15 de noviembre de 2024

Concierto barroco (1/3): La música

Gracias a las nuevas tecnologías he tenido la oportunidad de escuchar con facilidad pasmosa una ópera de Vivaldi a la que antes me hubiera resultado casi imposible acceder, Moctezuma -Motezuma en su título original italiano-, epicentro de una novela breve y densa, Concierto barroco, que he releído décadas después para confirmar mi gusto y admiración por Alejo Carpentier. La música no solo está en las múltiples referencias musicales, ni es exclusiva del tema mismo, una ópera de Vivaldi, sino en la propia musicalidad de la prosa, con palabras como traídas de un anticuario para causar un efecto poético, más a nivel sonoro que de imagen, o la reiteración del mismo término como figura literaria, o el ritmo mismo, para crear un efecto musical en el que el lenguaje, ciertamente, se convierte en protagonista. Pero la música, claro, es también tema y argumento de esta obra, de ahí su centralidad y el título. No en vano, en un prólogo a El músico que llevo dentro de Carpentier, Eduardo Rincón afirmaba que al leer esta novela pensó que estaba escrita por un músico, lo cual era casi cierto ya que Carpentier, en efecto, fue un gran musicólogo. El argumento gira en torno a la música: Un rico criollo mejicano parte hacia Europa junto a su criado músico Francisquillo, a quien ha prometido comprar unas partituras italianas, pero que fallece en una epidemia que asola La Habana, en donde recoge a cambio a un criado negro, Filomeno, con dotes musicales y ritmos africanos americanizados, a quien viste con las ropas de Francisquillo, para llegar hasta la Venecia carnavalesca del principio del XVIII y encontrarse allí, entre el gentío festivo, las máscaras anónimas y el exceso etílico, a un Vivaldi en su apogeo, juerguista y amigable, agradecido de escuchar una historia como la de la conquista de Méjico que aporte un cambio original a las típicas y caducas temáticas de las óperas de su tiempo, básicamente bucólicas, e inspirarse así para otra de sus óperas barrocas, introduciendo temas más del gusto futuro como los históricos o exóticos por transcurrir en latitudes lejanas. Aparecen por esta páginas personajes como Scarlatti y Haendel, a cuyo famoso duelo de alumnos al teclado de 1707 en Roma parece que le precedió, según cuentan, un encuentro en una fiesta de disfraces en Venecia, con lo que Carpentier se estaría haciendo eco de una anécdota real de estos dos músicos, aunque no coincida luego con la fecha de estreno de esta ópera en concreto. A Vivaldi, a quien los personajes encuentran por casualidad y sin saber quién es, se le menciona primero como un frailecillo pelirrojo por su disfraz, luego como Antonio y alguna vez, posteriormente, por su reconocible apellido, con lo que se nos presenta hábilmente sin los ecos del gran artista, maravillado por los ritmos traídos por el criado Filomeno. 

Esta admiración por ritmos tan distintos, jamás escuchados en Europa, queda en una imposible fusión con la música del maestro Vivaldi que, sin embargo, transcurridos los siglos y la narración de esta novela, encuentra una síntesis en el jazz surgido de la cultura popular en el siglo XX, de los instrumentos clásicos con los ritmos caribeños, en donde la música de Louis Amstrong acabará comparada a un concierto barroco que mezcla los sonidos del pasado con el presente, al igual que Carpentier hace con su narración, en una fusión temporal aparentemente anacrónica pero cuyo sentido esencial subyace en el mensaje: El recorrido mismo de la música a través del tiempo en un proceso de síntesis y novedad, en un sentido -diría- hegeliano. No es la primera vez que esta novela hace estallar las coordenadas temporales, ya que una visita anterior de los personajes a la tumba de Igor Stravinsky, músico del siglo XX cuya lápida yace en un cementerio veneciano del XVIII, nos ha puesto atentos ante esta posibilidad. Visita, por cierto, que da pie a una animada conversación sobre la música moderna capaz de usar los modelos del pasado para retorcerlos o negarlos, aprendiendo de ellos para superarlos, frente a la música moderna ingenua -si es que esto es posible- hecha sin importar nada del pasado. La música se convierte así en leitmotiv, desarrollado en un eje diacrónico y emancipado en parte del eje sincrónico de la narración, que por otra parte se mantiene sujeto al estreno de la ópera de Vivaldi. Para disgusto del criollo, Vivaldi transforma la historia de Moctezuma al gusto de la época para introducir novedades dentro de una tradición formal y temáticamente ajena a la historia misma. El indiano, pues, no puede reprimir su frustración ante la falsedad histórica de lo narrado en la escena que, al igual que en tantas películas de hoy, no se sujeta a la veracidad de los hechos, lo que da pie a una jugosa conversación en la que se mencionan otras fuentes usadas por Vivaldi. Mientras que, por ejemplo, se elimina al personaje de la Malinche porque resultaría odioso al público de su tiempo, se eleva a principal a un personaje femenino secundario porque su papel es del gusto popular. Y así como el criado Filomeno defendió en balde la posibilidad de realizar una ópera sobre su heroico antepasado, cuya historia él recita tan bien, pero queda descartada por ser de personajes negros, el indiano queda turbado por la extravagante obra de Vivaldi. No en balde, y volviendo a mi experiencia gracias a las nuevas tecnologías, esta ópera estrenada en 1733 me sonó maravillosamente parecida a otras del repertorio de Vivaldi, ya en su obertura se percibe esa rapidez del ritmo vibrante de violines que caracteriza a algunos de sus pasajes más conocidos, como si los recursos y las técnicas fueran las mismas tanto para la primavera como para la conquista de Méjico.

15 de octubre de 2024

El maestro de las estructuras

Hay tantos aspectos en una novela (personajes, prosa, estructura, historia, ritmo, verosimilitud) que es difícil conseguir la excelencia en todos, es más, a veces destacar en unos aspectos repercute negativamente en otros, así el desarrollo en profundidad de los personajes puede debilitar la historia o una prosa muy elaborada cortar el ritmo o, viceversa, un ritmo vertiginoso depauperarla. Las novelas que destacan en muchos aspectos suelen ser las mejores, pero difícilmente puede tenerse de todo. El artista debe elegir, indagar o innovar en donde más le interese o en donde otros le hayan dejado un hueco o una esperanza. La búsqueda del equilibrio es otra opción, clásica, hermosa, pero puede no destacar en nada o no aportar nada. Más polémico es definir qué es eso que, estando por encima de todos los elementos, nos permite hacer un juicio satisfactorio del balance general, sin que este sea necesariamente un cálculo más o menos consciente de los distintos aspectos, sino realmente una cierta calidad autónoma superior que ha sabido valorar hasta dónde juzgar óptimos cada uno de los aspectos necesarios para que la novela funcione. Incluso entre los más grandes escritores podemos destacar algunos aspectos en los que sobresalen sobre otros por su aportación histórica o magisterio indiscutible. En castellano, yo diría que Alejo Carpentier destaca por la prosa y el léxico, Gabriel García Márquez como narrador, Carlos Fuentes por sus juegos narrativos y Mario Vargas Llosa sería el maestro indiscutible de las arquitecturas de la novela del siglo XX en lengua española y, probablemente, uno de los más destacados a nivel mundial. 

Muchas veces he escuchado a quienes hacen una distinción entre sus primeras novelas -creo que se refieren al menos a las tres primeras- y sus posteriores, normalmente dando por sentado que las primeras eran mejores, y con frecuencia relacionándolas con una actitud política del joven Mario Vargas Llosa distinta a la actual. Pero si existe una división tajante en dos bloques temporales de sus novelas, de lo cual no estoy convencido, sería en todo caso porque las primeras son especialmente osadas en cuanto a las estructuras. En su primera novela, La ciudad y los perros, aparecen los elementos que cimientan las estructuras de sus novelas más complejas: el seguimiento de varios personajes en líneas distintas, las analepsis que nos retrotraen a otros tiempos y espacios, y una asombrosa capacidad para unirlo todo en finales trepidantes. En La casa verde, la más compleja suya desde el punto de vista de la forma según el propio autor, despliega hasta cinco líneas argumentales distintas, en un auténtico alarde estructural de capítulos, mayormente construidos a base de diálogos, que giran en torno al espacio que da título a la novela. Conversación en la catedral lleva la superposición de planos temporales al extremo de intercalar diálogos del pasado en medio del diálogo del presente de la acción dramática, una forma muy poco común de hacer analepsis que, sin embargo, caza a la perfección con su construcción dialogizada de las escenas. Cualquiera de estas tres novelas iniciales, en efecto, hubieran bastado para consagrar a cualquier otro escritor, pero también es cierto que unas cuantas de las novelas posteriores de Vargas Llosa siguen siendo brillantes desde el punto de vista de las estructuras. 

Mi favorita es quizá La guerra del fin del mundo -creo recordar que también es la más apreciada por su mujer- y no precisamente por el interés que me suscitaba el tema de un grupo de iluminados fanáticos en el siglo XIX en Brasil, más si cabe teniendo el autor tantas novelas relacionadas con la política en la América hispana del siglo XX, sino porque aúna la maestría de la estructura y de un narrador en tercera persona que se pega a cada uno de los personajes, siguiéndolos a muy corta distinta hasta casi confundirse con ellos, con un estilo elegante dentro de los límites de lo funcional que le permite adquirir una textura prosística de la que carecían sus primeras novelas. En La guerra del fin del mundo el narrador ha dejado de intentar desaparecer o quedarse raquíticamente en anotaciones casi teatrales, para adquirir una importancia vital que, aunque intenta camuflarse con los personajes a los que sigue, mantiene el tono de la historia. Combinar ese manejo de la narración y la prosa con una estructura compleja es quizá uno de los mayores logros de la narrativa del siglo XX en nuestra lengua. Sus personajes están perfectamente delimitados y poseen, además, el atractivo de quienes están en los márgenes: el predicador iluminado, el malvado Joao, los componentes del circo -el enano, la mujer barbuda-, el revolucionario escocés Galileo Gall, la filicida arrepentida María Quadrado o el terrateniente y barón de Cañabrava. Muchas de sus historias valdrían para una novela corta cada una, pero todas juntas configuran un fresco realmente espectacular de una novela coral en la que no hay un protagonista único. Con una novela tan bien lograda en tantos niveles, el tema acabó por resultarme apasionante y trascendente. 

Un par de décadas después Mario Vargas Llosa volvía a maravillar al mundo literario con La fiesta del chivo, en donde desplegaba tres líneas narrativas para contarnos la más entretenida y trepidante novela de dictadores que recuerdo haber leído. Al igual que en las novelas previas que he mencionado, estas tres líneas narrativas, con sus perspectivas diversas, consiguen crear el mágico engaño literario de estar leyendo una historia más verosímil y compleja, como si encapsulara mejor el mundo que narra. Se dice rápido lo de las tres líneas narrativas, o parece cosa fácil imaginarlo, hasta que reflexionamos, claro, sobre cuántas novelas hay al menos con dos y la dificultad que eso implica. La fiesta del chivo es una gran novela política, en la que, al contrario de en sus artículos, no hace ninguna falta defender la libertad, con lo confusa que esta puede resultar a nivela teórico, ni siquiera hace falta nombrarla, sino mostrar su reverso, la dictadura, para comprender la importancia de preservar o desear los valores democráticos de la igualdad y de la libertad. De manera similar, en otras obras de Mario Vargas Llosa podrían destacarse muchos otros aspectos, desde los diálogos hilarantes a sus pocos conocidas obras de teatro, de sus novelas en las que introduce elementos más autobiográficos a sus experimentos con narradores en la poca común segunda persona, pero en casi todas hay una constancia: la trama no se acomoda a la sencillez lineal de la historia y, sobre todo, íntimamente relacionado con lo primero, la estructura siempre busca ofrecer algo sugerente, como la marca reconocible de un afamado arquitecto. 

No son nada despreciables desde este punto de vista sus últimas novelas, menos experimentales, ciertamente, pero en las que se conserva la decisión primigenia de cómo ofrecer la historia de una manera si no original al menos poco común. En El sueño del celta, se nos narra la espera y vicisitudes de la condena a muerte de Roger Casement por espiar al imperio británico mientras leemos intercaladas las peripecias de su vida en el Congo y en la Amazonia, con las crueldades de la colonización belga y de las empresas británicas respectivamente, una biografía novelada en la que recrea con imaginación sentimental a un personaje real, quizá con alguna que otra situación inventada. Esta disposición de la estructura en dos niveles no es una técnica que no hayamos visto ya en otras ocasiones pero demuestra una vez más su preocupación por la trama como un elemento esencial para crear interés y dar intensidad a la historia. De El héroe discreto me sorprendió lo entretenida que me pareció, a pesar de la dificultad de meter juntos a varios personajes antiguos suyos como Don Rigoberto, Lituma o la Chunga, como si consiguiera encapsular un mundo propio creado durante décadas en dos historias intercaladas. No menos atractiva desde el punto de vista de las historias que se cruzan, y del ritmo y tensión dramática que consigue gracias a sus estructuras, es también Tiempos recios, otra buena novela política, esta vez sobre la ignorante y torpe intervención norteamericana en la política de Guatemala en la década de los 50, conectada también con personajes que salían en la República Dominicana de La fiesta del Chivo

Me he dejado unas cuantas de sus novelas por el camino porque he querido mencionar las que más me han llamado la atención desde el punto de vista de las estructuras, que son en su mayoría las que más me han gustado, pero en casi todas hay algo, aunque sea una disposición narrativa, que refleja la apuesta del autor por las estructuras, la preocupación constante por estas como elemento galvanizante de la intensidad narrativa. Esta preocupación la comparte, por ejemplo, con Carlos Fuentes, quien estuvo hasta el final de su obra indagando en nuevas formas, estructuras, narradores, estilos. Quizá es cierto que Mario Vargas Llosa, sin abandonar el interés formal, se inclinó con los años por la transparencia de las historias, por el disfrute más emocional del lector, por el uso de la forma al servicio de la historia, y no al contrario, y con el ideal del contador de historias. En sus últimas novelas quizá adolece de repetir tres o cuatro veces alguna idea principal hasta el punto de que el exceso de subrayado en la misma idea hace que pierda fuerza persuasiva -los autores usan ciertas ideas como señales repetidas para volver a tomar el hilo narrativo pero luego las eliminan prudentemente salvo que haya una intencionalidad rítmica al estilo, por ejemplo, de Thomas Bernhard, lo que no es el caso-, algo similar a lo que sucede en las últimas novelas de ese gran prosista, de oraciones sinuosas, que fue Javier Marías, como si nadie se hubiera atrevido a advertirles que quizá debían pulir esos detalles, pero aún así son novelas que ya hubiera querido uno escribir, así como la mayoría de novelistas que aspiran a serlo o ya lo son.

15 de septiembre de 2024

Sinceridad y compromiso

Compleja y larga, El cuaderno dorado se lee, sin embargo, con facilidad. El marco narrativo, que emerge repetidamente, narra la historia de dos compañeras de casa, Anna y Molly, el exmarido rico de la segunda y el hijo común de diecinueve años, sobre quien se cierne la desgracia. Esta bóveda narrativa está formada por diálogos, con una tensión emocional moteada por una prosa que aclara hechos del pasado e impresiones de la narradora. Hay tensión entre los dos personajes femeninos, y entre ellas y el exmarido Richard, una tensión a punto de explotar, que llega a surgir explícita pero que no estalla o se diluye para concentrarse y volver a aparecer en una nueva tensión llena de rencores y reproches, de miserias personales, pero también de lazos en común. En medio de esta historia se van intercalando los textos de varios cuadernos a modo de diarios que se dividen temáticamente según los distintos aspectos de la vida de la narradora, la escritora Anna Wulf, en donde los personajes y las historias vividas en el marco narrativo llegan a cobrar vida como personajes o historias de ficción de algunos de sus cuadernos, con distintos nombres y cambios más o menos significativos de sus personalidades, trasuntos unos de los otros, como la realidad misma hace con la ficción, pero en una ficción dentro de la ficción, alternándose en varios niveles. Los cuadernos acumulan vivencias distintas de una forma a veces caótica, pero sus pasajes más cautivadores hacen de la dispersión narrativa una especie de obra en construcción, de mostrar los fragmentos y flecos, con una naturalidad consciente del fluir de la existencia, que sin embargo está sujeta al marco que le sirve de límite y sentido. Al contrario de la intensidad de otras de sus obras, como en sus Relatos africanos o en El quinto hijo, en los que el lector se mantenía en vilo hasta el final, esta obra es más autoreflexiva, narrativamente más compleja y, dada su extensión, inevitablemente con más pausas del ritmo. 

Uno de esos cuadernos, el rojo, se centra en el conflicto de los ideales políticos con el comportamiento individual, incluido el de la narradora, y los hechos históricos. Desde las dudas a la hora de entrar en el Partido Comunista hasta la afiliación y la salida, Lessing retrata el sufrimiento que subyace a involucrarse en un partido creyendo en la mejora e igualdad del mundo y tener que convivir a la vez con el horror y las injusticias creadas por ese mismo partido. No solo retrata el cinismo de algunos afiliados y de los tres jóvenes que lideran el pequeño partido comunista en la ciudad de colonias, de la hipocresía de sus ideas y acciones, sino también el daño, la represión y la crueldad del comunismo que la historia no ha dejado de confirmar. La repugnancia ante los juicios y las purgas internas envenena hasta la médula cualquier buena intención, pero también el temor a ser juzgado como traidor, por lo que muchos continúan su compromiso por miedo o por cobardía. Los europeos se van enterando con pasmo del terror comunista, lo que convierte la permanencia en el partido en una insoportable mentira intelectual para quienes son sinceros, que pagan el precio del deterioro y el sufrimiento por la pérdida de ideales ante la trituradora de la historia, mientras, por otra parte, el macartismo americano persigue a unos y otros, generando un ambiente social hostil hacia quienes han simpatizado con la izquierda más radical. Estados Unidos, Europa, Rusia y África se ven reflejados así a través de unos personajes que conviven en una pequeña ciudad africana, en donde las extensas conversaciones entre jóvenes politizados, algo cínicos, coinciden en sus críticas a la colonización. Aunque la diferencia entre blancos y negros es el tema moral central que justifica la continuidad en la lucha política, encontramos una prueba de su afán globalizador en la transcripción de recortes de periódicos de la época con noticias políticas, desde la bomba atómica a la guerra de Corea o los ataques del Mau Mau. 

Si la política ocupa casi todo el principio, el espacio dedicado a la sexualidad y las relaciones amorosas de cada personaje crece según avanza la novela. La experiencia de las dos mujeres, y sobre todo la mirada de la narradora Anne Wulf, ofrece una visión desde los márgenes, desde una perspectiva externa en una sociedad que presupone el matrimonio, de dos mujeres que se acuestan con distintos hombres, muchos de ellos casados, y que penetran así, a través de sus experiencias con ellos, en sus historias familiares a la vez que narran las suyas propias. Muchas de las aventuras amorosas narradas son un espejo distorsionado de las vividas, una ficción dentro de la ficción, tanto por ellas como por otras personas, pero también, al igual que con los recortes de noticias internacionales, en este otro cuaderno se enumera una serie de esbozos de cuentos cuya idea principal gira en torno a las relaciones de pareja. De fondo, casi siempre, la imposibilidad de la felicidad plena, con las corrientes emocionales subterráneas que alteran la conducta de forma aparentemente incongruente o irracional, las frustraciones del sexo y el amor, la carga del pasado y lo desagradable de verse reflejado en el otro. El hecho de que, tras uno de sus encuentros sexuales, Anne piense que el sexo es el opio del pueblo no solo alude a una fórmula que une dos de los temas centrales de la novela, la política y el sexo, hasta entonces bien separados, sino que también nos dice mucho de la opinión del personaje sobre las preocupaciones de los seres humanos en un mundo -aún no era el de las sociedades modernas dirigidas hacia la juventud- en el que la vida sexual y emocional acapara las preocupaciones de tantos, hasta tal medida que poco o nada queda para la dedicación política. Que esto lo diga o lo piense un personaje que, además, trata abiertamente el sexo, más de lo que en alguna vez dice que le gustaría, no es una contradicción sino una de las conclusiones posibles, y en el fondo común, de quienes meditan sobre la sexualidad, como si alguna vez se preguntaran por el sentido de todo ese desvelo y sufrimiento. 

Las reflexiones a lo largo de la novela, tanto en boca de sus personajes como en la prosa, en ocasiones son vibrantes y brillantes, incluso hermosas o conmovedoras, de gran penetración a pesar de que, debido al juego narrativo de los cuadernos, su certeza es insegura ya que estas pueden contradecirse más tarde o transformarse según los cambios del estado emocional, que a su vez transforman la manera de ver la realidad, de tal forma que nos hace consciente como lectores de cómo la narradora captura una percepción subjetiva y transitoria, y no verdades absolutas. El juego de los cuadernos se hace aún más complejo cuando nos narra los comentarios de su psiquiatra o la lectura del diario de uno de sus amantes en el que habla sobre ella, con lo que vemos reflejada a Anna, o a su alter ego narrativo en sus cuadernos, en un espejo frente a otro espejo cuya imagen se multiplica. O cuando se habla de la primera novela de su personaje, de las reseñas escritas por los críticos, de lo que otros opinan al leerla, de las repercusiones que su publicación ha tenido en su relación con los demás, o de los cambios de sus propias opiniones sobre esta, porque ni la misma Anna Wulf ve con los mismos ojos su obra con el paso del tiempo. Pero es la intención de la industria audiovisual de llevar su novela a la televisión uno de los temas más recurrentes, ofreciéndonos una imagen crítica del mundo del cine y la televisión, de la banalización y simplificación de la cultura de masas, y de cómo la industria se pliega a los prejuicios y presiones políticas. Al querer estos extirpar la cuestión racial para dejarla en la historia de amor, vacían su novela y la despojan de su sentido, y al no querer nada con ella al saberla comunista se achican ante la persecución del macartismo. Así, la política referida al Partido Comunista, la sexualidad centrada en la vivencia de sus personajes femeninos y la reflexión sobre la propia narración se convierten en los ejes principales de esta novela que, a pesar del esfuerzo por separarse, se superponen inevitablemente en todos sus planos.

15 de agosto de 2024

Hacia una psicología del arte

Al igual que en Pensamiento y lenguaje, Vygotski sigue una misma pauta de escritura que está ligada a su vez a una eficaz retórica de la presentación de la información y a su indudable intención académica. Esto es, buena parte del libro lo dedica a exponer lo que otros han dicho al respecto del tema, lo que sería el estado de la cuestión, dedicándole incluso un capítulo o apartados enteros a cada una de las teorías o perspectivas más destacadas con respecto al tema que quiere tratar, poniendo en evidencia sus razonamientos contradictorios, los límites de sus costuras o los argumentos paradójicos, para luego, bien entrado el libro, exponer algunas de las claves de la propuesta que irá desarrollando posteriormente. Escrito con veintinueve años, Psicología del arte es una muestra más de la precocidad y lucidez de Vygotski, en un entorno político e ideológico que parece sortear continuamente, de tal forma que, sin quitarle razón a la importancia de la interpretación marxista en cuanto atañe a los factores sociales, la limita y la pone en cuestión en cuanto explicación única del arte como fenómeno de estudio. No en vano, el arte es un tema bastante escurridizo como para etiquetarlo con rápidos colgantes ideológicos de un lado u otro, por mucho que algunos se hayan -y otros sigan- empecinado en ello. Para Vygotski la idea central de la psicología del arte es el reconocimiento de la preponderancia del material sobre la forma o, en sus palabras, el reconocimiento de las técnicas sociales de las emociones. Para ello, aunque resulte en principio paradójico, no parte de las teorías del lector ni del autor, sino exclusivamente de la forma y el material de la obra artística. Es decir, busca desentrañar y mostrar los mecanismos que en cada arte hacen posible que la obra opere, de la forma más científica posible -rigurosa, diría yo-, en un campo de estudio en el que abundan las divagaciones especulativas y, en sus palabras, de imprecisión mística. 

El arte, para Vygotski, sistematiza la esfera emocional de la psique humana y su estudio implica conocer el efecto psicofísico que produce. Considera que la perspectiva de Wilhelm Wundt en su voluminosa Psicología de los pueblos es un producto ideológico en cuanto que el lenguaje, las costumbres o los mitos son el resultado de la actividad de la psique social, no su proceso, que es lo que Vygotski considera objeto de estudio, y afirma, además, que Sigmund Freud tenía razón cuando consideró que la psicología individual es desde el principio y al mismo tiempo psicología social. Ninguna de las tendencias de la psicología de su tiempo parece convencerle, ni el subjetivismo más allá de Dilthey ni el objetivismo, en donde agrupa al conductismo, la gestalt, la reflexología y la psicología marxista. Tampoco cree que los estudios sociológicos, con las circunstancias económicas y sociales del autor, o los estudios psicológicos que analizan las reacciones del espectador puedan llegar a explicar las leyes que rigen los sentimientos y las emociones en una obra artística. Y es que Vygotski anda continuamente entre dos líneas antagónicas, lo que necesita de multitud de matices para encontrar una posición que no caiga en ninguno de los dos lados ya construidos herméticamente, encontrando su camino por un filo desfiladero sin caer por la pendiente que lleva a ninguno de los dos extremos. Vygotski aspira, en su psicología del arte, a tomar como base del estudio a la obra en sí, no al autor ni a su público, para analizar los elementos dispuestos por el autor con el fin de causar una correspondiente reacción funcional. En realidad, Vygotski quiere responder a la pregunta que se hace cualquier artista, o pretendiente a artista, cuando ve, escucha o lee una obra de arte, ¿cómo ha conseguido este efecto? ¿Cómo ha logrado insuflar esta u otra emoción? Son además las preguntas que, de darles una respuesta adecuada, ofrecen la objetividad suficiente para hacer afirmaciones con rigor. La fórmula de dicho método consistiría en partir de la forma artística para, a través del análisis funcional de sus elementos y estructura, recrear la reacción estética y establecer ciertas leyes. 

Es por esto que el conocimiento del arte a través de su forma no es suficiente en sí mismo, necesita del entendimiento de los mecanismos que propician unos estados u otros, y que el artista debe manejar para evitar que la imaginación del espectador no lleve a cabo una aportación arbitraria de la obra -si se le presta atención, claro-. La incomprensión de este fenómeno es, según Vygotski, el error fundamental de los formalistas, que no entendieron la importancia psicológica del material. Quienes han intentado representar la forma pura, desprovista del contenido, han terminado con el mismo fracaso psicológico que quienes han querido crear el contenido sin forma. Tampoco aprueba la interpretación del psicoanálisis, ya que el hecho de que los deseos insatisfechos provoquen fantasías no quiere decir que el arte en general sea producto de fantasías insatisfechas, menos aún si estas son interpretadas en clave sexual, como si muchas otras actividades no pudieran también cumplir el mismo papel. Los análisis psicoanalíticos pecan de desatender la forma, como si su importancia fuera mero envoltorio, y no el mecanismo que genera el sentido. Vygotski considera problemático que el arte sea una proyección del subconsciente para la salvación de los vicios individuales, y propone una solución teórica enfocándolo hacia una solución social para el subconsciente. Llega así, en la tercera de las cuatro partes del libro, a esbozar el comienzo de su propia propuesta, la cual parte del análisis de la fábula, un género menor, breve y tenido en poco por muchos, pero que, sin embargo, le va a brindar el ejemplo de cómo analizar la obra artística. Como anteriormente, se centra en lo que otros han dicho sobre la fábula, cuestionando a unos y a otros, para ir abriendo su camino. Pero no es hasta el análisis práctico de unas cuantas fábulas cuando uno siente que Vygotski no solo conoce bien el estado de la cuestión sino que despliega una perspicacia digna de un gran crítico literario, en este caso de un psicólogo del arte, capaz de poner en relevancia las tensiones internas del texto para alcanzar la comprensión artística, allí en donde otros no han visto sino contradicciones, errores o falta de talento.

15 de julio de 2024

La libertad según el Gran Inquisidor

El gran inquisidor es un poema que se le ha ocurrido a Iván Fiódorovich Karamázov pero que nunca se sentó a escribir, es sólo un esbozo en su mente, una idea o una serie de ideas unidas por un elemento imaginativo o simbólico, una ocurrencia más o menos audaz e irreverente, y que este le cuenta a su hermano pequeño Aliosha, que es sobre quien se estructura casi toda la novela de Los hermanos Karamázov. Él es quien visita y conversa con los demás personajes, el nexo de unión, el observador privilegiado que, sin embargo, de forma similar a otras novelas de Dostoyevski como Los demonios, no es el narrador. La narración de este cuento insertado en la historia se sitúa en la Sevilla del siglo XVI, en los días de los grandes autos de fe que según el poema imaginado por Iván eran habituales en el tiempo de la reacción contra la herejía del norte de Europa, durante la cual los hombres habían dejado de creer en los milagros. Ante el rumor popular de que un hombre silencioso realiza milagros, una madre rica y desesperada que acompaña el féretro de su hija de ocho años le ruega al misterioso individuo que haga algo por ella. Este se acerca al cuerpo inánime, dice unas palabras y la niña despierta como si fuera de un apacible sueño. Como no podía ser de otra manera, la gente congregada ante el atrio de la catedral queda asombrada y lo aclama como el salvador. En ese momento pasa el gran inquisidor, nonagenario pero aún con unos ojos vivos llenos de fuerza, y manda apresar al desconocido que ha levantado tanto revuelo. Todos obedecen, por miedo, por reverencia, por costumbre. Roca Barea señaló en su libro Imperiofobia y leyenda negra la imagen tópica y distorsionada de la inquisición española en este periodo, y de lo hispano en general, de la que Dostoyevski se hace eco, pero esta poco importa en cuanto a la cuestión molar que se plantea en este cuento, lo que también reconoce la autora, ya que se trata solo del contexto o la excusa para otro tema, que me atrevería a señalar como contemporáneo a Dostoyevski. 

