15 de abril de 2024

¿Cuáles son las causas del mal?

No fue el primero ni el último de los genocidios del siglo XX, pero el holocausto judío fue quizá el más simbólico y relevante, por la cantidad de asesinados, por ocurrir en el corazón de la culta y avanzada Europa, y por su clara significación de odio religioso y étnico. La comprensión de este fenómeno ideado y dirigido por unos cuantos pero secundado y llevado a la práctica en distintos grados con la colaboración de muchos otros dejó una herida abierta sin resolver en la historia, la filosofía y la psicología. ¿Cómo era posible que algo así hubiera sucedido? Una de las respuestas, escandalosa para muchas víctimas, fue la propuesta por Hannah Arendt cuando escribió sus artículos sobre el juicio a Adolf Eichmann, posteriormente publicados en el tomo Eichman in Jerusalem (1963). Arendt proponía en el último artículo un concepto, la banalidad del mal, que venía a encapsular lo que los psiquiatras que analizaron al reo y uno de los miembros del comando del Mossad que lo había secuestrado en Buenos Aires ya habían observado: Eichmann era un hombre normal, incluso suave de formas, que tenía una relación buena y saludable con su familia y amigos. Las reacciones contra Arendt fueron furibundas, Eichmann había sido un asesino capaz de organizar la muerte de decenas de miles de personas, con un papel activo y consciente, y un pasado corrupto de estafador. Apenas unos meses después de terminar el juicio a Eichmann en 1961, el psicólogo Stanley Milgram ideó unos estudios sobre el comportamiento de la obediencia para responder a la pregunta de cómo era posible que tanta gente, mucha más gente de la se consideraría estadísticamente psicopática, hubiera sido cómplice de un proyecto como el genocidio de seis millones de judíos. Las respuestas al experimento de Milgram vinieron a corroborar la hipótesis de Hannah Arendt: ante las órdenes de quienes consideramos figuras de autoridad podemos reducir nuestra capacidad de juicio moral hasta el punto de participar en actos atroces. 

Una década después, en 1971, Philip G. Zimbardo ideó un experimento conocido como la cárcel de Stanford que, inspirado en los experimentos y tesis de Albert Bandura sobre la importancia del medio y las circunstancias en las futuras reacciones de las personas, asignó aleatoriamente a una serie de jóvenes los roles de guardas o reclusos para observar cómo reaccionaban y desarrollaban las dinámicas entre estos dos grupos. Los participantes eran jóvenes mayormente universitarios con ideas pacifistas y, en todos los casos, preferían el papel de reclusos al de guardias. A pesar de haber firmado un acuerdo previo se procedió a arrestar en sus hogares de la forma más realista posible a quienes hubieran sido asignados al grupo de reclusos, con ayuda de un policía conocido de Zimbardo, para que sintieran desde el principio las reacciones de sus familias y vecinos ante la escena de un policía que venía a buscarlos en un coche oficial. Una vez en la prisión montada en los bajos de las universidad de Stanford, con sus equipos de cámara y sonido para la observación, y a pesar de ser conscientes de estar formando parte de un experimento, empezaron pronto a aparecer conductas de roles, normas, rutinas, tareas y castigos. Los nombres de los presos fueron sustituidos por números, en un proceso típico de deshumanización del otro que suele estar detrás de los abusos y la violencia, y los guardas pugnaron entre ellos a ver quién superaba al otro en ser el más duro. Estos primeros compases generaron a su vez un aumento del malestar por parte de los presos. Esta tensión fue en aumento hasta producirse los primeros tratos denigrantes de los guardias a los prisioneros. Ya al cuarto día Zimbardo toma conciencia por primera vez de que el experimento puede estar yéndosele de las manos aunque, tras haber mentido a las familias o haber mediado para dar prebendas a cambio de espionaje, sigue defendiendo su experimento contra la propia voluntad de los voluntarios. 

El propio Zimbardo nos cuenta en su libro The Lucifer Effect (2007) que su experimento pudo realizarse porque las normas al respecto en los 70s eran más laxas que las existentes anteriormente, cuando el experimento de Milgram fue considerado que no seguía las suficientes normas éticas, y los requerimientos posteriormente. De hecho, tuvo que ser una compañera suya en la universidad quien le hiciera ver que el experimento había sobrepasado unos límites injustos para los voluntarios a los que él se había vuelto ciego. Sin embargo, de su experimento se desprenden valiosas enseñanzas, por ejemplo, que la situación importa, y más de lo que comúnmente se cree, sobre todo ante escenarios nuevos. Debemos pues interpretar la acción ajena como producto de la situación y posteriormente, solo si no consigue explicarla, analizar los factores de personalidad y enfermedades, es decir, evitar la tendencia natural de atribuir primero una conducta a la forma de ser y dar más peso a las circunstancias. En el experimento también se observó que las actitudes sádicas de los guardianes aumentaban cuando creían no ser vistos, en el turno de noche, y que estas aumentaban gradualmente aunque la actitud de los presos fuera de pasividad. El contraste del análisis de la personalidad de los guardias antes de entrar con sus comportamientos durante el experimento no arroja casi ninguna pista al respecto. Sin embargo, durante el experimento los prisioneros asumieron las atribuciones de los guardias, internalizando el sistema de opresión creado en unos pocos días. Las repercusiones de este experimento, así como las de las investigaciones anteriores, cuestionan la idea del mal como algo innato que forme parte de la naturaleza individual de seres monstruosos, y apuntan hacia los fallos del sistema como instigadores de las actitudes violentas. Para Zimbardo no deja de existir la responsabilidad individual, pero también hay una importante responsabilidad social y otra sistémica. La división binaria entre gente buena y mala sería como mínimo un engaño que nos quita la responsabilidad de mejorar. 

Zimbardo aboga por una comprensión dual de la naturaleza humana, tan capaz de dirigirse hacia el bien como hacia el mal dependiendo, en gran parte, de las circunstancias. El anonimato, por ejemplo, fomenta las acciones crueles, así como los uniformes, especialmente si hay un cambio de apariencia con respecto a una vida anterior. También una cantidad de sesgos como el del efecto espectador, que se hizo famoso con el caso del asesinato a puñaladas de Kitty Genovese, a quien ningún vecino ayudó a pesar de sus gritos de socorro en medio de la noche. O pone como ejemplo el experimento en el que se pidió a un grupo de seminaristas que se trasladaran con prisa para exponer su trabajo sobre el buen samaritano y ninguno se paró a auxiliar a un hombre que se retorcía de dolor en el camino. Ejemplos todos en los que las prisas, la preocupación, el anonimato o creer que ya otro ayudará nos ciega para la acción bondadosa y correcta. Para Zimbardo nuestra naturaleza tiene una plasticidad similar a la mental o la neuronal y por tanto tenemos el potencial de desarrollarnos de muchas formas distintas, aunque la realidad de sus experimentos muestra a gente con una trayectoria impecable que comete actos reprochables. Pero The Lucifer Effect no es un libro que hable solo de su famoso experimento en la cárcel de Stanford, y de sus implicaciones morales y filosóficas, este ocupa solo la mitad de su extensión, sino que lo usa como base para analizar y explicar lo ocurrido en la cárcel de Abu Ghraib. Las fotos que salieron a la luz se parecían demasiado a los abusos que él había observado en su experimento décadas atrás, con sus gozosos perpetradores de abusos o las acciones sádicas nocturnas, desnudando a las víctimas y tapándoles las cabezas, por lo que había un patrón claro que le era familiar. 

Zimbardo se dio cuenta enseguida de que no se trataba de unas cuantas manzanas podridas, por copiar la expresión dada en los medios de comunicación, sino de una dinámica inducida, alentada o producida por ciertas circunstancias de las que apenas se habló. La población reclusa se había multiplicado en unos pocos meses, las instalaciones estaban deterioradas, no había ni siquiera los suficientes trabajadores para la limpieza y los turnos de los soldados rasos eran de doce horas durante los siete días de la semana sin tomarse ningún día de descanso en meses. El encargado de esa zona especial de la prisión, en donde saltó el escándalo, dormía en una celda de la cárcel sin baño y sin ventanas durante el tiempo que no estaba en su turno. Si a esas circunstancias se sumaba el temor a los ataques de los autóctonos y la venganza por los compañeros muertos, puede observarse un cuadro mayor de circunstancias que, lejos de disuadir de estas humillaciones hacia los presos, parecían más bien estimularlas. Una prueba de ello es que se confirmaba que los jóvenes que participaron en estos actos tenían hojas de servicios excelentes, sin trastornos psicológicos y habían sido criados en familias en que les fomentaron los valores cívicos. El modelo de Zimbardo surgido a partir del experimento de la cárcel de Stanford cobra aún más relevancia cuando nos enteramos de que lo sucedido no fue un caso único en un módulo único en una prisión única, sino que también sucedieron vejaciones similares entre las tropas británicas y en otras cárceles llevadas también por los estadounidenses. Es aquí cuando Zimbardo eleva la crítica hacia quienes idearon y propiciaron que hubiera módulos especiales sobre los que ni los propios directores de las prisiones tenían autoridad, permitieron el hacinamiento masivo de presos en condiciones paupérrimas, o no dispusieron de los efectivos necesarios para hacer turnos y descansos entre los guardias. Más que manzanas podridas, su conclusión apunta hacia un sistema podrido que propició lo sucedido. 

