Ilustración: Fernando Vicente. |
Anunciada en múltiples ocasiones, incluso leyó en público algunos fragmentos, la novela póstuma de Carlos Fuentes, según nos cuenta su prologuista y editor Julio Ortega, no quedó realmente terminada, sino en fase de recomposición, con muchas notas, tras haber vuelto sobre ella durante los últimos veinte años de su vida. La forma, esa gran preocupación de Fuentes que lo llevaba a buscar siempre una manera distinta de contar sus historias, se nos presenta como una serie de islas dominadas cada una por un cráter central y unidas por una plataforma sumergida bajo el mar, es decir, una serie de escenas de gran intensidad emocional o intelectual que van al grano de su esencia. Prácticamente cada capítulo podría titularse con apenas una palabra que lo enmarca y define perfectamente: El asesinato, la selva, la familia, el presidio, la educación, el enfrentamiento con el padre, los libros, las mujeres, los sicarios. En cada uno de ellos hay un esfuerzo de síntesis, poético e intelectual, cuyo escenario de fondo va revelándose con unas mínimas indicaciones, y en los que sólo importan unas pocas ideas principales que responden al interrogante soterrado que plantean.
Fuentes, con su valentía intelectual, no rehuye el intento de mostrar y explicar al lector las causas últimas del conflicto colombiano. En su interpretación hay varias ideas que retornan constantemente en el texto. Una es la causa de la violencia de los sicarios, el paupérrimo ambiente donde crecen y del que una vez quisieron salir antes de conformarse y envanecerse con ser los efímeros reyes de sus míseros barrios hasta la pronta llegada de una muerte segura. Otra, el contexto violento y caciquil en el que emerge la guerrilla, cómo los terratenientes arrebataban las casas a los campesinos, obligándoles a venderlas o, de lo contrario, las quemaban o los mataban, y cómo los campesinos liberales mataban a los conservadores y los conservadores a los liberales, desencadenando una incontrolable reacción de venganzas en cadena. Así como la corrupción de la clase política, divida en dos bandos que gozaban de los mismos privilegios, que estudiaban en las mismas escuelas y que se repartían el poder ajenos a la mayoría de la gente. Además, Fuentes deja caer otra idea: A la oligarquía colombiana no le importaba la violencia porque ésta transcurría en el campo, no le afectaba directamente, y podía incluso beneficiarse de ella al erigirse en garante del orden establecido.
El escenario planteado explica, sin intención de justificar, la aparición de la guerrilla. Los cuatro hermanos de la familia que toman las armas son retratados como solidarios, amables e idealistas. He tenido la sensación momentánea, que no puedo corroborar debido a mi ignorancia sobre el conflicto colombiano, de que Fuentes se deja seducir por la representación sin mácula de estos revolucionarios, pero ciertamente se circunscribe a los orígenes de estos hombres y los define y diferencia con maestría de escritor gracias a unos contados trazos psicológicos. Entre las grandes ideas que flotan en el texto hay otras puntuales pero muy valiosas para la comprensión de la historia del país. Quizá la más alentadora, que se desliza subrepticiamente y, al contrario de las anteriores, sin hacerse explícita, es la bondad de ciertos hombres en medio de la violencia, quienes curiosamente pertenecen a bandos contrarios. Hay bondad en algún revolucionario, hay bondad en algún conservador y la hay también en algún liberal. Ellos opinan lo mismo: Mejorar el país es montar más escuelas, evitar la pobreza, construir mejores infraestructuras y, en definitiva, asegurar la justicia social. Con esta base, los buenos conservadores, liberales y revolucionarios tienen en donde coincidir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario