15 de septiembre de 2017

La fragilidad de la verdad

Hannah Arendt es un bisturí filosófico implacable que nunca sabemos exactamente a dónde nos va a llevar, sin casarse con nadie, guiados por su filosofar en medio de la selva de la compleja realidad, como si fuera unos pocos pasos por delante de nosotros. El lector parece seguirla en su investigación a través de una aventura intelectual y moral en el que la acción son las ideas y el conflicto entre personajes los giros y vericuetos inesperados de su pensamiento. Para ella la política tiene sus límites en los hechos y la verdad, pero por su misma esencia, por el hecho de ser el campo de lo posible y lo opinable, del entusiasmo colectivo y de las aspiraciones hacia lo aún inexistente, es prácticamente lo contrario a la verdad, que se ve impotente y suele salir derrotada frente a los poderes establecidos. Sin embargo, y a pesar de ser testigo de la gran catástrofe europea de la Segunda Guerra Mundial, Arendt no cae en el pesimismo, para ella la verdad tiene la fuerza peculiar de la resilencia frente a lo perentorio y los continuos intentos de manipularla por quienes ejercen el poder. 

Ilustración: Fred Stein
En su análisis distingue la verdad factual, más frágil, olvidadiza y tergiversable, de la verdad racional, la cual puede resurgir o redescubrirse más fácilmente, por ejemplo un teorema, que la verdad de unos hechos que han sido olvidados por el tiempo. La verdad factual está por tanto en desventaja frente a la verdad racional que a su vez, una vez inmersa en la arena política, está en desventaja frente a la opinión “ya que los hechos dan forma a las opiniones y las opiniones, inspiradas en pasiones e intereses diversos, pueden divergir ampliamente y aún así ser legitimas mientras respeten la verdad factual”. En este campo el mentiroso puede ser tanto o más eficaz que el hombre veraz porque puede inventar un mundo lógico que el otro no puede ya que a menudo los hechos no suenan tan verosímiles o no se dejan interpretar tan fácilmente. Y entre los mentirosos, quienes se engañan a sí mismos son más eficaces y levantan menos sospechas (somos mucho más permisivos con ellos, afirma), que quienes aparecen claramente como manipuladores. 

Cuenta Arendt que en las sociedades totalitarias la manipulación descarada de la historia no lleva a las personas a confundir la verdad con la mentira o a apreciar la verdad cuando esta al fin se dice, sino tiene como consecuencia más común una actitud de cinismo hacia todo lo oficial, es decir, lleva a un adormecimiento de la facultad de discernir entre la verdad y la mentira, que es parte de nuestro equipamiento más o menos eficaz para guiarnos por el mundo. Pero además nos alerta de que en las sociedades democráticas y libres también existen estas fuerzas que desearían aplastar la verdad, y de ahí la transcendental importancia de las instituciones jurídicas y académicas dotadas de mecanismos para defender la verdad aunque resulte incómoda. Sin apenas aludir a nada en concreto pero refiriéndose a su época constantemente, Arendt apunta que si los medios de comunicación van a convertirse realmente en el cuarto poder, tanto en manos privadas o públicas, habrá que dotarlos de mecanismos de defensa frente a la política, ya que sin acceso a la información objetiva la libertad de expresión es una farsa. 

Publicado en 1964 como respuesta a las críticas a su Eichmann in Jerusalem, este breve texto recorre las intuiciones de Sócrates, Platón, Spinoza o Hobbes sobre la verdad y su relación con los otros y el poder, pero también menciona mucho a los padres de la Constitución de los Estados Unidos. Y sobre todo está lleno de perspicaces observaciones de carácter psicológico y social. Pero a mí, por una deformación propia de mis placeres, me ha llamado la atención además algo que no es central al esquema argumental de este ensayo. Para Hannah Arendt la función política del narrador, historiador o novelista, es enseñarnos a aceptar las cosas tal y como son, fortalecer nuestra capacidad de juicio y llevarnos a un proceso similar a la catarsis aristotélica. El origen de la mirada y la búsqueda de la verdad no estaría según ella en la ciencia ni en la filosofía, sino en la obra de Homero, que decidió de manera insólita hablar tanto de los suyos como de los enemigos al mismo nivel, y que influyó definitivamente en Heródoto en su intención de contar para la posteridad los hechos acaecidos tanto por los griegos como por los extranjeros persas.

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