Esta visión, sin embargo, no prevaleció ni en los medios ni en los juicios, ya que la comparación de las condenas a quienes habían estado en el turno de noche de aquel módulo de Abu Ghraib con la de sus superiores deja entrever las diferentes varas de medir. Por supuesto, las fotos fueron una incontestable prueba en contra de quienes salían en ellas, por eso no salió a luz, o apenas, el hecho de que también hubiera ocurrido en otras cárceles, en donde también hubo fotos que los soldados destruyeron a tiempo. No fueron pocos los errores que los distintos informes, más o menos críticos, detectaron en las cárceles, desde la confusión de roles entre interrogadores y guardianes -propiciado por los primeros- o las ya nombradas condiciones de mantenimiento de la prisión, hacinamiento de los reclusos y trabajo de los guardias, hasta los fallos de liderazgo, por laxitud, por acomodarse, por hacer la vista gorda o por no parecerles mal. Zimbardo tampoco se queda en los mandos militares o en tantos de los agentes involucrados que supieron lo que sucedía y, activa o pasivamente, colaboraron en las vejaciones -agencias privadas, traductores, médicos-, y apunta aún más arriba a las decisiones políticas de Donald Rumsfeld, Dick Cheney y George Bush, cuyos protocolos, afirmaciones e instigación del miedo fomentaron un ambiente legal, discursivo y moral que, como mínimo, amparó acciones de este tipo. El libro pasa pues del recuerdo de su famoso experimento, de gran trascendencia en la psicología social, al análisis de un caso histórico contemporáneo como el de la cárcel de Abu Ghraib y finalmente a la crítica política, construida sobre la base de lo estudiado y analizado. No obstante, Philip Zimbardo no pierde el marco de una propuesta teórica que se mira al espejo de la banalidad del mal de Hannah Arendt cuando propone una teoría del heroísmo basada en que cualquiera puede tomar decisiones heroicas, por pequeñas que sean, desde quien realiza pequeñas y buenas acciones diarias a quien, como el soldado que denunció las vejaciones de Abu Ghraib, dio un paso personalmente difícil para que se supiera lo que estaba sucediendo. 

15 de marzo de 2024

El teatro en medio del océano

Finalista del premio Nadal del 2022, El teatro en medio del océano (Ediciones Destino, 2022) es una novela que aúna una prosa bella -de párrafos sólidos y oraciones largas que no pierden el equilibrio clásico-, con el entretenimiento de las historias de aventuras, en el mejor estilo narrativo de ese siglo XIX en el que transcurre la historia, en el que lo culto y lo popular, lo elegante de la forma y el fondo de la acción aún no se habían disociado. La cantidad de escenas vibrantes narradas con calidad literaria, sin que la historia se detenga en favor del brillo de la función estética del lenguaje ni se desarrolle trepidante sin cuidado artístico, redunda en un tipo de placer lector que no abunda. Al volver al siglo XIX histórico Francisco Quevedo ha retomado también, o mejor remozado, la antorcha de un ideal que se diluyó en exquisitas prosas plegadas melancólicamente sobre sí mismas o en el entretenimiento escrito en formas sencillas y de poco fuste, consiguiendo exorcizar ambas tendencias para sacar lo mejor de cada una. 

El marco narrativo de la novela recorre la vida de Feliciano Silva, que pasa de sobrevivir a la muerte de sus padres con una niñez de robos y precariedad, con cierto aroma de la picaresca, a convertirse en un personaje peligroso, y con razón temido, que aspira a controlar el comercio y a las autoridades de la isla de Gran Canaria. Este marco que abarca desde 1867 hasta 1921 es también el retrato de la ciudad en la que transcurren gran parte de los sucesos, Las Palmas, en cuya realidad histórica se integra esta ficción, interaccionando con la verosimilitud lo suficiente como para que la convivencia de la mentira y la verdad no acabe con una ni con la otra. Hablar de historia en una novela -no necesariamente escribir una novela histórica- entraña no pocos riesgos que Francisco Quevedo sortea con maestría, de tal forma que no resulta educativamente molesta sino que va revelándose con la naturalidad de los sucesos, como contextos o introducciones, sin cobrar protagonismo pero con una constancia que tienta a considerar la ciudad como un personaje más. 

Resulta curioso seguir con gusto a un personaje tan desagradable como Feliciano Silva, capaz de estrenarse matando a puñaladas en la yugular a un malvado ladrón, por su cuenta y siendo un adolescente díscolo. ¿Cómo consigue Francisco Quevedo hacer que los lectores empaticemos con este asesino sin escrúpulos y a la vez mantengamos cierta distancia crítica? Algo ya he nombrado: Feliciano es un huérfano, cuyo padre murió en un accidente como obrero del teatro Pérez Galdós, que debe buscarse la vida porque nadie lo ayuda. No olvidemos que estamos en el marco de referencia histórico y narrativo de la novela europea del siglo XIX, aunque sea una revisión con ecos de modernidad, por ejemplo del cine de mafiosos, mezclada además con una tradición española previa de la picaresca, y que la novela narra el enriquecimiento de un personaje de origen humilde que se enfrentará, a las buenas o a las malas, con los poderes y autoridades de la ciudad hasta someterlos a su voluntad, es decir, se construye a partir del arquetipo épico de la ascensión social. En mi opinión, hay toda una cultura literaria previa que hace posible una historia que, de leerla en el periódico, nos parecería propia de un personaje malvado, pero eso no quiere decir que escribirla sea fácil, y si no inténtenlo para que comprueben lo difícil de encontrar ese resquicio para la suspensión moral del lector y dotar al personaje de rasgos atractivos. 

Según se va leyendo la novela surge el paralelo de El teatro en medio del océano con la novela de Eduardo Mendoza La ciudad de los prodigios, tanto por la época histórica como por el perfil del protagonista y por el arco narrativo recorrido, pero sus similitudes estructurales no son más ni menos que las de Manhattan Transfer de John Dos Passos con La colmena de Camilo José Cela, o Los caminos de la libertad de Jean Paul Sartre, o El jarama de Sánchez Ferlosio, novelas corales que, con sus diferencias, fueron replicándose por toda la cultura occidental, y más allá. O al igual que en el siglo XIX Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de León Tolstoi, Effi Briest de Theodor Fontaine, La Regenta de Clarín o The Awakening the Kate Chopin trataron, con sus matices y distinciones, con mayor o menor acierto literario, calidad o profundidad, la infidelidad femenina con historias similares situadas en diversos lugares. Las peculiaridades que aporta Francisco Quevedo a este ascenso social de un delincuente vienen derivadas en buena medida, directa o indirectamente, del espacio distinto en donde se ubica la acción, al igual que las consecuencias deducidas de un experimento mental cambian al cambiar uno de los postulados o proposiciones iniciales del razonamiento. 

Además de un desarrollo distinto de la acción, los personajes más importantes de la sociedad caben o parecen caber mejor en una ciudad mediana, en donde todos se conocen porque aún no se han perdido en la inmensidad de la urbe moderna, y el negocio portuario tiende puentes tanto con América como con Europa, dándole sentido al título ya que el Atlántico se convierte en el radio de acción alrededor de las Islas Canarias. Aparecen personajes con características que se mueven en los parámetros de la tradición del realismo mágico, como el de la irlandesa Ofelia O’Higgins, cuyo olor sexual es capaz de perturbar y atrapar hasta al más fuerte o casto de los hombres, y que se integra espectacularmente bien en la narración -prueben también a escribir un personaje con esa cualidad sin caer en la grosería ni en la chabacanería, y encima resulte verosímil y atractivo- o esa pareja de madre e hijo venidos de la selva venezolana de quienes todos aseguran temerosos que poseen poderes ocultos y hacen brujería. Francisco Quevedo ha sido pues capaz de escribir una novela entretenida con elegancia, culta sin aburrimiento, irónica sin frivolidad y dramática con humor negro, tirando del hilo de lo ya escrito en su ameno relato juvenil La noche de fuego para construir una novela compleja y ambiciosa. 

15 de febrero de 2024

Pensamiento y lenguaje según Lev Vygotski

Aunque antiguo y con ilustres predecesores como Frederick Nietzsche, el tema de la relación del lenguaje con el pensamiento ha sido objeto de múltiples desarrollos y debates durante el siglo XX. Ludwig Wittgenstein apostó primero por una postura en la que no había pensamiento sin lenguaje, ya que ambos tenían una unidad lógica que representaba la realidad, tal y como mostró en su Tractatus logico-philosophicus (1921), para luego retractarse en su segunda fase y defender lo contrario, haciéndolo en ambas ocasiones de forma maestra. Éste no es un tema baladí que preocupe sólo a los especialistas, ya que tiene repercusiones en otras ramas y teorías relacionadas con nuestra representación del mundo. Si admitimos que no hay pensamiento sin lenguaje, entonces se deriva que cada idioma refleja un pensamiento único e intransferible, una forma de ver el mundo distinta que es por esencia diferente a la de otros individuos con otras lenguas. Esta es una visión que, más argumentada ideológicamente que respaldada empíricamente, ha dominado parte de las humanidades, y en especial la filología, quizá porque coloca en el centro de la comprensión del mundo a nuestro objeto de estudio, el lenguaje, lo cual nos halaga. Además, sirve de argumento de fondo para justificar toda una corriente de relativismo cultural, e incluso está en la base de creencias más bien ingenuas según las cuales cambiando el lenguaje se cambiaría la realidad, sobre todo aquella que nos resulta desagradable o injusta. Sin embargo, si partimos de lo contrario, entonces todos los seres humanos podríamos tener una estructura de pensamiento similar, tal y como de forma más sofisticada y actualizada propone Steven Pinker, con su mentalese -una tesis psicológica emparentada, aunque diferente, con la gramática universal de su maestro Noam Chomsky-, que se articula luego de forma distinta según cada lengua. Las diferencias culturales existentes, por ejemplo, serían causa entonces de otros muchos factores, incluida en ocasiones la lengua, pero esta dejaría de reinar sobre otras circunstancias, aunque en su vocabulario quedaran marcadas las heridas de toda una historia de vicisitudes, lo cual, por ejemplo, no sería óbice para un entendimiento y una búsqueda de fundamentos comunes entre distintas culturas. 

Más bien pronto en esta polémica del siglo XX, Lev Vygotski ya propuso una visión compleja y dinámica entre el pensamiento y el lenguaje, cuya originalidad y profundidad supera las dos visiones antagónicas, aunque por desgracia sus tesis fueran desconocidas durante años por buena parte de occidente debido al contraste de sus ideas con las oficiales en la Unión Soviética, y quizá también a su muerte temprana. Vygotski plantea que existen dos funciones distintas, una del habla y otra del pensamiento, cuyo proceso no es paralelo pero que establecen unas curvas de crecimiento que se cruzan una y otra vez, pueden alinearse e ir a la par por un tiempo, pero siempre vuelven a separarse. Para ello parte de estudios en animales, especialmente en chimpancés, como los famosos de Wolfgang Köhler realizados en Tenerife, cuyos logros cognitivos son independientes del lenguaje. Es decir, pensamiento y lenguaje no van a la par en el desarrollo personal de cada individuo (ontogénesis) ni en la evolución de la especie (filogénesis), aunque en los humanos existe una estrecha relación entre el pensamiento y el habla en la que Vygotski advierte una fase prelingüística del desarrollo del pensamiento y una fase preintelectual en el desarrollo del habla. Como adivina ya el lector, esta propuesta, respaldada por sus propios estudios y otros de la época, es más compleja que las dos visiones antagónicas enfrentadas a nivel filosófico, y desactiva los distintos usos ideológicos, ya que requiere de un entendimiento más sosegado y con más matices. Lo complejo surge entonces en cómo se establece esa relación entre el pensamiento y el lenguaje, que para la escuela de Wurzburgo era empírica y extrínseca entre dos procesos distintos, mientras que para Vygotski se desarrolla en distintos periodos y en distintas direcciones, del lenguaje al pensamiento y del pensamiento al lenguaje. Estas dos funciones estarían ya presentes a partir del primer año de vida y llegados a los dos años se encuentran, dando origen a una nueva forma de comportamiento, justo cuando el niño descubre que cada cosa tiene su nombre y se adquiere una primera consciencia del habla como herramienta para alcanzar cosas. 

Este encuentro entre el pensamiento y el habla convierte al pensamiento en verbal y al habla en racional, en cuya intersección surge el pensamiento verbal. Pero este pensamiento verbal, con sus propiedades y leyes específicas, no incluye todos los pensamientos ni todas las formas de habla, ya que buena parte del pensamiento queda sin verbalizar y buena parte de la actividad lingüística no se derivaría del pensamiento. En este punto, los famosos descubrimientos de las Escuela de Wurzburgo sobre el pensamiento sin imágenes verbales ni movimientos del habla, tan criticados por Wilhelm Wundt, considerado padre fundador de la psicología al establecer el primer laboratorio de psicología, le sirven a Vygotski como ejemplo de este pensar sin habla. Tendríamos pues que la fusión entre pensamiento y habla es, en palabras del autor, un fenómeno limitado a un área restringida, en donde el pensamiento no verbal y el habla no intelectual quedan al margen de esta fusión, y solo se ven afectados por los procesos del pensamiento verbal de forma indirecta. Este proceso de fusión tiene, además, sus fases, de tal forma que para el niño la palabra sería una propiedad, y no el símbolo de un objeto, es decir, el niño capta la estructura externa de la palabra antes que su estructura simbólica interna -el pensamiento por conceptos emancipado de la percepción requiere de unas exigencias fuera de las capacidades de un niño menor de doce años-, en un proceso episódico de interiorización conceptual. Este pensamiento por conceptos a partir de la adolescencia sería imposible sin el pensamiento verbal y, a diferencia de los instintos, es inducido desde fuera por el ambiente social. En este paso fundamental, la teoría de Vygotski conecta con lo social, aunque sin acatar las ideas marxistas que defenderán sus seguidores de la Escuela de Járkov, manteniéndose entre las fuerzas innatas y las sociales, allí en donde la interacción genera fenómenos propios con sus leyes características, y haciendo de lo complejo un ejercicio de claridad intelectual. Y es que Vygotski debate, refuta, critica y propone teorías hasta el detalle, en un estilo filosófico que sin embargo está fundamentado en el rigor empírico de muchos estudios, tanto suyos como de otros, haciendo gala de un amplio conocimiento de la psicología de su tiempo.

15 de enero de 2024

El arco narrativo de La parte de Guermantes

Hace muchos años leí el artículo de un sesudo profesor en el que criticaba a un joven escritor, cuyo nombre no mencionó, por presumir en un programa de la televisión de haber leído tres veces En busca del tiempo perdido. El escritor era Juan Manuel de Prada, lo sé porque yo también había visto el programa, algo no tan difícil en aquellos años en que los canales estaban contados con los dedos de la mano, aunque hubiera tantos o más programas culturales que en la actual jauja televisiva. El dardo, que yo recuerde, se centraba en haber leído sólo tres veces la obra magna de Proust -con diferencia astronómica la mejor suya a pesar de lo que digan las solapas de libros editados como nuevos textos rescatados del autor-, como si sólo tres fuera una cantidad irrisoria, propia de un principiante, y por supuesto vergonzosa para quien sale en la televisión haciendo gala de ser escritor. La crítica no se me quedó grabada por la pedantería o el correctivo del intelectual ni por las palabras de la víctima zaherida, sino por la precaución que me quedó en caso de querer decir algo sobre Proust, como si temiera que algún sesudo profesor, dedicado a su obra durante décadas, estuviera detrás de cualquier esquina, listo para lanzarme algún dardo envenenado. En fin, resulta que, más viejo de lo que era Prada entonces, acabo de leer por tercera vez el tomo de La parte de Guermantes, y ni siquiera en francés, sino en la traducción de Carlos Manzano, que a mí me gusta más que la de Mauro Armiño -con sus útiles diccionarios de personas relacionadas con Proust y de sus personajes-, e incluso me gusta más que la de Pedro Salinas y Consuelo Berges -aunque su título para este tomo me resulta más sugerente-, porque la de Carlos Manzano, editada por RBA, es la que mejor me suena en castellano y la que más disfruto, sin parecerme que traiciona más o menos al original que las demás. 

La llegada a París desde Combray y su amistad con Saint Loup acercan a Marcel a ese mundo de la alta nobleza de los Guermantes, desde sus apariciones en el palco del teatro a su trato personal. Tanto para Marcel como para la ya quejicosa criada Fraçoise, los aristócratas, con sus lugares de origen y sus parentescos, forman parte de otro mundo superior, tan lejano e incomprensible a nuestros ojos modernos como si estuvieran detrás de un muro infranqueable, pero que quizá tenga algún paralelo con el de los famosos mediáticos de hoy en día, en el sentido de que suscitan tal interés que están en boca de todos. Fraçoise se diferencia del narrador en que ella se queda impasible ante grandes inventos o personajes pero se emociona ante títulos o nombres aristocráticos, pero tampoco este es menos cuando al principio idealiza a la princesa de Guermantes y a los aristócratas de una manera exagerada y ridícula, sobrecargada de símiles y metáforas, como en una oda que los compara a dioses de un Olimpo. Es verdad que Saint Loup le cuenta suficientes anécdotas de los señores de Guermantes como para devolverlos a la altura de los hombres comunes, adelantándonos a la paulatina degradación de las fantasías del narrador, pero Marcel desea que se los presente y, a su manera entre tímida y manipuladora, lo consigue. Esto no sólo le ocurre al narrador o a Fraçoise, las conversaciones de los salones sobre quién es de qué familia e, implícitamente, si una persona se merece un reconocimiento mayor que otra en una jerarquía establecida por el pedigrí, la historia o los títulos son una obsesión en el ambiente del que el joven Marcel participa con deleite. Si aparecen quienes sobresalen gracias al mérito, estos se integran en el ambiente como objetos de interés para quienes ostentan sus posiciones claras en la sociedad aristocrática. 

Este mundo frívolo emerge ante el lector con la apariencia de una descripción sin juicio, de la que incluso se participa con gusto si tomamos el entusiasmo de Marcel como inmutable y eterno, pero la idea es justamente la contraria, mostrar el recorrido de la idealización a la decepción para hacer más patente su frivolidad, menos sospechoso al narrador de odios inveterados, y más analítico de los procesos que nos transforman y nos hacen descubrir la realidad prosaica más allá de nuestros sueños. El cambio es escalonado pero tiene un punto de inflexión en la enfermedad y muerte de la abuela, que reorienta la sensibilidad del narrador hacia aspectos más profundos de la experiencia humana. Incluso en esos momentos, la novela no deja de hablarnos de los avances médicos y tecnológicos, de los gustos y criterios en el arte, del cambio de nuestras percepciones y de nuestra forma de pensar, de la política centrada en el caso Dreyfus, de la memoria y los recuerdos, hasta el punto de que la muerte de la abuela parece una nueva excusa para volver a hablar de lo mismo desde otro ángulo, pero lo cierto es que la novela se parte en dos como una hoja doblada por el nervio central, cuyos lados se reflejan en el espejo del otro, y cuyas partes podrían titularse: ilusión y desilusión, o admiración y desencanto. Justo en donde termina la primera parte empieza la segunda, en la enfermedad de la abuela, de tal forma que se convierte en un gran cráter narrativo en el centro de la novela que atañe a la vida familiar del narrador de una manera dramática en medio de un volumen dedicado a las relaciones sociales del gran mundo, con el contrapunto de la profundidad y lo íntimo frente a la frivolidad y lo público. 

Casi todo lo narrado tras la muerte de la abuela rezuma un aire de decepción que, sin embargo, no pierde su fuerza descriptiva ni su ímpetu analítico, es más, los profundiza con el bisturí de un cirujano que no tiene relación personal con el enfermo en la cama de operaciones. Las formas de juzgar, interactuar e interpretar la vida social de los Guermantes, la idea de inteligencia como ingenio verbal en sus salones, el dominio sobre sus fieles o las opiniones sobre la cocina en otras casas que no sean la suya inciden en la hipocresía, el egoísmo o la imagen distorsionada que se tiene de otros, sobre todo de aquellos que no son cercanos al círculo más íntimo o han dejado de serlo, de una manera distinta pero igualmente sectaria que las reuniones de los Verdurin en la segunda parte del primer volumen. A colación de unas anécdotas insignificantes y tontas sobre el rey de Inglaterra, el narrador nos informa de su falta de placer por la vida mundana que nada le ofrece ya a su vida interior, cerrando el círculo emocional que abrió con su desmesurada idealización, propia de una fantasía sin experiencia. Pero es en la escena final cuando da la estocada a los Guermantes, retratando su frivolidad y superficialidad. La descripción de las pequeñas reacciones emocionales entre los Guermantes y Swann es tan lograda y perspicaz, tan sensiblemente representada en unas páginas propias del mejor Proust, que no solo retrata la jovialidad egoísta de los duques sino que capta la general insensibilidad para lo ajeno de la condición humana. La parte de Guermantes, estructurada como un arco narrativo perfectamente articulado, concentra pues una de las tesis principales de En busca del tiempo perdido con la que se cerrará el séptimo y último tomo, cuando las endebles piernas del cuerpo del señor de Guermantes recuerden al dictum de Nietzsche sobre cómo los dioses tienen pies de barro.

15 de diciembre de 2023

Entre el desdén y la envidia

En el capítulo décimo del libro sexto de La política -en la edición de Alba que en nada parece coincidir con la de referencia de Gredos-, titulado “Apología de la clase media”, Aristóteles afirma que los ricos son ingobernables, y cuando mandan lo hacen como déspotas, mientras los pobres están degradados por la pobreza y son sumisos. De un lado surge el desprecio, del otro la envidia furiosa, lo que hace imposible la amistad y la benevolencia necesaria en una sociedad equilibrada y unida. De ahí que, como en la moral, considere que en el punto medio está la virtud. Además, aventuraba un cálculo nada despreciable: en las sociedades en donde la clase media es más poderosa que las otras dos reunidas, o al menos que cada una de ellas, el Estado estará bien administrado, ya que la clase media es la base más segura de una buena organización. Esta antiquísima reflexión por parte de uno de los filósofos capitales del pensamiento clásico alude a las emociones que surgen potencialmente como consecuencia de las divisiones sociales extremas, y son el eje del libro Envy Up, Scorn Down (2011), de la psicóloga social Susan T. Fiske, conocida por sus trabajos sobre estereotipos y prejuicios, enfocada principalmente en el estudio de las percepciones sobre la clase social en Estados Unidos como el problema de base de muchos los demás prejuicios. 

Fiske nos advierte de que en EEUU la gente no suele mencionar la clase social como una preocupación, ni hablar de ella, ya que hay una especie de tabú al respecto que incluso afecta a cualquier político que hable sobre ella, al que de inmediato se le acusa de estar perturbando la paz social. Sin embargo, se habla mucho de identidades, feminismo y raza, cuando muchos de estos debates están atravesados y dependen mayormente de la clase social, que explicaría mejor gran parte de las diferencias existentes y las abordaría desde una perspectiva más coherente. Esta idea vuelve a mencionarse en un libro suyo posterior, esta vez como editora, Facing Social Class (2012), en el que otros autores contribuyen con una serie de trabajos diversos sobre la perspectiva sociológica, la división cultural en la clase social, el rol de las instituciones, las dinámicas y normas sociales de cada clase social, los comportamientos públicos y las actitudes personales. Según estos estudios, la clase media es un mito social al que se suma gustosamente la gran mayoría, ya que todos deseamos pertenecer a ella, pero no es una realidad sociológica si tenemos en cuenta los ingresos de la población. De tal forma que estaríamos ante uno de esos relatos sociales que nos unen, que nos sirven de ideal igualitario y quizá hasta de guía, pero que no son una realidad sociológica. 

En Envy Up, Scorn Down, que como libro individual tiene una unidad interna argumental más lograda que Facing Social Class, Susan T. Fiske afirma que no todos los ricos miran con desdén a quienes están por debajo, ni todos los pobres envidian malévolamente a los ricos, pero estas emociones, ya relacionadas con la posición social por Aristóteles hace veinticinco siglos, ocurren más de lo que nos gustaría reconocer en casi todas las personas, ya que siempre hay algo o alguien a quien envidiamos y algo o alguien a quien desdeñamos. Incluso en un país como Estados Unidos en donde el mito de la igualdad es fundacional, y quizá se perciben como tales, su población no es más que una minoría a nivel planetario, que es vista a su vez como privilegiada y nada igualitaria con los demás, y por tanto envidiada y resentida por quienes tienen menos. Las jerarquías y los rankings, de donde se deriva el estatus, están en todas partes, y somos capaces de captarlos en unos pocos segundos de interacción con otra persona. Y no es sólo una cuestión humana, estas forman parte del mundo animal en casi todas, o todas, sus formas, dentro de sus modelos organizacionales, como en el famoso ejemplo de las langostas de Jordan Peterson. Como consecuencia de esto, estamos todo el tiempo comparándonos más allá de las emociones extremas del desdén o la envidia. 

Es cierto que, por una parte, el poder puede inhibir la empatía hacia las personas y también puede cambiar nuestra visión de otros grupos nacionales o étnicos, lo que en efecto puede llevar al desdén. Y, por otra parte, la envidia se relaciona con una serie de emociones negativas que pueden acabar influyendo en nuestra salud. Hay reacciones biológicas claramente indicadoras o relacionadas con el desdén y la envidia, así como señales de estatus en los gestos y actitudes a las que somos tremendamente sensibles. Nos comparamos continuamente, pero sobre todo con nuestros iguales -algo que ya desarrolló el también psicólogo Leon Festinger en su teoría de la comparación social, de 1954-, hasta el punto de que Fiske calcula que al menos un tercio de las impresiones en una primera interacción están relacionadas con el análisis del estatus del otro. Esta continua comparación dinamita amistades, ya que puede generar desdén o envidia según quien vaya mejor o peor, por lo que ser consciente de estos efectos de nuestras comparaciones automáticas puede ayudarnos a superarlos. La comparación ocurre en hombres y mujeres, aunque de distinta forma o con matices (los hombres se comparan más), también entre gente de derechas o de izquierdas (los progresistas se comparan más), así como hay personalidades que se comparan más que otras (los perfiles neuróticos se comparan más). 

Una vez nos ha llevado a este punto, Susan T. Fiske propone unas respuestas a la pregunta de por qué nos comparamos. Y es que las comparaciones nos informan y nos ayudan a mejorar, sobre todo si nos fijamos en quienes lo hacen algo mejor que nosotros; pero también protegen nuestros frágiles yoes, permitiéndonos sentirnos bien al compararnos en algún ámbito que se nos de mejor; así como nos ayudan a integrarnos y sentirnos partícipes en el grupo, lo cual es uno de los motivos centrales, bien estudiados por la autora, de nuestras vidas: el motivo de pertenencia, del que se desprende buena parte de la visión que tenemos de nosotros mismos y nuestra autoestima. Compararnos es parte de nuestra naturaleza. Reconocerlo y ser consciente de ello, nos puede ayudar a no caer en el pozo de ciertas emociones y reacciones que tanto pueden volvernos insensibles como enfermarnos. En este sentido, aunque el libro esté basado en datos de Estados Unidos, la reflexión de Aristóteles en La Política hace pensar que, quizá, estamos ante un fenómeno universal, humano, demasiado humano. En cualquier caso, la virtud no parece tanto estar en el punto medio sino en ser conscientes y capaces de reflexionar sobre unas emociones que se producen prácticamente de forma automática y a las que estamos constantemente sometidos debido a nuestra naturaleza.

15 de noviembre de 2023

¿Por qué me gustó Jeanne Dielman de Chantal Akerman?

Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles es una película experimental, de esas que por su  naturaleza están mayormente abocadas al fracaso pero que alguien debe hacer para golpearse contra los límites de lo posible y revelarnos así que ahí había una pared, como quien pasa años investigando en una deslucida pero quizá necesaria tesis doctoral cuyo resultado sale negativo, o para ensanchar las fronteras de un arte con recursos y posibilidades que quizá otros entenderán mejor o aprovecharán de forma más lustrosa. La propuesta de Akerman recurre a la sencillez. Una serie de planos estáticos nos muestran la vida de una mujer que dobla y desdobla manteles, abre y cierra cajones, y se abotona y desabotona el delantal con una escrupulosa delicadeza que llega al punto de estar uno tentado a considerarlo un poema a los pequeños detalles de la rutina. Lo digo porque cuando uno ve, digamos, media hora, la para y se levanta a realizar alguna tarea de la casa, esta se hace de una manera más detenida y consciente. En esto recuerda a muchas otras películas con pocos diálogos y carentes de música -salvo por alguna canción que suena dentro de la narración, intradiegética, como la salida de una radio-, por lo que los ruidos menores cobran una saliencia poco habitual, volviéndonos transitoriamente más sensibles a ellos. La cámara fija se posiciona de lado o de frente a la actriz, aunque su mirada nunca se posa sobre esta, respetando nuestra comodidad de mirones. Otras veces, como en las escenas repetidas del pasillo, la cámara espera a que ella aparezca o desaparezca, permitiéndose el lujo de mantenerse sobre un espacio vacío de personajes, pero sólo como una ausencia momentánea cargada de tensión -cuando no está su hijo ella recibe a hombres que le pagan por sexo-, lo que recuerda a esos planos de Yasujiro Ozu en los que un pasillo vacío nos sugiere algo que no se ve. Sin embargo, al contrario que en las extraordinarias películas de Ozu, aquí hay una ausencia de drama entre personajes, familiares o no, y uno pasa varias horas, de actos repetitivos y mayormente neutrales, hasta que aparecen indicios de un posible drama interno de la protagonista. 

Si el lector ha llegado hasta aquí, se habrá dado cuenta de que la película no es precisamente un alarde de entretenimiento, más bien lo contrario, lo que nos remite a la función del arte. No es de extrañar que genere pensamientos adversos, aburrimiento, tedio y hasta rabia, tal y como muestra el divertido e injusto artículo de Alberto Olmos (El Confidencial, 3/3/23) ), que quizá debería figurar en el prospecto de la película como ejemplo de posibles efectos secundarios. Cuando la veía pensé en qué habría dicho Borges, a quien le aburría En busca del tiempo perdido porque pasar sus páginas era como leer la vida cotidiana, si hubiera tenido que ver esta película. Ciertamente, yo no la aconsejaría a un amigo salvo que supiera que este tipo de propuestas le interesaran, aunque sea como curiosidad, es decir, alguien a quien le hayan gustado, por ejemplo, películas como las del griego Theo Angelopoulos o el portugués Miguel Gomes, por citar dos autores cuya obra he visto, hasta el punto de haber comprado los tres volúmenes de las películas completas del primero en una edición inglesa porque en español sólo podían verse entonces tres de sus trece películas. Es un cine que muy probablemente solo se vea una vez, y eso si uno no abandona la película antes, todo lo contrario de lo que sucede con un Alfred Hitchcock, un Billy Wilder o un Woody Allen, de quienes aún no me he cansado de ver una y otra vez las mismas películas. Pero eso no quita para que en las obras de Gomes o de Angelopoulos -La mirada de Ulises o La eternidad y un día me parecieron en su momento obras maestras que sí vi más de una vez-, así como en esta de Chantal Akerman, no pueda uno encontrar el resplandor de un descubrimiento o la comprensión de una mirada que, como en este caso, busca despojarse de la artificialidad. La película nos lleva, en efecto, por un camino sin salida ya que si hubiera más películas así, con las rutinas minuciosamente relatadas de tantos que trabajan duro o viven mal, ya no tendrían gracia para ningún crítico, obviamente, salvo que se clasificaran como documentales, pero precisamente en esto reside parte de su originalidad. Y es que, además, el final la aleja de la intención documental para proponernos un mensaje envuelto en la ficción y cargado de la emoción que intuíamos pero no habíamos visto. 

