Cuando en el momento más profundo e incierto de la crisis se representó en Las Palmas Doña Perfecta, novela que el propio autor llevó al teatro, me pareció que parte de los aplausos correspondían a algo más que el reconocimiento por el trabajo de los actores, la escena y la dirección. Fluía en ellos, a través de la indignación provocada por la obra, la exaltación por las ideas de progreso y libertad. Como fue la primera y única vez en mi vida que he escuchado una reacción semejante, no estoy seguro de hasta qué punto mi propio ánimo tiñó los entusiasmos a mi alrededor o si realmente hubo quienes entendieron un paralelismo que, no obstante, se me antojaba bien lejano. Ni las ciudades de provincia (ya ni las llamamos así) se parecen a la Orbajosa de Galdós ni la España actual se asemeja a aquella otra del siglo XIX y sus conflictos, aunque lecturas como las de Raymond Carr, ciertamente, nos sugieren en ocasiones lo contrario. Por supuesto, no es comparable la religiosidad actual con la de entonces tal y como la vemos aquí, con su extendida beatería, la animadversión hacia la ciencia y la técnica, y su inquina hacia las ideas modernas, tachadas de ateas incluso si provenían de un creyente. Tampoco parece apropiado hacer un paralelismo con el papel del ejército, que fue garante del estado liberal frente a los conservadores Carlistas y que posteriormente sería defensor del orden social conservador. Nada que ver con la España de nuestros días. Y, sin embargo, parte del público extrajo unas ideas concretas políticas y sociales que estructuran y dan sentido a la obra, y que consideraron tan válidas antes como ahora, o por lo menos con la semejanza de un eco por sus referentes y mitos ideológicos. Hay un elemento político, más abstracto aún, que no es nada despreciable: La idea de la regeneración social.
Ilustración: Ramón Casas, El descanso de los ciclistas (detalle). |
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