Quizá uno de los aspectos más llamativos y originales del Mefisto de Klaus Mann, que publicada en 1936 en el exilio vaticinó claramente el horror en Alemania, sea el tono del narrador que nos sumerge en lo grotesco para ir deslizándose sutilmente hacia el realismo psicológico. ¿Pero cuáles son las claves de este estilo que apuntala la crítica a una sociedad encaminada al totalitarismo nacionalista? El narrador en tercera persona imprime su personalidad cargado de una mirada ácida y combativa, con sus adjetivos despectivos, juicios incisivos y críticas explícitas que se revelan, y el tiempo le dio toda la razón, como un acierto a la hora de describir el delirio del ascenso de los nazis al poder, una elección narrativa en consonancia con esa visión satírica de los cuadros de su coetáneo George Grosz. El narrador no tiene pelos en la lengua para describir y descalificar a sus personajes, interfiere en la narración tiñéndola de comentarios de desprecio y mofa. Pero es en la descripción de los personajes en donde mejor se observa el carácter grotesco que domina buena parte de la novela. En sus rostros y sus cuerpos, en sus gestos y reacciones, se adelanta mucho de la personalidad de cada cual. Incluso los personajes mejor parados tienen alguna característica física que los hacen desagradables a algún otro personaje en algún momento y en los que al enfocarse en el detalle nos parece que su cuerpo se deforma hacia la caricatura. En la apariencia radica el reflejo de los vicios y miserias, de los sufrimientos y avideces, de cada uno de ellos.
Ilustración: Kobal / Picture Desk |
Además de su capacidad de integrar y conectar en ambas direcciones lo personal y privado con lo público y político, Mann despliega un fascinante conocimiento psicológico, o una verosímil representación de este, para dibujar a sus personajes, partiendo de detalles descriptivos o el trazo caricaturesco para posteriormente ahondar en unas complejidades emocionales que desdibujan el tono grotesco inicial, aunque continúe gravitando de manera efectiva en el ánimo del lector, a la vez que convierte la novela en algo más profundo y sugerente. Las percepciones sobre las relaciones de parejas o sobre las relaciones de clases son penetrantes y apuntalan la verosimilitud de los personajes incluso cuando estos son excesivos o pintorescos, desagradables o interesados. Hasta al personaje del escritor Theophil, henchido de una desmesurada vanidad que alcanza el paroxismo, se le concede una voz profética e inquietante que nos recuerda la visión romántica del artista, capaz de percibir su tiempo de una forma intuitiva y dolorosa como si fuera un recipiente de las miserias ajenas que redime. Pero dicho todo esto, y dejándome en el tintero la habilidad del narrador para cambiar la focalización y enriquecer la historia con diversas perspectivas o su plasticidad para intensificar la acción al conjugar el tiempo verbal en presente o usar la segunda persona para narrar en forma elegiaca la pérdida de ilusión y trágico final de uno de los personajes, digo ahora lo que debía haber aclarado al principio: esta estupenda novela cuenta el arribismo y ambición de un actor de gran talento cuya única preocupación es triunfar aunque sea a costa de codearse con el régimen dictatorial más feroz y malévolo.
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