien claro que va perfilándose en el transcurso de la obra, conocido íntimo del personaje Stepán Trofímovich, el escritor de efímero y remoto éxito que sufre de vaivenes emocionales auto infligidos, y del que sabemos mucho más de lo que la historia parece requerir por ser, precisamente, amigo tanto del narrador como de muchos de los personajes, incluso familia, relacionados con los acontecimientos que transcurren en la comarca. 

Si al principio el tono es burlón e irónico, y hay un par de capítulos en los que más que describir a su amigo lo satiriza como no recuerdo haber leído nunca en Dostoyevski, la penetración del narrador a la hora de describir a sus personajes es tan profunda y verosímil que el escarnio a Stepán Trofímovich queda diluido, aunque dudo que el lector sea capaz de recuperarse nunca de esa primera representación que queda flotando por su fuerza y dureza en nuestra imaginación. Dostoyevski podía haber optado por mostrarnos la voz interior de Trofímovich, en algún momento lo hace de alguno de sus personajes, con sus conflictos y dudas, mezquindades y frivolidades, y también con su idealismo y sentido del honor, pero se sirve de este narrador, amigo y confidente, para exteriorizar dramáticamente los pensamientos de su personaje. Esto, por supuesto, favorece que lo veamos con distanciamiento y la parodia sea efectiva, y evita que la mirada de Trofímovich cope la representación de la realidad como hubiera pasado de ser este el narrador, quien no habría sido un mal candidato dada su condición de escritor y su cercanía a los demás personajes, lúcido a pesar de sus desequilibrios. Gran parte del libro se la pasa uno intrigado con quién es este narrador, un tal G., de quien se dice que es un hombre de educación clásica y relacionado con la alta sociedad, un funcionario a quien suponemos de grado alto y bien establecido en provincias, que nos muestra los padecimientos amorosos, de orgullo y económicos de su amigo, pero que se difumina en distintos grados cuando narra escenas con otros personajes, de tal forma que si la primera parte de la novela está dedicada a la relación de Stepán Trofímovich y la generala Várvara Petrovna, de la que el narrador tiene conocimiento a través de las intimidades de su amigo, desaparece en muchos capítulos de la segunda parte al enfocarse en otros personajes. En efecto, el narrador parece volatilizarse, tal y como afirma Vargas Llosa en un artículo reciente (El País, 16/02/2019), pero no lo hace definitivamente, e incluso cobra cierto protagonismo en la tercera y última parte.

Es más, el narrador no se cansa de recordarnos lo mucho que sabe por lo que se dijo luego o se averiguó por los testigos o dejaron por escrito los implicados, gracias a lo cual se supone que el narrador ha reconstruido con posterioridad, una vez se han dilucidado las culpas y los misterios, las escenas en donde él no aparece y de las que no fue testigo presencial. En este sentido, me resulta conflictiva la afirmación de Vargas Llosa de que existen dos narradores, ya que a veces estamos en escenas montadas como si hubiera un narrador omnisciente y, de repente, aparece el yo del narrador cuando menos lo esperábamos o ese nosotros plural resurge deslizado con naturalidad colectiva. Y otras veces, por ejemplo al principio, hablando de Stépan Trofímovich, ni el yo ni el nosotros aparecen, pero damos por sentado que es su amigo quien nos narra la escena. No puedo evitar pensar que se trata de un sólo narrador que por una parte cuenta lo que vio y por otra reconstruye lo que averiguó, en donde el nosotros hace a menudo de unión de esos dos espacios. Esta idea nos aboca al problema de la verificación del conocimiento entre tantos rumores, la distribución de la información según el interés dramático y el sesgo político y afectivo de quien cuenta la historia. Ciertamente, la verosimilitud de sus descripciones, la finura de su criterio, la penetración psicológica y, sobre todo, su honestidad al reconocer sus límites como narrador no sólo resultan convincentes sino también admirables, es decir, confiamos en él tanto como cronista de los hechos como por su sentido del bien y del mal, pero estas cualidades no eluden, más bien al contrario estimulan, las preguntas sobre su papel. Es precisamente esa limitación la que lo dota de una verosimilitud y una humanidad que la clásica tercera persona omnisciente no hubiera podido alcanzar, y aquí radica quizá el gran hallazgo y atractivo de este narrador. Al principio dice saber menos que su amigo, nos deja en la duda al respecto de los sentimientos de algunos de los personajes y sospecha o supone esto u lo otro sin tenerlo bien claro, lo cual también le sirve al autor para dosificar la información y crear cierto suspense, aunque muy lejos de su uso intensivo en El idiota. A veces incluso manda un recado a algún personaje, con lo que interviene en los acontecimientos, y no siempre consigue mantenerse al margen, como cuando se esconde tras una puerta para escuchar sin ser visto, sin que su presencia altere la actitud de los demás. 

Aunque la reaparición del personaje narrador en la tercera parte está relacionada con la reaparición de Stepán Trofímovich en la trama, lo cierto es que al final el personaje narrador está más cerca de los sucesos de la ciudad y sus consecuencias que en la peripecia vital de su amigo, que reconstruirá más tarde con lo que presumiblemente le cuenta Varvara Petrovna. En esta reconstrucción de la historia con lo que después de ocurridos los hechos se descubre y con lo que él mismo pudo ver, se suma el efecto de anticipación del narrador, que nos advierte de que la culpa de que pasara lo que pasó la tuvo la actitud de la gobernadora o de que las maquinaciones de Piotr Trofímovich fueron la causa del desastre que aún tardará en contar. Nos avisa incluso de dónde y cómo va a acabar el gobernador, con un final muy parecido al del príncipe de El idiota, una obra anterior a esta con la que guarda cierta relación de temas aunque en planos de relevancia distintos. El narrador, en este caso como el omnisciente de El idiota, tampoco escatima en adjetivos para referirse a la maldad, mezquindad o iniquidad de personajes que aún no han cumplido los actos reprobables de los que les acusa. El narrador, por tanto, nos anticipa el final de una forma general o nos ofrece su conclusión moral con constantes adelantos de diferente trascendencia, pero ni nos lo cuenta todo ni nos adelanta los hechos concretos, en los que el lector se sumerge con avidez hasta llegar a su desenlace. Su presencia como testigo es determinante y decisiva para su posicionamiento, asiste a cómo suceden muchas escenas, oye frases a medias y detecta estados de ánimo en las reuniones públicas, e incluso se percata de la confabulación contra la gobernadora, aunque no haga nada por avisarla porque ella no va a creerle. Registra detalles que, recopilados más tarde y a la luz de los acontecimientos futuros que asombraron y asustaron a la población, cobran un sentido cuyo significado no llegó a alcanzar cuando los observó en un primer momento, aunque a la hora de narrarlos esos planos del pasado y el futuro se entremezclan, en forma sólo aparentemente caótica, con la intención, creo, de crear verosimilitud y confianza en el cronista, a pesar y gracias a sus limitaciones, y mantener al lector intrigado a través de la dosificación de la información.

1 comentario:

Unknown dijo...

buena explicación desmenuzada del narrador y el porque del atractivo de los narradores de en Dostoievski. Aunque concuerdo con Vargas Llosa, existen dos narradores, el omnisciente y el personaje secundario cronista.

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