Hay tantos aspectos en una novela (personajes, prosa, estructura, historia, ritmo, verosimilitud) que es difícil conseguir la excelencia en todos, es más, a veces destacar en unos aspectos repercute negativamente en otros, así el desarrollo en profundidad de los personajes puede debilitar la historia o una prosa muy elaborada cortar el ritmo o, viceversa, un ritmo vertiginoso depauperarla. Las novelas que destacan en muchos aspectos suelen ser las mejores, pero difícilmente puede tenerse de todo. El artista debe elegir, indagar o innovar en donde más le interese o en donde otros le hayan dejado un hueco o una esperanza. La búsqueda del equilibrio es otra opción, clásica, hermosa, pero puede no destacar en nada o no aportar nada. Más polémico es definir qué es eso que, estando por encima de todos los elementos, nos permite hacer un juicio satisfactorio del balance general, sin que este sea necesariamente un cálculo más o menos consciente de los distintos aspectos, sino realmente una cierta calidad autónoma superior que ha sabido valorar hasta dónde juzgar óptimos cada uno de los aspectos necesarios para que la novela funcione. Incluso entre los más grandes escritores podemos destacar algunos aspectos en los que sobresalen sobre otros por su aportación histórica o magisterio indiscutible. En castellano, yo diría que Alejo Carpentier destaca por la prosa y el léxico, Gabriel García Márquez como narrador, Carlos Fuentes por sus juegos narrativos y Mario Vargas Llosa sería el maestro indiscutible de las arquitecturas de la novela del siglo XX en lengua española y, probablemente, uno de los más destacados a nivel mundial.
Muchas veces he escuchado a quienes hacen una distinción entre sus primeras novelas -creo que se refieren al menos a las tres primeras- y sus posteriores, normalmente dando por sentado que las primeras eran mejores, y con frecuencia relacionándolas con una actitud política del joven Mario Vargas Llosa distinta a la actual. Pero si existe una división tajante en dos bloques temporales de sus novelas, de lo cual no estoy convencido, sería en todo caso porque las primeras son especialmente osadas en cuanto a las estructuras. En su primera novela, La ciudad y los perros, aparecen los elementos que cimientan las estructuras de sus novelas más complejas: el seguimiento de varios personajes en líneas distintas, las analepsis que nos retrotraen a otros tiempos y espacios, y una asombrosa capacidad para unirlo todo en finales trepidantes. En La casa verde, la más compleja suya desde el punto de vista de la forma según el propio autor, despliega hasta cinco líneas argumentales distintas, en un auténtico alarde estructural de capítulos, mayormente construidos a base de diálogos, que giran en torno al espacio que da título a la novela. Conversación en la catedral lleva la superposición de planos temporales al extremo de intercalar diálogos del pasado en medio del diálogo del presente de la acción dramática, una forma muy poco común de hacer analepsis que, sin embargo, caza a la perfección con su construcción dialogizada de las escenas. Cualquiera de estas tres novelas iniciales, en efecto, hubieran bastado para consagrar a cualquier otro escritor, pero también es cierto que unas cuantas de las novelas posteriores de Vargas Llosa siguen siendo brillantes desde el punto de vista de las estructuras.