Esa noche el viejo inquisidor se acerca a la celda en donde ha mandado encerrar al misterioso personaje. Le habla, le hace preguntas que él mismo se responde y, en definitiva, se establece un monólogo en el que no cabe la palabra de su interlocutor, así como tampoco se le menciona por su nombre, lo que aún le da más fuerza a la posibilidad de que se trate del hijo de dios. ¿Qué palabras poner en su boca si realmente es él? ¿No sería lo mismo si quien lo escuchara no se tratara de Jesús -en realidad, los lectores- ya que lo importante es su discurso? El monólogo del gran inquisidor se centra en la libertad. Desde el primer momento asegura que Jesús llegó al mundo para traer la libertad pero los hombres no han sabido vivir en libertad debido a su naturaleza viciosa y mediocre, aunque la desean no saben bien qué hacer con ella o les molesta. Quince siglos de la libertad anunciada por Jesús no han sido sino un tormento para ellos porque esa libertad les ha costado caro. Se dice en boca de los hermanos, cuando se interrumpe la narración para comentarla, que esto es característico del catolicismo romano ya que la libertad original fue transmitida al Papa por Jesús y luego distorsionada en Roma. No es una idea del todo nueva en Dostoyevski porque ya en El idiota se menciona la superioridad del cristianismo ortodoxo sobre el católico debido a que el primero conserva mejor las esencias originales. Ni que decir tiene que la herejía protestante queda como una degradación aún mayor que la católica. Para el gran inquisidor imaginado por Iván Karamázov, la gente está convencida de que son libres cuando ellas mismas ponen la libertad a los pies de otros, en este caso los inquisidores, y entonces son felices. Partiendo de esta premisa la supuesta libertad de creer promulgada por Jesús atentaría contra la felicidad misma de los hombres, ya que estos son rebeldes por naturaleza pero no felices. Al renunciar a la espada, es decir al poder, Jesús renuncia a hacer felices a los hombres y se convierte, por tanto, en una molestia. 

Para el inquisidor, las respuestas de Jesús a las tentaciones del demonio son propias de una inteligencia relacionada con lo eterno y lo absoluto, pero no con una inteligencia humana. La promesa de libertad de Jesús no puede ser comprendida por los hombres, tendentes al desorden y temerosos de la libertad misma. El hombre arrojará su libertad sin titubear a cambio de quien le prometa el pan. Es aquí cuando el discurso parece que deja de hablar de la supuesta idea de libertad original en el cristianismo frente a su corrupción papal -no se discute sobre la cuestión del libre albedrío católico frente a la idea de la predestinación de la herejía protestante, como sería de esperar dado el contexto en que se emplaza esta llegada de Jesús- para hablar de otra contemporánea a Dostoivesky, más propia del siglo XIX y sus ideologías emergentes. Según el inquisidor, que parece tener dotes adivinatorias, los revolucionarios del futuro se revelarán contra Jesús en nombre del pan, entonces la humanidad declarará que no hay delitos ni pecados sino solo hambrientos y solo una vez saciadas sus necesidades los hombres serán virtuosos. Pero el inquisidor no parece inquietarse, al revés, lo entiende como parte de un proceso más amplio, porque está convencido de que esos hombres, después de haber expulsado a los cristianos, volverán a la iglesia más dóciles y serviles que nunca cuando se den cuenta de que los revolucionarios no les dieron la felicidad prometida. El hombre prefiere la esclavitud a la falta de comer, sentencia el inquisidor, para afirmar a continuación, con un giro argumental, que la libertad y la abundancia son incompatibles porque los hombres nunca sabrán repartir los bienes entre sí. Es difícil no relacionar este discurso con las ideologías que salpican el libro en el que está inserto, en donde los materialistas, los socialistas o los ateos son criticados precisamente porque las promesas de estos no harán felices a los hombres. 

El inquisidor llega a hablar de que pasarán siglos de exceso de la razón y el espíritu libre, de su ciencia y la libertad, que llevarán a los hombres a laberintos, guiados por la idea de la libertad de Jesús -a quien sin embargo rechazarán- hasta conducirlos a horrores de esclavitud y confusión. Si, como se repite, los hombres nunca podrán ser libres porque son débiles, viciosos, insignificantes y rebeldes, y preferirán la esclavitud a la libertad, entonces Jesús se encuentra ante el dilema, según el inquisidor, de querer solo a aquellos que son fuertes para superar su propia naturaleza o querer a los débiles, tal y como predica, y entonces amar su esclavitud. Jesús no hizo pues sino aumentar el sufrimiento humano al aumentar la libertad, ya que por muy maravillosa que esta sea, su carga es también más pesada, lo que nos recuerda a Nietzsche. El gran inquisidor se arroba ese amor a los débiles hasta el punto de justificar el hecho de liberarlos del terrible e insoportable peso de la libertad y cargar con la consciencia de mentirles para que estos sean felices. Resulta evidente que Nietzsche dialogó con esta novela más allá de la repetida idea de la imposibilidad de la moral sin la creencia en dios. Los hombres son tan débiles, dice el inquisidor, que cuando caen los dioses, estos se arrodillan ante los ídolos, ante quienes les ofrecen el pan o un tranquilizante para sus conciencias. Todo esto hace muy difícil que el lector pueda escapar a la impresión de que buena parte de esta historia, inventada por Iván Fiódorovich Karamázov, hace referencia al tiempo narrativo de la novela y de la época del autor, y no tanto al marco contextual más bien truculentamente exótico -la imaginada España inquisitorial del siglo XVI- en el que este poema no escrito se inserta a modo de cuento en una narración mayor. Recordemos que Iván es un racionalista ateo con mal carácter cuyo vicio desencadena su locura final, y representa precisamente buena parte de lo que parece augurarse repetidamente en esta novela: cómo las nuevas ideologías que traen tantas promesas no harán felices a los hombres por mucho que así se les diga. Pero también que el mensaje de Jesús puede estar detrás de las ansias de libertad social.

15 de junio de 2024

¿Qué es un meme?

En el libro From Bacteria to Bach (2017) se hace un recorrido por la evolución en el planeta desde el inicio hasta el desarrollo cognitivo del cerebro humano entendido como una serie de módulos más bien independientes y con funciones jerarquizadas, adaptados a la vida en nuestro hábitat más duradero, la sábana, del que luego hemos sacado más o menos provecho en nuestros usos recientes. Su autor, Daniel Dennett, rescataba el término meme, acuñado por Richard Dawkins casi medio siglo antes, para explicar desde su punto de vista la evolución cultural. Lejos de las reflexiones filosóficas o estéticas sobre la cultura, Dennett recogía la propuesta de Dawkins, analizando su recorrido hasta la actualidad, con las críticas recibidas, y alababa las consecuencias interpretativas derivadas de ese sencillo símil científico. Pero, ¿qué era entonces un meme para Richard Dawkins si no se trataba de ese ingenioso chascarrillo con el que tanto nos reímos en las redes sociales? El término no surge hasta el undécimo de los trece capítulos de su ya clásico libro The Selfish Gene (1976), en el que interpreta el darwinismo a partir de los últimos descubrimientos de su tiempo. Para Dawkins los organismos no somos sino máquinas que sirven para replicar los genes, de tal forma que difícilmente nos podemos poner en contra de ellos, pero son nuestros fenotipos los que facilitan la selección natural, de forma que nuestros genes se replican indirectamente, a través de las señales que dan nuestros organismos. Son varios los argumentos y temas interesantes de este libro, desde su famoso ejemplo de los halcones y las palomas al cálculo matemático del altruismo según los genes compartidos, ejemplos clásicos aún vigentes en los manuales universitarios, por ejemplo, de psicobiología. Sin embargo, Dawkins entiende que todo lo humano no se explica por los genes, aunque estos estén en la base de nuestras conductas, y por eso crea un nuevo concepto adaptable a la evolución cultural. 