Si este mensaje es más o menos profundo, si es más o menos feminista, o si es más o menos crítico con la sociedad, se lo dejo a debatir a mentes más sesudas y documentadas, pero al haber aplazado hasta el extremo un tratamiento neutral de la rutina, hasta el punto de poner a prueba al espectador, incluso durante esas visitas esporádicas de hombres que pagan y de las que nada se ve, el mensaje final adquiere una dimensión contundente que se opone al thriller psicológico para enfrentarnos a la realidad social de una viuda que se prostituye para mantener a un hijo lector y bastante soso, a quien le tiene todo preparado con mimo. Es justo plantearse si vale la pena esperar tres horas para que llegue el mensaje que nos permita interpretar la rutina que hemos visto o si la rutina es el mensaje en sí, al entenderse como la asfixiante carga monótona producto del sacrificio de esta mujer, y por ende quizá como metáfora de la situación femenina. El drama de esta mujer corre sutil como el agua en un río subterráneo que surge de vez en cuando, en detalles, con un hilo tan fino que resulta casi imperceptible y que solo revela todo su caudal en el desenlace final. Y es que tanto la protagonista como la película destacan por su aparente neutralidad emocional, hasta que, pasadas más de dos horas -se dice pronto-, aparecen ciertos indicios mínimos de que algo no anda bien, o no como siempre, y que esa neutralidad y perfección en la delicadeza a la hora de las labores de la casa empieza a resquebrajarse. Ahí se entrevé entonces la sensibilidad ocultada del drama que no se revela hasta el abrupto desenlace y la catarsis que lleva a la reflexión, el cráter violento e inesperado en un terreno de apariencia tranquilo. Las corrosivas críticas vertidas por Alberto Olmos en su artículo me resultaron divertidas no tanto por ir en contra de la película, que a mí me interesó y me gustó, sino por ir en contra de quienes la han elevado al mejor puesto de la historia del cine, lugar que tampoco creo que le corresponda -dicen que el sistema de votación y la apertura de la base de votantes favoreció esta extravagancia-, lo que ha provocado comprensibles reacciones de extrañeza y estupor.

15 de octubre de 2023

Un drama romántico en el terror rojo

De uno de esos montoncillos de libros sin leer esparcidos por casa, abrí uno viejo de un autor ruso que me era desconocido, publicado en España en 1968 en la colección Austral de Espasa Calpe y, por tanto, de traducción sospechosa -las traducciones directas del ruso al español no eran comunes hasta época reciente-, lo cual se reveló un prejuicio injusto. La novela se titulaba El payaso rojo, escrita por E. Chirikov, que, para mi sorpresa, me atrapó desde la primera página. Del autor he encontrado poco, lo mejor está en su biografía de la wikipedia en inglés, en donde hay una descripción breve pero coherente de su evolución ideológica desde el populismo juvenil a la cercanía con el marxismo y su exilio final a Praga por su desacuerdo con los revolucionarios comunistas, en donde muere en 1932. Sin embargo, de esta obra no he encontrado nada, salvo por alguna sucinta descripción en las páginas webs de algunas librerías de segunda mano. Es más, no sale en la sección de obras del autor en la wikipedia, o por lo menos no con ese nombre, y cuando la he buscado en las versiones italiana e inglesa ni siquiera coinciden muchos de los títulos del autor, como si en cada idioma hubiera publicadas obras distintas suyas -en la versión francesa de la wikipedia, extrañamente, no existe ni el autor-. Así que ni supe si el título se ajustaba al original ruso o era una singularidad del traductor español, ni el año o el país de su publicación, hasta que puse en el traductor de google cada uno de los títulos del autor en ruso y, al fin, una obra publicada en 1928 se tradujo por “Payaso rojo”. Tampoco sabía si el libro me lo había llevado hace muchos años de casa de mis padres -lo que me negaron sin mucha convicción- o si lo había comprado en alguna tienda de segunda mano, de lo que he acabado por convencerme al ver el precio de 60 céntimos marcado a lápiz en una de las páginas del final. Esta desconcertante falta de información me ha animado a escribir unas líneas sobre esta entretenida y desgarradora novela corta. 

De entrada la obra tiene un posicionamiento en contra de la revolución rusa, a la que tilda de terror sin paliativos, algo que quizá ayudó o impidió su divulgación, según circunstancias de cada país, pero de lo que autores posteriores a Chirikov, como Aleksandr Solzhenitsyn, Borís Pasternak o Vasili Grossman, dejaron constancia no sin pocas dificultades y reticencias internas y externas. El personaje de Muravye es un joven apuesto y valiente, apreciado por sus subordinados, que sin embargo no ha ascendido a pesar de merecérselo, mientras otros más cobardes lo han conseguido debido a su mejor posicionamiento social, es decir, la recompensa no se la ha llevado el mérito sino la casta. Cuando esta circunstancia se une a la historia de cómo la familia de su amada lo aparta con engaños y frustra su amor por ser hijo bastardo de un señor y su criada, entonces el resentimiento aflora en Murayev. No en vano, su ascensión social y su vida amorosa se han visto frustradas por la misma causa, su cuna. Esto se nos cuenta en el primer capítulo de una novela de veinticuatro capítulos breves, y en el segundo capítulo ya entramos de lleno en el presente de la historia, en esa unidad de tiempo que formará un arco de unas pocas semanas, y en el que Murayev se presenta como un temido líder represor rojo, incluso entre los propios comunistas, un ser transformado hasta sus entrañas por el resentimiento. Además de sus extravagancias y bromas, se nos cuenta que Murayev no se siente comunista ni socialista, sino que usa la ideología dominante del momento para disfrazar y proyectar su resentimiento gracias a una inteligencia despierta. El resentimiento de Murayev unido a la ideología, que eleva su caso a categoría y se venga así en muchos otros inocentes, desemboca en un tipo de justicia que también criticarían posteriormente Solzhenitsyn y Grossman: la convicción de que es mejor condenar a cien inocentes antes que dejar escapar a un culpable. 

Mientras la narración se mantiene oblicua, sin saber por dónde avanzará la acción, la novela resulta moderna, en el sentido de que el estilo no desentona con su tiempo, como si al ver una pintura surrealista o cubista reconociéramos que se trata de un cuadro de principio del siglo XX. Esto ocurre cuando se nos narra cómo interaccionan los ancianos, mujeres y niños en la cárcel, cómo reaccionan en la ciudad ante la llegada del comisario Murayev o cómo son las relaciones de este con sus subalternos. Pero cuando, después de mandar a fusilar a varios arrestados, Murayev descubre con sorpresa que uno de ellos no es el artista que dice ser sino el aristócrata que ayudó a evitar su matrimonio con la joven Elena y luego rechazó un duelo con él por considerarlo de clase inferior, entonces lo manda al despacho para interrogarlo y descubrir dónde está ella, convertida en una líder y heroína de la resistencia blanca. Desde esa entrevista la narración se centra en la historia de amor y odio de Murayev y Elena con tanta intensidad que la represión de inocentes o las tensiones y purgas internas pasan a segundo plano hasta desvanecerse casi por completo, la narración deja de ser oblicua y los personajes se reducen. La forma de tratar las pasiones de estos pocos personajes son muy románticas; la traición, el amor, el odio o el resentimiento están llevados hasta el extremo de la humillación, la obsesión, el asesinato o los actos más viles. El propio Murayev, a quienes sus subordinados lo tildan de excéntrico y romántico, tiene algo del héroe byroniano, usado también por Emily Bronte o Jane Austen, con un pasado que lo tortura, lo vuelve enigmático a los demás y, a la vez, está en la raíz de sus extravagancias o malignidades. Mientras Elena, encerrada en lo alto de una casa alejada y desconocida, como una reminiscencia de una heroína de la novela gótica atrapada en lo alto de alguna torre de un castillo, sufre el acoso del hombre al que considera malévolo pero al que conoció de una forma muy distinta en su juventud, con ambas imágenes en conflicto y evolución. 

La novela es anacrónica en cuanto que, una vez se centra en los dos personajes principales, adquiere un claro tinte a drama romántico que desentona con el estilo del siglo XX en el que transcurre la historia, como si se hubiera construido una iglesia románica en el renacimiento o compuesto una pieza barroca en el romanticismo, pero a la vez, de esa contradicción de fondo, nace un aspecto dramático que difícilmente habría brotado de una obra adaptada formalmente a su tiempo. Lo melodramático o sentimental se acopla bien aquí a las situaciones históricas extremas y revoluciones políticas. De hecho, la novela parece deberle cierta estructura al teatro, con sus diálogos afilados que estructuran cada escena, la división de los capítulos bien delimitados en su unidad de tiempo y hasta el mismo final resulta trágicamente teatral. Hay también, además de referencias religiosas, cierta inspiración en Shakespeare, pero estas características no la hacen más anacrónica sino, más bien al contrario, nos la acercan de una forma que no es de extrañar que gustara tanto a los lectores de su tiempo. La resolución romántica del conflicto, la reducción a una cuestión de amor pasional, no descarta sin embargo la posibilidad de apuntar hacia lo simbólico, en donde rojos y blancos se dan un último abrazo imposible como en el rencuentro de dos amantes que nunca debieron separarse, incapaces de olvidar el odio que los ha enfrentado pero también de reconstruir el amor que los unió, es decir, la reconciliación de una sociedad rota por dentro que debió seguir unida, aunque, claro, esto último es pura especulación lectora. Podría decirse que Chirikov funde el mal comprendido en dos sentidos distintos, el privado y el social, y explica uno a través del otro cuando justifica emocionalmente la razón de la crueldad de Murayev con el resentimiento causado por la injusticia sufrida, y cómo cuando este se calma aquel se atenúa. En esta proyección del dolor personal en un resentimiento hacia el mundo residiría la trampa emocional que justifica su terrible forma de ser, pero también la razón de la intensidad del drama, así como su lectura en dos niveles.