Mi favorita es quizá La guerra del fin del mundo -creo recordar que también es la más apreciada por su mujer- y no precisamente por el interés que me suscitaba el tema de un grupo de iluminados fanáticos en el siglo XIX en Brasil, más si cabe teniendo el autor tantas novelas relacionadas con la política en la América hispana del siglo XX, sino porque aúna la maestría de la estructura y de un narrador en tercera persona que se pega a cada uno de los personajes, siguiéndolos a muy corta distinta hasta casi confundirse con ellos, con un estilo elegante dentro de los límites de lo funcional que le permite adquirir una textura prosística de la que carecían sus primeras novelas. En La guerra del fin del mundo el narrador ha dejado de intentar desaparecer o quedarse raquíticamente en anotaciones casi teatrales, para adquirir una importancia vital que, aunque intenta camuflarse con los personajes a los que sigue, mantiene el tono de la historia. Combinar ese manejo de la narración y la prosa con una estructura compleja es quizá uno de los mayores logros de la narrativa del siglo XX en nuestra lengua. Sus personajes están perfectamente delimitados y poseen, además, el atractivo de quienes están en los márgenes: el predicador iluminado, el malvado Joao, los componentes del circo -el enano, la mujer barbuda-, el revolucionario escocés Galileo Gall, la filicida arrepentida María Quadrado o el terrateniente y barón de Cañabrava. Muchas de sus historias valdrían para una novela corta cada una, pero todas juntas configuran un fresco realmente espectacular de una novela coral en la que no hay un protagonista único. Con una novela tan bien lograda en tantos niveles, el tema acabó por resultarme apasionante y trascendente.
Un par de décadas después Mario Vargas Llosa volvía a maravillar al mundo literario con La fiesta del chivo, en donde desplegaba tres líneas narrativas para contarnos la más entretenida y trepidante novela de dictadores que recuerdo haber leído. Al igual que en las novelas previas que he mencionado, estas tres líneas narrativas, con sus perspectivas diversas, consiguen crear el mágico engaño literario de estar leyendo una historia más verosímil y compleja, como si encapsulara mejor el mundo que narra. Se dice rápido lo de las tres líneas narrativas, o parece cosa fácil imaginarlo, hasta que reflexionamos, claro, sobre cuántas novelas hay al menos con dos y la dificultad que eso implica. La fiesta del chivo es una gran novela política, en la que, al contrario de en sus artículos, no hace ninguna falta defender la libertad, con lo confusa que esta puede resultar a nivela teórico, ni siquiera hace falta nombrarla, sino mostrar su reverso, la dictadura, para comprender la importancia de preservar o desear los valores democráticos de la igualdad y de la libertad. De manera similar, en otras obras de Mario Vargas Llosa podrían destacarse muchos otros aspectos, desde los diálogos hilarantes a sus pocos conocidas obras de teatro, de sus novelas en las que introduce elementos más autobiográficos a sus experimentos con narradores en la poca común segunda persona, pero en casi todas hay una constancia: la trama no se acomoda a la sencillez lineal de la historia y, sobre todo, íntimamente relacionado con lo primero, la estructura siempre busca ofrecer algo sugerente, como la marca reconocible de un afamado arquitecto.
No son nada despreciables desde este punto de vista sus últimas novelas, menos experimentales, ciertamente, pero en las que se conserva la decisión primigenia de cómo ofrecer la historia de una manera si no original al menos poco común. En El sueño del celta, se nos narra la espera y vicisitudes de la condena a muerte de Roger Casement por espiar al imperio británico mientras leemos intercaladas las peripecias de su vida en el Congo y en la Amazonia, con las crueldades de la colonización belga y de las empresas británicas respectivamente, una biografía novelada en la que recrea con imaginación sentimental a un personaje real, quizá con alguna que otra situación inventada. Esta disposición de la estructura en dos niveles no es una técnica que no hayamos visto ya en otras ocasiones pero demuestra una vez más su preocupación por la trama como un elemento esencial para crear interés y dar intensidad a la historia. De El héroe discreto me sorprendió lo entretenida que me pareció, a pesar de la dificultad de meter juntos a varios personajes antiguos suyos como Don Rigoberto, Lituma o la Chunga, como si consiguiera encapsular un mundo propio creado durante décadas en dos historias intercaladas. No menos atractiva desde el punto de vista de las historias que se cruzan, y del ritmo y tensión dramática que consigue gracias a sus estructuras, es también Tiempos recios, otra buena novela política, esta vez sobre la ignorante y torpe intervención norteamericana en la política de Guatemala en la década de los 50, conectada también con personajes que salían en la República Dominicana de La fiesta del Chivo.