Un meme sería una unidad mínima de transmisión cultural o imitación. Puede ser una idea, una creencia, un verso, una melodía, cualquier elemento de la moda, palabras, estilos, anuncios, movimientos de un baile, un hallazgo, una explicación. Estos pueden transmitirse a través de palabras o costumbres, narraciones, tradiciones, rituales, familias o modelos sociales. El meme se replica como se replica un gen (en inglés, gene, de ahí el juego fónico en el original), es decir, la analogía no se basa en la esencia del ácido desoxirribonucleico del gen sino en la replicabilidad de la unidad de información, común tanto a la genética como a la cultural. El meme ideal sería una entidad que es capaz de ser transmitida de una mente a otra. Una idea tiene éxito si se replica en muchas mentes, si convence o seduce. Las ideas triunfan porque probablemente resultan útiles en cierta época y circunstancias, y se propagan con más o menos dificultad según también los cambios en esos entornos y, supongo, la historia previa de la que proceden. Esto predice que cuando las condiciones sean las apropiadas aquellas ideas que se adapten mejor al nuevo entorno, explicándolo, justificándolo, calmando el miedo o la inseguridad generada, conseguirán replicarse mejor. Que una idea sea buena o mala, verdadera o falsa, no hace necesariamente que tenga más éxito como meme, ya que todos conocemos ideas falsas que han permanecido durante siglos e ideas acertadas que no han sido aceptadas hasta mucho después de ser propuestas. Dios ha sido una idea exitosa porque debe haber ayudado a la supervivencia, ya sea generando confianza entre las personas que la comparten, haciendo de lazo común identitario, sirviendo como explicación para reducir angustias más profundas, manteniendo un nivel de bienestar individual, aglutinando gentes en una narración unificada, o todas ellas y algunas más. Hasta tal punto ha sido importante que la creencia en dios afecta a la estructura nerviosa de millones de personas en el mundo, que reaccionan ante ella de múltiples maneras. 

Al igual que el símil del hombre con la máquina cuando el hombre se maravillaba con el descubrimiento de nuevas máquinas en el siglo XVIII, con Julien Offray de La Mettrie negando el dualismo, o el símil del ordenador y la inteligencia artificial que nutrirá en parte la psicología cognitiva, la analogía entre el mundo genético y el cultural ya había sido considerada anteriormente, casi siempre refiriéndose a la similitud en la selección de lo más apto o útil, y el paso a las generaciones siguientes, sin confundir nunca la evolución genética con la cultural. Recordemos que hay cultura en otros animales -en el sentido de comportamientos aprendidos y transmitidos de unos a otros socialmente con cada generación, por ejemplo, distintas melodías en ciertos pájaros- aunque esta nunca llega a la complejidad y abundancia humana, pero el funcionamiento básico es similar: se replica mediante imitación y las alteraciones generan variantes que compiten con otras o ayudan a su expansión masiva. El lenguaje sería quizá uno de los ejemplos más claros, ya que se transmite y se transforma, es decir evoluciona, a una velocidad incluso mayor que los genes, siendo el elemento imprescindible de la cultura humana y la causa de su gran desarrollo. Queda por precisar cuál es el tamaño o límite de un meme, ¿se trata de una palabra o de una idea, de un argumento o de un tono al que asignamos un sentido? Dawkins es flexible en cuanto considera que puede haber memes que son una unidad grande que a su vez se divide en memes menores. Pero estas precisiones no parecen importar mucho para captar la idea general y la resistencia de la analogía. La intención de la idea del meme no era crear una teoría de la cultura sino, más bien al contrario, aislar su elemento esencial, a la inversa de la gran mayoría de interpretaciones culturales de raigambre filosófica, pero precisamente por eso se hace más sugerente, como si lo pequeño no hubiera sido tenido en cuenta por su insignificancia aparente y, al revelársenos su mecanismo, consiguiera explicar mejor el fenómeno mayor. 

Según Dawkins, muchas de las teorías existentes hasta entonces relacionaban la biología con la cultura pero eran incapaces de explicar la diversidad cultural humana. A mí esto no me parece una gran contradicción, más bien entiendo que lo universal y lo concreto se complementan, ya que el nivel de la universalidad humana (el hecho de tener un lenguaje) transita por debajo del nivel de la diversidad cultural (el hecho de los múltiples idiomas), al igual que tener dos ojos y una nariz es universal mientras mi rostro es un rasgo individual y diferenciado de los otros. Lo que es indudable es que el concepto de meme como símil del gen permite comprender que las ideas, creencias y costumbres se desarrollen de distinta forma en distintas culturas alejándolas o acercándolas unas de otras, que cambien a lo largo del tiempo de tal forma que, por ejemplo, sea más sencillo a un inglés moderno entenderse culturalmente con un español actual que hacerlo con un inglés de la edad media, y tiene sentido en cuanto la evolución cultural, al igual que la genética, no tiene por qué significar un camino hacia la perfección lamarckiana sino una adaptación a circunstancias distintas en tiempos distintos. Al igual que los genes activan nuestros fenotipos y hasta predisponen nuestra conducta, los memes también están detrás de nuestros argumentos, no solo son sus partes visibles, y nos predisponen hacia ciertas pautas de la conducta. Estos, además, pueden ser más duraderos que los genes, y si no, como afirma Dawkins, que se lo pregunten a algunos de los filósofos clásicos que aún seguimos leyendo. Esto me ha recordado que los jesuitas me explicaron de niño la promesa de dios a Abraham de multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo o los granos de arena en la orilla del mar, no como una promesa literal, recalcaban, sino como el legado de su fe. La idea de los memes de Dawkins, alabada por su amigo Daniel Dennett, parece en efecto un buen meme para ayudarnos a interpretar el fenómeno de la cultura humana.

