15 de noviembre de 2020

Lo demoniaco y el arte en el Fausto de Thomas Mann

En el momento de contarnos la historia de su amigo, el narrador de Doktor Faustus es un exiliado interior que desea la derrota de su país, no sin complejidades y contradicciones que lo hacen más verosímil, hasta el punto de temer ser denunciado por sus hijos si estos descubren sus notas. Escribe para aislarse mientras sus compatriotas están luchando en la segunda guerra mundial, pero también refiere cómo las noticias de las primeras derrotas ante los aliados van haciendo mella en la actitud de la gente y cómo quienes están bien informados, unos pocos, no se hacen ilusiones. Sin embargo, este presente del narrador que apenas se menciona hasta llegar casi a un tercio de la novela para luego cobrar mayor consistencia y consciencia del mal histórico realizado por Alemania corre en paralelo sin fundirse con el mito que recorre esta novela disfrazada de biografía que sigue la vida del gran músico ficticio Adrián Leverkühn. Pareciera que con esta obra Thomas Mann se preguntase si hubo una relación entre el mal del ser humano en su organización social, en concreto en lo ocurrido con la Alemania nazi, y lo demoniaco en el arte, indagando posibles paralelismos en la tradición alemana, es decir, en las fuentes de una cultura, una forma de expresarse o un carácter nacional. Pero esta posible relación entre el mal social que lleva a la catástrofe de toda una cultura y lo demoniaco en el arte no cuaja, ni siquiera como telón de fondo, y destacan más las diferencias que las similitudes, salvando al arte y a la tradición alemana del mal causado por sus líderes totalitarios. 

El personaje biografiado deja la teología por la música y se ve a sí mismo entre lo angelical y lo demoniaco, entre el mundo noble y el peligroso, pero si nos fijamos en su vida no podemos sino percibir que se trata de un hombre imbuido en su obra, genial, pudibundo, apartado en su reducto hermoso, bondadoso, bastante casto y austero, que no hace mal a nadie en toda la novela. Su supuesta maldad proviene de una idea del arte que hasta el narrador comparte al referir en los primeros capítulos que la cultura “no es otra cosa que la devota y ordenadora, por no decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino”. Lo demoniaco se percibe como camino hacia la genialidad que el artista debe incorporar, o su conocimiento profundo, como parte necesaria para pasar del bien ingenuo a la madurez creativa y personal, ya que el bien y el mal existen en la naturaleza humana, e ignorarlo sería negarse el conocimiento de nuestro ser. De ahí el peligro para el artista de ese contacto con el mal, que a su vez le sería necesario. Para Adrián Leverkühn la idea del mal va perfilándose desde las clases de teología, llevando más allá las enseñanzas de sus profesores, y reside en el vicio como el deseo de manchar la virtud y el goce de la libertad desde la posibilidad misma de pecar. Sus diarios, en posesión de su amigo el narrador, sólo se refieren a la maldad relacionada con la obra artística y nada dicen del mal en la sociedad ni sobre lo que está por venir, el mal de verdad del nazismo, lo que resultaría impúdico, ridículo o frívolo de no ser por la destreza y profundidad de Thomas Mann. 

Para el diablo de los diarios del genial músico Adrián Leverkühn la locura del artista libera a los demás de su propia locura y los sana. El artista absorbe el mal del mundo, se responsabiliza de él como el salvador en el cristianismo y devuelve su obra como un bálsamo para los demás. El mal en este sentido no estaría relacionado con los actos de maldad en sí sino con el fondo del artista de donde surge su fuerza creativa, lo cual no deja de ser una prueba más de la gran diferencia que hay entre el mal según el artista y el mal según el narrador, pensador liberal y preocupado por las ideas que condujeron a los alemanes al desastre histórico y moral. No hay responsabilidad en la figura del músico supuestamente demoniaco Adrián Leverkühn al respecto, quien gustaba de vivir aislado en un reducto de hermosa naturaleza y murió justo cuando el nacional socialismo empezaba su ascensión, por lo que no tuvo ninguna relación con los malignos que desolaron países y trajeron la desgracia sobre el propio, al contrario que el talentoso actor de esa otra gran novela, Mefisto, de su hijo Klaus Mann. Se insinúa, sin embargo, que algo en la tradición alemana parece prefigurar un carácter culpable de haber llevado al pueblo alemán hasta el precipicio. Pero también es cierto que en la novela hay un capítulo, en un salón de la aristocracia poco proclive a la república liberal, en el que la dueña querría reunir a los aristócratas con la excelencia artística casando a su hija con Adrián, pero esta unión no sale adelante debido a su desinterés, como si esta escena incidiera, sin explicitarlo, en las insalvables distancias entre el arte y la vida mundana. 

Una vez aclarado que ese mal al que el artista cree haberse entregado en su fuero interno, sin confesarlo a nadie durante su vida, para crear sus obras y lograr la excelencia, no es sino una concepción artística de indudable profundidad, conmovedora y misteriosa, que hunde su visión en el romanticismo y la teología, debemos admitir que la ficción se mueve por sus propios parámetros. Thomas Mann desdibuja la línea entre el realismo y el mito. Lo que le sucede a Adrián Leverkühn parece, en efecto, el resultado de un pacto con el diablo debido a la exposición del narrador, cuya serenidad está inscrita en su nombre, Serenus, y que toma por buenas las palabras de su amigo. Pero la interpretación realista que subyace en el texto se impone sobre la excitación y dramatismo de las escenas finales cuando recordamos la enfermedad que el narrador contrajo de joven, en un desliz muy poco de él, y que justifica su locura y pronta decadencia física y mental, esa genialidad truncada y quizá también entretejida con la enfermedad. No en vano el narrador define al genio como “una energía profundamente vinculada a la enfermedad y que en ella encuentra la fuente de sus manifestaciones creadoras” justo antes de hablar de la enfermedad de Adrián. Una enfermedad que lo acompañó durante tantos años, prosaica, quizá capaz de galvanizar su indudable talento e inteligencia, y que tiene paralelos evidentes con la figura del filósofo Friedrich Nietzsche, lo cual, por cierto, complica en vez de simplificar la respuesta de si hubo algo en la tradición y cultura germánica que abocó al terror nazi.

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