15 de septiembre de 2023

Pynchon llevado al cine

Hay buenas películas inspiradas en novelas mediocres y películas mediocres inspiradas en buenas novelas, a veces incluso hay buenas películas de buenas novelas, así como supongo que habrá malas películas de malas novelas, pero de esas casi ni nos enteramos. La idea es que, aún compartiendo el aspecto narrativo de una historia, el cine y la novela son medios en los que la materia es radicalmente distinta y, por tanto, el traslado de una a otra forma no tiene por qué dar buenos resultados y se necesita, como mínimo, una buena adaptación. Para un cineasta que admira una novela, o que quiere adaptar su historia al cine, sobre todo si hablamos de una novela conocida, surge pues la cuestión de cómo cambiarla sin dejar de ser fiel al original o sin perder su esencia. A este dilema debe haberse enfrentado Paul Thomas Anderson, director de películas como Boogie Nights, Magnolia, The Master o la reciente y amable Licorice Pizza, cuando rodó Inherent Vice (2014), basada en la novela homónima de Thomas Pynchon (2009), la única versión fílmica de una novela del autor, que al parecer fue muy bien recibida en su estreno por haber captado el mundo narrativo de Pynchon, el paisaje, la época, sus obsesiones narrativas y, sobre todo, ese tono entre humorístico, melancólico y gamberro de la novela, lo que no es poco. Los teléfonos, la tele, los trayectos en coche, el ambiente sesentero, el ingenio picante de las conversaciones o lo grotesco de algunas escenas captan sin duda el estilo de la novela, pero son la música, las imágenes y los actores los que dotan a la película de un peso específico inexistente en la novela. 

La música se ajusta como un guante discreto a la película hasta el punto de que, hasta que no escuché la banda sonora aparte, no me di cuenta de lo bueno que me resultó lo compuesto por Jonny Greenwood. Las melancólicas pistas “Shasta”, “Shasta Fay” o “Shasta Fay Hepworth”, tituladas con el nombre de la exnovia de Doc a quien no puede olvidar; la belleza clásica de la música de suspense en “Meeting Crocker Fenway”, “The Cryskylodon Institute”, “Adrian Prussia” o “Golden Fang”; o los monólogos psicodélicos “Spooks” o “Under the Paving-Stones, the Beach!” como sacados de un disco de The Doors. Las imágenes también son variadas, oscilando entre la claridad californiana y la nocturnidad vaporosa y onírica, casi siempre con planos de escenas en interiores, sin amplios paisajes ni primeros planos, pero con una elegante elección de los colores y unas transiciones ejemplares. En cuanto a los actores nunca me he sentido capaz de juzgar su trabajo, carezco de criterios como para hacer siquiera una aproximación, pero no puedo dejar escapar la sensación de que Joaquin Phoenix en su papel de Doc Sportello es capaz de acaparar la pantalla y atrapar al espectador de una forma única y distinguible, con lo que confieso mi fascinación por este actor y por su elección de las películas en las que participa. También me ha parecido que el papel de Josh Brolin haciendo de Bigfoot no es poca cosa, con ese toque de conservadurismo patológico y odio ambiguo hacia los hippies y lo que estos significan, pero con quien Doc colabora. En general, me ha gustado el reparto de actores, casi todos con personajes excéntricos o alocados que aportan el toque psicodélico y grotesco a la película. 

Dicho esto, me interesan sobre todo las diferencias entre la novela y la película, y lo que esto conlleva para el entendimiento de la historia. La película tiene el acierto de convertir a un personaje femenino en la voz de la narradora, con una voz sensual y una amistad comprensiva hacia Doc, aunque desaparece de forma incongruente en alguna escena, como cuando van a visitar los terrenos que el magnate Mickey Wolfmann quiere edificar. Por lo demás, sigue en sus primeros compases fielmente a la novela, empezando con la visita de Shasta a casa de Doc para hablarle de los planes de hacer desaparecer a Mickey, pero pronto empezamos a notar que se reducen, cambian o eliminan escenas. Lo que en principio era una fiel adaptación se convierte poco a poco en una historia recortada con respecto a la original, necesitada cada vez de más cambios para mantener la coherencia como película. Inevitablemente, una novela de varias tramas y muchos personajes, debe reducirse para convertirse en película. Desaparecen personajes de la novela y, quizá peor, algunos salen solo una vez cuando en la novela lo hacen varias veces, planteándonos el sentido de su aparición única, en la que quedan como descolgados. El equilibrio original de personajes se rehace hacia un antagonismo entre Doc y Bigfoot, que en la novela queda diluido ante la mayor presencia de otros personajes. Es comprensible que se pierdan ciertas escenas, como por ejemplo las de la visita de la familia de Doc o las del sistema de comunicación de computadoras ARPAnet, y también que se rehagan otras de tal forma que el personaje se entere de tal o cual cosa en otro lugar o momento o por un personaje distinto, pero este proceso de reducción y cambio tiene consecuencias. 

Según las diferencias con respecto a la novela se van acumulando, la película necesita encontrar la coherencia por caminos propios, pero la verdad es que las tramas quedan sueltas, sin que sepamos bien qué las unía, y no se concretan las causas de lo ocurrido, con el efecto de dejar en un halo de misterio y ambigüedad a la historia detectivesca y dotar de mayor importancia a la del amor de Doc hacia Shasta. A pesar de lo que se va descubriendo en la pantalla y de la necesidad de coherencia con la que el espectador une los puntos de lo contado, cuesta entender cómo pueden comprenderse las tramas de fondo, y sus conexiones, al haberse escamoteado algunas claves de la novela. Este halo de irresolución no importa mucho en el primer visionado, o por lo menos a mí no me resaltó a nivel consciente, quizá porque la película cautiva en su nivel emocional, con su música y sus escenas, con su estilo y comicidad, por los ambientes californianos setenteros, las caracterizaciones de los personajes y las situaciones en las que Doc se ve envuelto. En efecto, la película pierde en coherencia, pero quizá gana en intensidad y no deja de resultar de lo más entretenida. La caracterización de personajes, por ejemplo, tiene aciertos propios hilarantes, como el detalle genial de los pies sucios de Doc por ir descalzo a menudo, que no aparece en la novela. Se confirma pues, en este caso, el tópico de la complejidad narrativa de la novela, que abarca más y con más detalle, frente a la versión fílmica, reorganizada y resumida hasta el punto de perder partes esenciales, que sin embargo no deja de seducir al espectador gracias a la música y las imágenes, y sin duda gracias al trabajo de actores como Phoneix.

15 de agosto de 2023

Las conferencias y otras novelas

Después de más de diez años escribiendo este cuaderno de lecturas, espero que me disculpen por hablar de mí mismo o, más bien, de una serie de novelas y relatos que he escrito durante los últimos veintidós años. El dilema era si olvidarlos después del esfuerzo realizado, con ese tiempo precioso que pude haber dedicado a otra meta más fructífera en términos prácticos, o publicarlos por mi cuenta a pesar de que las derrotas continuas con agentes, premios y editoriales, sean un probable indicador de su insignificancia. Ni que decir tiene que el esfuerzo, aunque necesario, no es garantía de calidad, ni da derecho a nada, por mucho que uno se haya sacrificado. Al menos puedo decir que, en líneas generales, lo he pasado bien escribiéndolas, ha sido un camino entretenido, emocionante, exultante incluso y con una meta clara, lo cual no es poco. Gracias al apoyo de otras fuentes de felicidad, creo que he conseguido sortear ese profundo malestar, del que advierte Daniel Kahneman, tan común entre adultos con aspiraciones artísticas frustradas. Un comentario de mi amigo Samuel Alonso, que ha leído mis ficciones con paciencia y comprensión, me decidió a dejar de huir hacia delante y dedicarme a releer, volver a corregir, seleccionar y buscarle alguna salida modesta a lo ya escrito, lo que he hecho durante este último año. Luego llamé a mi amigo Gustavo Martín pidiéndole portadas para cada una las novelas. No es como para sentirme orgulloso de publicar por mi cuenta -aunque tengo en mente célebres escritores que así lo hicieron con sus primeras obras- pero al menos estoy aliviado de haberme quitado esa espinita frustrante antes de cerrar una etapa y dedicarme, en parte, a otros horizontes. Así que a continuación les comento las novelas subidas con las portadas diseñadas por Gustavo Martín y los enlaces a sus respectivas páginas en Amazon



Esta es, en mi opinión, la novela con la prosa mejor lograda, que se mece entre la sátira y la comprensión, el drama y el humor. La empecé pensando en algunas de las polémicas de los movimientos identitarios actuales, de las que mi generación ya había oído circunscritas al ámbito universitario del final del milenio. La novela, sin embargo, se desarrolló por su cuenta, con su lógica interna y, en buena parte, olvidándome de su finalidad original. La narradora es una estudiante que hace sus primeros esfuerzos para convertirse en escritora y junto a sus dos amigos, una aspirante a actriz deseosa de partir a la capital y un poeta en ciernes con intereses académicos en el campo de la filosofía, conocen a un joven airado que se dedica a reventar conferencias, clases y charlas con su discurso revolucionario, a quien apodan el terrorista intelectual. Quizá su aspecto más original reside en la construcción narrativa montada sobre la asistencia de estos personajes a distintas conferencias, lo que da el título al libro. 



El ingeniero Li se dirige al trabajo en metro como cada mañana, pero un intento de robo perturbará la monótona paz de los ocupantes del vagón. A pesar de su banalidad, el episodio muestra las consecuencias y los límites del control de las nuevas medidas de seguridad en la sociedad que retrata la novela, cuya primera escena surge a partir de un artículo que leí hace años en La Vanguardia sobre los controles faciales en China y las repercusiones de las faltas y actos delictivos en temas tan diversos como el acceso a la sanidad, la vivienda o la selección laboral. Terminada durante la pandemia y en parte bajo su influjo, esta novela, la última que escribí, narra un futuro cercano dominado por el control de nuestros movimientos y datos gracias al cual, por ejemplo, la criminalidad se ha reducido considerablemente. El ingeniero Li y el periodista Vivaldi representan dos formas distintas de juzgar los avances tecnológicos y las nuevas medidas para la mayor seguridad y salud de los ciudadanos, inspirados en la dicotomía de integrados y apocalípticos que hiciera Umberto Eco. Ambos, con un pasado de amistad en común pero con una vida muy distinta en la actualidad, afrontan situaciones en las que se cuestionan si la visión del amigo no será la acertada y ellos estén en un error. Sin embargo, no será hasta la aparición de la joven Ninna cuando la acción se precipite y cada uno deba posicionarse.



