15 de octubre de 2021

Panza de burro

Lo primero que destaca de la lectura de Panza de burro es el uso del vocabulario canario de una forma que ni es costumbrista ni humorística, ni está tratado con la distancia de un narrador que deja hablar a unos personajes humildes mientras este se expresa en lengua estándar, sino que esa habla se convierte en materia de una prosa que fluye con elementos populares desde la perspectiva de una niña de unos diez años que capta el pequeño mundo que la rodea -para ella es todo lo conocido- desde el lenguaje mismo como experiencia primordial. Es ahí en donde se asienta la verosimilitud de la narradora de esta novela de Andrea Abreu, capaz de crear un lenguaje que transcribe el habla huyendo del lenguaje normativo, así como de la normativa culta canaria, para centrarse en expresiones de un lugar concreto de la isla de Tenerife, de un barrio rural y unas familias y unos personajes específicos, creando un idiolecto literario. Pero más allá del vocabulario, y aún más importante en cuanto a la literariedad del texto, es en mi opinión la cadencia de la prosa que proviene de esa habla transcrita tal y como suena, así como de las oraciones sin comas y puntos, a veces dislocadas, en donde la narración flota obligando al lector a reconstruir su sentido o dejarse arrastrar por ella, o ambas cosas al mismo tiempo, lo que produce ese efecto tan logrado de la oralidad. 

La amistad entre las dos niñas protagonistas no esconde la crueldad y la agresividad que hay también en la infancia, mostrando esa fidelidad extraña y magnética de ambas que las une incluso cuando se pelean y se odian, en una amistad que, con sus besos y caricias esporádicos, se confunde con el descubrimiento de sus cuerpos sin que, me parece, deje de ser infantil. Resulta un acierto que el personaje de Isora, de un carácter fuerte, con un desparpajo inusual pero prototípico y un cuerpo grueso, nos sea narrado desde la perspectiva de una niña que se pinta a sí misma débil frente a la amiga, para quien la mayor dificultad es fingir que no la necesita cuando se ha enfadado con ella, pero a quien admira, teme y quiere. Es cierto que las anécdotas de estos dos personajes son difícilmente coincidentes con otras infancias, en parte porque muchos capítulos giran en torno a episodios escatológicos que en sentido general se enfrentan a ciertos tabúes, pero en el nivel de las emociones la novela tiene esa capacidad de trasladarnos a un estado común de la infancia, en el que destacan los descubrimientos del cuerpo o de los lugares de nuestro entorno, sean cuales sean para cada uno, o la sensación de lejanía frente a los mayores y la preocupación por mantener las amistades aunque estas nos irriten o nos hagan sufrir. 

Detrás de esta relación, tan bien conseguida en cuanto al equilibrio de sus protagonismos, transcurre la vida de los adultos ausentes debido al trabajo, dedicados a limpiar o servir en hoteles del sur y en las casas rurales, o en la construcción de apartamentos, en lo que es la otra cara del turismo, el día a día de muchos canarios que viven del placer y el descanso ajeno pero que no disfrutan de él sino que lo hacen posible para otros. Esta dicotomía se refuerza constantemente, en las dificultades para ir a la playa de unas niñas que viven en el interior o en esa panza de burro que da título al libro y que permanece perpetua sobre el barrio de las protagonistas, de una manera poética y opresiva, como una metáfora atmosférica, y que es todo lo contrario al sol y a la playa con los que se venden las islas para el turismo. Estas niñas sólo ven a los padres por las noches, cuando regresan del trabajo, a menudo exhaustos o tristes, por lo que pasan el día solas, asilvestradas diríamos, con contactos puntuales con las abuelas y abuelos del pueblo, que resultan para ellas, según el caso, figuras entrañables o temibles. En un mundo rural, además, en donde lo tradicional (el mal de ojo, la santiguadora, la telenovela) convive con la modernidad (la gameboy, el internet) con una naturalidad llena de realismo. 

Pero nada de esto repercute directamente en la acción. De hecho, esta apenas existe en cuanto que la escena “a” lleve a la escena “b” y esta a la escena “c”, como una cadena de acontecimientos con causa y efecto, sino que los capítulos se suceden, bien trabajados en coherencia y sentido, como anécdotas episódicas desde una perspectiva infantil, no precisamente ingenua pero aún así conmovedora; palabra que mi amigo Pablo utilizó cuando me alabó la novela, quizá también debido a su experiencia de canario con muchos años en Madrid. El elemento que sirve mejor para cimentar cierta causalidad narrativa aparece tarde, cuando la amistad tropieza, con esa pelea que las separa y por la que la narradora se da cuenta de que echa de menos a Isora, gracias a lo cual el personaje adquiere mayor complejidad psicológica. La encuentro pues una novela de ambiente y de estado de ánimo, que se empapa del lugar, del lenguaje y de las gentes, con un humor sutil y puntual -a veces muy divertido-, en donde el elemento poético reside más bien en lo simbólico de esa panza de burro constante sobre las cabezas de las niñas; o en ese volcán amenazante que aparece como símil de imágenes o besos, en imaginaciones y pesadillas truculentas; o en ese mar de fondo, el mar como frontera que es un tópico en la literatura canaria, y que aquí aparece refrescado con la naturalidad de algo nuevo.

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