Tres relatos escritos por el periodista y escritor Vivaldi, personaje de la novela La sombra, que representan cómo la tecnología nos transformó y transformará nuestras vidas. Desde los asistentes de voz que compramos encantados para nuestro hogar hasta cascos virtuales para nuestro entretenimiento o, incluso, la mejora genética de los humanos, estos relatos se mueven entre los peligros de los nuevos avances y lo fantástico. 












Esta es la más breve e intensa de las novelas. Kedest es una mujer desconocida a la que el narrador se acerca atraído por su belleza, aunque pronto queda confuso por sus reacciones, contradictorias y enigmáticas, y las situaciones en las que se ve envuelto con ella. La razón de su misteriosa actitud sólo se revelará con el descubrimiento de una historia lejana en el tiempo y en el espacio que ella se resiste a contar pero que ha condicionado su vida para siempre.








 



Después de una desastrosa incursión literaria en la novela histórica, de la que será mejor no decir más, escribí esta novela de viajes en la que el levante mediterráneo sirve de telón de fondo a la historia de una pareja. La narradora, una traductora con dudas sobre su futuro, viaja a Estambul con su novio para reunirse con una antigua amiga de sus tiempos en París, pero lo que parecían unas vacaciones alegres se convierten poco a poco en una experiencia desagradable que la llevan a cuestionarse también su vida  privada. 











La primera de mis novelas fue Las noches largas, que terminé con veintisiete años después de pelearme con la pantalla en blanco durante casi tres años, haciendo descubrimientos y sufriendo con cada capítulo por muy breve que fuera. La mandé a escritores, editoriales, agentes y premios, pero sólo me la quiso publicar una pequeña editorial a medias con mi participación, lo que no quise hacer, y no sólo porque no tenía ni un duro en ese momento. Decisión de la que me alegro porque unos pocos años después la reescribí con distintos narradores, pronombres personales y tiempos verbales hasta dejarla en la mirada poliédrica que he mantenido tras múltiples lecturas. Posteriormente el cambio más relevante fue el del título, en 2014, para adaptarlo mejor a las tensiones narradas entre los personajes que viven en la casa de la novela: Convivencia es mi novela más extensa que, sin embargo, se lee rápido gracias a la brevedad de sus capítulos y la abundancia de diálogos.

15 de julio de 2023

Una novela vibrante para un tiempo gris

He disfrutado más de la relectura de Tiempo de silencio que al leerla con veinte años, y eso que guardaba un buen recuerdo de ella, lo que me ha confirmado eso que ya sabían tantos, esto es, que se trata de una de las mejores novelas españolas de su tiempo -a veces hay que descubrir por uno mismo lo que otros han dicho hasta la saciedad-, aunque a su amigo y colaborador en sus primeros experimentos literarios, Juan Benet, no le gustó, lo que les costó cierto distanciamiento temporal. Según la releía creí entenderla mejor de lo que obviamente me permitían los recuerdos, construidos de escenas sueltas y degradadas con el paso del tiempo, pero también de lo que había entendido en la lectura juvenil, y no pude sino admirar este retrato de una época en unos pocos días, con una diversidad de ambientes digna de una ambición sociológica, unido a una acción que da un paso claro en cada escena. Son muchos los aspectos interesantes de esta novela (el rechazo ante la abulia nacional, la descripción del Madrid de su tiempo, la dramatización en forma de pesadilla de la sexualidad de un joven, el estilo renovador y la técnica utilizada, el interés moderno tanto por el humanismo como por la ciencia), entretejidos entre ellos, pero en donde la situación de la posguerra española atraviesa todos los temas como las nubes oscuras de un cielo plomizo y triste. La visión de España, y en específico la de Madrid, es la de un pueblo gris y atrasado, poblado de “gentes de tabernas, pillas o mojigatas”. 

El estado de la ciencia es una prueba del retraso de España con respecto a los países prósperos, aunque la foto del Nobel con barba que preside el laboratorio descrito en la primera página de la novela sea, sin mencionarlo, la de Ramón y Cajal. El dictamen es brutal: España no es Europa. Podríamos pensar que se trata de la conclusión lógica de escribir a principios de los 60 sobre el Madrid del 49, de unas décadas deprimidas, tal y como atestiguan tantas voces, desde Saul Bellow en “La carta de España” de 1948 a los comentarios de Vargas Llosa sobre el Madrid en que vivió mientras escribía La ciudad y los perros. Esta representación de un ambiente deprimido es una constante en la novela que impregna desde los comentarios a las descripciones pero que se extiende en el tiempo y en eso que suena ahora tan lejano y extraño de la esencia del ser nacional, de tal forma que resuenan reflexiones sobre el hombre ibérico y se evalúan épocas anteriores con las lentes del presente narrativo, al asombrarse de que alguna vez, en este país desastroso y desastrado, vivieran gentes como Cervantes o Cajal. Hay incluso un capítulo sobre la pobreza cultural española, de pandereta, y se insiste en varias ocasiones en esa postración nacional que parece secular y sin remedio, de un pueblo sin redención ni esperanza. Es decir, lo gris de su tiempo lo proyecta al pasado y lo extiende al futuro convencido de nuestra grisura congénita. 

Como antes Cajal, y luego Ortega, Madrid no se nombra pero la ciudad que describe no es otra, no puede ser otra. No es muy positiva la imagen de Madrid pero al arrastrar tantos sustantivos y adjetivos en secuencias descriptivas hay cierto equilibrio, entre lo bueno y lo malo, que se inclina finalmente hacia lo chusco y lo tosco. Tampoco es estrictamente cierto que se describa Madrid sino que Madrid se va colando en la novela; sus distintos ambientes, tan variados que son dignos de una catalogación, desde las chabolas a la casa de los ricos, desde el laboratorio a la sala de conferencias en donde se ironiza sobre el perspectivismo de Ortega o al estudio de un artista en donde se burla del arte mediocre que necesita ser explicado, desde el prostíbulo cutre y atestado a esa posada humilde en donde las tres parcas -tres generaciones de mujeres o la mujer en tres edades distintas- desean tejer los destinos del joven protagonista, desde los bares y cafés a la comisaría y los calabozos, desde los cócteles a la verbena. Hay un afán explícito por captar la vida en la novela cuando, en medio de las chabolas, el protagonista reflexiona sobre lo innecesario de irse a una isla paradisiaca del pacífico para observar al hombre desde el punto de vista antropológico, así como se habla también de las costumbres de cierto gusanillo para luego comentar lo mucho que un entomólogo disfrutaría viendo el mismo procedimiento en ciertos personajes de la historia. 

En todas estas escenas pesa más la descripción del ambiente, de las gentes y sus costumbres, que las emociones de sus personajes, que deducimos por las situaciones -lo que T.S. Elliot llamó el correlativo objetivo- y, en el caso del protagonista, por la carga emocional que impregna la narración. En casi todas las escenas se emplea una misma técnica: primero se describe el lugar con sus gentes, muchas veces a través de las reflexiones de su protagonista como intermediario entre el narrador en tercera persona y la ciudad, y luego, al final de cada uno de los 62 capítulos, aparece la acción, que nunca decae ni se desprecia y avanza en unos pocos párrafos o frases finales como una estocada. A pesar de esta pauta tan repetida la novela despliega infinidad de recursos sorprendentes, desde el retrato psicológico a lo grotesco y el semi esperpento, desde el mundo interior de las reflexiones del personaje a la descripción de ambientes, o desde el informal discurrir filosófico a la ironía o el juego verbal, como en el magnífico interrogatorio policial, que entendemos sólo con el uso de un adverbio o el comienzo de una frase junto a un paréntesis con el tipo de mensaje (aprobación, reconocimiento, suposición) ya que conocemos previamente los pormenores de la historia. Que el narrador se permita jugar en uno de los momentos más graves del relato es una prueba más de hasta qué punto el autor explora dentro de cierta coherencia narrativa, un ejemplo entre tantos de su fuerza creativa y literaria a pesar de, o contra, la época que narra.

15 de junio de 2023

Una novela de detectives contracultural

Si alguien tiene la idea de Thomas Pynchon como un escritor difícil, Inherent Vice comienza de forma sencilla, directa al grano, sin que se perciba un especial talento narrativo, ni poético, ni dificultad estructural, pero con diálogos vibrantes, capaces de tensar las cuerdas de lo dramático y lo cómico sin que ninguna desentone, y trasladar al lector cierta ligereza ingeniosa e inteligencia gamberra. Al contrario de su fama, justificada en otras obras, esta novela no resulta difícil de seguir salvo por las referencias culturales, giros lingüísticos populares y bromas sesenteras, que en parte les da ese aroma característico de la contracultura y es donde más se pierde en la traducción. Quizá también porque los capítulos, unos breves y otros largos, no están casi nunca divididos en escenas de unidad espacio-tiempo, o solo de tiempo, sino que fluyen con saltos mayormente espaciales condensados a veces en una frase, lo que puede despistar en una lectura poca atenta o en su versión original. La novela se sitúa en la California de los años 70, pero el narrador está alejado en un tiempo futuro y, aunque no hace muchas incursiones, de carácter puntual, estas suelen tener el tono de “at that time” o “those times”, por lo que genera cierto efecto de lejanía que se olvida pronto en la acción y el devenir de la trama. Digamos que está entre el narrador The Crying of Lot 49, inmerso en el presente de los 60, y el de Vineland, que narra unos 80 con personajes marcados por los 60. Desde esa visión alejada pero fiel a sí mismo, que mira el epílogo de los sesenta y principios de los setenta con la perspectiva del nuevo siglo, este periodo adquiere un toque distinto, de nostalgia y hasta de visión crítica, pero sin renunciar a su esencia y, por supuesto, volviendo sobre los mismos temas. 

Uno de ellos, quizá el más presente, son las drogas. Hay multitud de comentarios sobre sus estragos en los personajes, consecuencia quizá de esa mirada lejana y experimentada del narrador. Se cuentan vidas destrozadas, dientes carcomidos, niños con malformaciones, mentes idas, perturbadas o espiritualmente perdidas y, quien menos, falta de memoria e incapacidad para pensar bien. Hasta la tía del protagonista, Doc Sportello, desconfía de él por su abuso de porros y él mismo se excusa o percibe sus limitaciones debido a su estado por el consumo. Pero aunque se muestren profusamente las consecuencias de las drogas no hay en el narrador ni un impulso explícito moralista, más bien al contrario acudimos a una descripción en la que el protagonista pasa media novela fumado mientras intenta averiguar el paradero de Shasta y Mickey. Lo critican continuamente por drogata y por hippie, pero lo cierto es que no le importa qué le digan o de qué males le adviertan, él sigue adelante con su investigación incluso cuando parece resuelta. Doc es valiente y, en este sentido, heroico, aunque todas las características del personaje apunten hacia la parodia del detective -el capítulo en que aparece la familia por su casa y se entera de los secretos sexuales de sus padres es hilarante, ¿qué detective tiene una familia que lo visite?-. En su faceta principal, Doc no se rinde, es un hombre curioso que quiere saber la verdad, incluso cuando no tiene beneficio económico. Pero la novela tiene su sentido cómico. Prácticamente todas las bromas de la novela están relacionadas con las drogas, mientras que las referencias al sexo -otro tema de la contracultura sesentera por excelencia- se quedan en los pensamientos del personaje como verdades agazapadas y ocultas, pero claras como un resplandor en la mente. 

Si las paranoias de The Crying of Lot 49 eran producto del afán por dar coherencia a la información recibida sin que quizá hubiera relación detrás, el típico fenómeno de quienes ven conspiraciones por todas partes, en Inherent Vice están claramente relacionadas con las drogas. Pero esa paranoia se utiliza narrativamente de forma similar como excusa para dudar de lo sucedido, o de lo que se cree que ha sucedido, y dejar al lector confuso, para abrirle caminos y sugerencias, para mantenerlo en suspenso, hasta que detrás de esas paranoias o visiones lisérgicas se entrevea la verdad. Las creencias esotéricas, también asociadas con las drogas y los viajes psicodélicos, son sin embargo algo más que una consecuencia cómica de las pasadas de tuerca de los drogatas, ya que, como en esos giros que solo son buenos en la ficción, hacen que esas fantasías, de las que muchos se aprovechan para beneficio propio mientras otros las creen por ingenuidad y vacío metafísico, nos deparen alguna sorpresa narrativa -al estilo de esa genial burla de lo esotérico que es Family Plot de Hitchcock (1976)-. La visión sobre las drogas en esta novela está también íntimamente relacionada con el tema principal: La corrupción y tejemanejes que están detrás de Mickey Wolfmann, y la mención de las injusticias inmobiliarias que ha habido en California durante muchos años. Si la acción narrativa comenzaba directa con la aparición de Shasta en el apartamento de Doc, la causa de la historia reside en que Mickey Wolfmann -obsérvese que Mickey es el nombre del famoso ratón de Disney y Wolfmann tiene claras connotaciones depredadoras- quiere devolver todo el dinero que ha ganado ya que, culpable y compungido, cree que nadie debe pagar por vivir en una casa, a cuyo convencimiento ha llegado gracias al uso del peyote. 

Es difícil no concluir que en esta novela la droga, a pesar de sus consecuencias devastadoras, también revela verdades, asociadas a la bondad o la igualdad, y a la purificación de pecados, lo que hace que el personaje del rico de dudosa virtud -otra constante de la novela de detectives y de la obra de Pynchon- sufra una transformación, desee donar sus bienes o, mejor, devolverlos a la sociedad, como esos hombres que, tal y como cuenta Antonio Escohotado en Los enemigos del comercio, repartieron sus riquezas para vivir con la humildad cristiana en sus últimos años, influenciados por la corriente, en su momento dominante, del pobrismo cristiano, y que de alguna u otra forma retorna en distintas épocas. Por supuesto, su familia y el Estado, que no suelen salir precisamente bien parados en las novelas de Pynchon, se opondrán a tal locura. Pero esta novela tiene muchos hilos que se unen y se dispersan, que andan en paralelo y se bifurcan o se entroncan, de tal forma que el cártel asiático de venta de drogas que Doc descubre resulta también trascendente en la narración. Sin embargo, no hay conexión moral entre quienes trafican con las drogas y quienes se drogan, como si unos no fueran consecuencia de los otros, o viceversa, o como si ese aspecto quisiera eludirse para insinuar, por el contrario, cómo la droga puede revelar verdades profundas y servir de identificación personal entre los personajes que se drogan de los que no, los contraculturales de los anticontraculturales, quizá incluso los buenos de los malos. La novela, pues, traslada una visión relativamente compleja y ambivalente de las drogas: muestra sin tapujos sus múltiples consecuencias perjudiciales, se aferra al ideal iluminado de revelación personal y mantiene una línea ambigua o contradictoria en el caso del denominado consumo suave, es decir del hachís, tal y como hace el protagonista. 

Que sea un tema de fondo de las novelas de Pynchon sobre los sesenta es de esperar ya que, no solo es una de sus obsesiones literarias, sino que reconstruir esa década sin tocar el tema de las drogas, y la actitud hacia ellas, sería como escamotear una de las características destacables que marcan los aspectos culturales distintivos de ese periodo en los Estados Unidos. Por supuesto, no es el único. Hay también en sus novelas una obsesión con la televisión. El policía Bigfoot se fija en las películas para coger recorte de los gestos de los actores e imitarlos, algo que también se veía en The Crying of Lot 49 y que apunta directamente a la influencia de la tele en nuestra vida cotidiana hasta colonizar incluso nuestros gestos, nuestras reacciones hacia los demás y, en definitiva, nuestro comportamiento. Dicho de manera literaria, la influencia del cine y la televisión en nuestra educación sentimental. Imitar a los actores de una película creyendo que, al reproducir sus gestos, nos convertiremos en ellos y, de forma menos frívola, asumiendo sus valores de forma poco consciente, es una de esas revoluciones como la de descubrirse ante un espejo, que de tan cotidianas que se han vuelto pocos se percatan de que hubo un tiempo, anterior a su existencia, en la que la gente carecía de esos modelos y, probablemente, era distinta a nosotros porque no tenía esos espejos en que mirarse ni esos actores o valores a los que imitar. Hasta los policías de la novela están influenciados por las películas de policías, al igual que los mafiosos en Gomorra de Roberto Saviano copian las mansiones de las ficciones americanas de mafiosos. Lo retransmitido por la tele, además, se mete en la narración como una ficción dentro de la ficción o como una excusa para hablar de política o contextualizarla históricamente. 

No son pocas las películas que se mencionan, algunas como la estupenda I Walked with a Zombie (1943) de Jacques Tourneur, pero el foco no está puesto en estas sino en cómo Doc reacciona ante ellas, aunque no sean trascendentes para la trama. El narrador las nombra con su año entre paréntesis como si en vez de una novela fuera un ensayo o un artículo. En cualquier caso, refleja una preocupación del autor por los nuevos medios de comunicación, con un uso frecuente del teléfono en las conversaciones entre personajes, igual que en la introducción de un tema novedoso como el uso de un predecesor del internet, el ARPAnet -una red de computadoras construidas en el 69 para enviar datos militares a través de Estados Unidos cuyo nombre Doc confunde con el de alguna nueva droga que no le apetece probar-. A los medios de comunicación como formas más o menos eficaces de transformación social e influencia personal se suma el tema de las identidades e injusticias raciales, que va desde la exposición de execrables infamias pasadas a las contradicciones de algunas posiciones identitarias; así como el tema relacionado de grupos de ideología extrema, incluido una gran cantidad de neonazis; o la tensión entre los hippies y los veteranos del Vietnam. Situaciones todas sorteadas con el peculiar estilo entre gamberro y porreta de Doc Sportello, como cuando se ve acosado por Bigfoot, con su odio inveterado y sus prejuicios insultantes sobre los hippies, entre quienes cataloga a Doc, de tal forma que se define a sí mismo por su obsesión compulsiva por burlarse y despreciarlo. El humor es también la forma de mostrarnos los prejuicios e incongruencias de los personajes y, para Doc, el escudo que, al filo de caer en la ofensa, lo defiende de la agresividad ajena y le permite hacer averiguaciones. 

No son pocas tampoco las referencias al mundo hispano a través de palabras, expresiones, frases, nombres de personajes (Adolfo, Castro, Chico, Inez, Joaquín, Luz, Magda, Manuel, Antonio), topónimos (Arrepentimiento, El Drano, San Joaquín, y tantos otros conocidos), que también surgían, por ejemplo, en The Crying of Lot 49, imposibles de ignorar en California, y que ponen de manifiesto no solo la influencia de la frontera sino, más allá, el sustrato hispano centenario de buena parte de los Estados Unidos, tal y como ha narrado la historiadora Carrie Gibson en El Norte. Además, el abogado y amigo de Doc, cuyo apellido Smilax nada tiene de hispano, se llama Sauncho, que en inglés, o por lo menos en la versión del audiolibro, se pronuncia Sancho, así como hay alguna referencia al Man of la Mancha. Y es que El Quijote gusta a quienes abogaban por el realismo, a quienes encuentran placer en la fantasía o en el humor, así como a quienes se extasían con el idealismo, a los modernos por su uso de los narradores y especialmente a los posmodernos por sus juegos metaficcionales y narraciones intercaladas, y supongo que a todo a quien se acerque al clásico por múltiples razones justificadas. Esta presencia de lo hispano no es, en principio, una constante en la contracultura estadounidense pero sí lo es en Pynchon, así como el gusto por la carretera, sin que la novela sea una road story a lo Kerouac, pero sin saltarse esos tramos de transición motorizada entre los distintos lugares visitados por Doc, en los que transcurren muchas conversaciones, que a veces adquieren un nivel poético, como ese John Wayne que, después de haber cumplido su misión, desaparece caminando hacia el horizonte encuadrado en el marco de una puerta, solitario, pero, en el caso de Doc Sportello, conduciendo un coche que surca carreteras como olas y cogiendo salidas enmarcadas en el paisaje californiano, en una imagen poética de la libertad. 

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