15 de mayo de 2024

El sufrimiento en Los hermanos Karamazov

El primer intento de leer Los hermanos Karamazov se me quedó a unas doscientas páginas del final, algo más del ochenta por ciento de mi edición de mil cien páginas. En el segundo desistí antes, a cuatrocientas páginas del final, y al tercer intento no llegué ni a la mitad, cuando una apropiada elipsis evita la descripción del asesinato de Fiódor Páviovich Karamázov. Ha sido a la cuarta vez, décadas después del primer intento, y en una traducción clásica de José Laín Entralgo -la traducción que más me ha gustado de El idiota fue la suya-, cuando he leído de principio a fin esta novela de Dostoivesky. La primera pregunta que me asalta es, por tanto, por qué me costó tantas lecturas acabarla. A veces simplemente uno tarda en ver lo que luego, con el tiempo, se le hace claro. Puede que las constantes digresiones narrativas tampoco ayudaran, diluyendo una acción que queda deslabazada en medio de un montón de historias paralelas en las que nos enteramos de la vida de muchos personajes que no son centrales. Cierto que algunas de estas historias paralelas son fascinantes, tales como los capítulos dedicados al poema no escrito de El gran inquisidor, el largo relato de la vida de Zósimo o la conversación con el diablo de Iván Fiódorovich Karamázov tras caer en un delirium tremens. Todas ellas, las centrales y las periféricas, comparten un mismo motivo común de fondo: el sufrimiento. La causa proviene unas veces del apetito por el dinero y otras del apetito por el sexo, la lascivia en términos morales del narrador, y no pocas veces de la enfermedad. De estas tres causas del sufrimiento de sus personajes las dos primeras son claramente consecuencia de la naturaleza humana convertida en vicio, mientras que la tercera es una circunstancia sobrevenida. En muchas de las historias con más sufrimiento hay una combinación de historias de amor desafortunadas o turbulentas con dilemas o problemas de dinero, al que se unen el derroche y falta de mesura, el sentido del honor más anticuado y contraproducente, y el abuso del alcohol. Alguna vez, incluso, esos excesos y vicios llevan a la enfermedad, como en el caso del delirium tremens de Iván, aumentando si cabe su sufrimiento. 

Solo un santo como Zósimo, que ha renunciado a las riquezas y al amor sexual, se salva de padecer los múltiples sufrimientos de los personajes, aunque los observa y ayuda cuanto puede, con su paciencia y sus consejos. También su devoto Aliocha se encamina por la misma senda pero su inexperiencia es el escollo principal para su santidad, porque solo conociendo el mal y padeciendo el sufrimiento, habiéndolo probado aunque sea en una dosis mínima suficiente, se entiende el bien más allá de la ingenuidad, o por lo menos eso parecen decir los consejos de Zósimo cuando le anima a que viaje y hasta se case antes de convertirse, si quiere, en ermitaño como él. El sufrimiento se presenta pues como parte de la naturaleza humana, inherente al ser, del que surge, o puede surgir, el conocimiento moral y la búsqueda del bien. En este sentido solo el mensaje religioso parece capaz de abarcar ese inmenso dolor. Sin embargo, los discursos cínicos o redentores de los ateos, liberales o socialistas que aparecen en la novela, desarrollados con brío a la vez que también son desdeñados por el narrador -un monje del mismo monasterio que Zósimo y Aliocha-, o la idea del hombre nuevo que nacerá de la ciencia o la mujer moderna de la que se dice que se habla mucho en las grandes ciudades, se presentan como incapaces de dar una esperanza profunda a quienes realmente sufren en este mundo. Los debates recogidos en la novela son sin duda un eco de su época pero Dostoivesky articula su respuesta en torno a la trascendencia de abandonar la idea de dios para sustituirlo por otras entelequias, ideologías o constructos sociales. Debido a la repetida aparición de este temor en la novela uno tiene la sensación de que Dostoivesky da por hecho este cambio en un futuro más bien cercano pero avisa, con vehemencia catastrofista, de la miseria humana que llegará como consecuencia. La famosa idea de que sin dios todo quedará justificado, y si no existiera este habría que inventarlo, retumba como un eco a través de la novela. 

Que su llamada de atención sea o no exagerada dependerá en buena parte de en qué lugar de la historia del siglo XX nos situemos y qué relación hagamos de ciertos acontecimientos con el abandono de la religión, por ejemplo, si creemos que el abandono de la religión propició en mayor o menor medida el surgimiento de ideologías como el nazismo o el comunismo, abiertamente beligerantes con esta y que provocaron directamente millones de muertos a través de exterminios y purgas masivas. Pero aunque consideremos ciertas o falsas, exageradas o acertadas, las ideas destiladas en Los hermanos Karamazov a través de las creencias de sus múltiples personajes, y aunque estemos de acuerdo o en desacuerdo con los ateos o los socialistas, los liberales o los materialistas que en ella pululan, lo cierto es que el sufrimiento perdura como el mensaje en sí ya que esta es la causa de nuestra congoja y piedad como lectores, que transgrede las ideas políticas para hacer comprensible la experiencia de estos personajes que creemos más reales cuanto más entendemos sus padecimientos. Incluso más allá de las tribulaciones de sus personajes principales, que tanto resultan fascinantes como agotadoras de tantas vueltas que les da -he oído a más de un lector decir que este libro se le caía de las manos-, las historias de muchos de sus personajes secundarios tienen una fuerza sencilla y comprensible, más accesible, aunque todas ellas, sin excepción, formen parte de un gran muestrario del sufrimiento humano lleno de emociones intensas y convulsas, en donde apenas hay envidia y sin embargo abunda el desdén, como si tanto vicio provocara el sufrimiento propio, con la culpa y el deseo de redención, así como el desprecio ajeno. Tiendo a pensar que Dostoivesky se equivocó, por lo menos en buena parte de sus críticas políticas y su visión catastrofista del futuro sin dios, pero escribió una equivocación genial, e incluso pudo no ser tal si entendemos esta obra como un gran aviso que nos ha ayudado, y sigue ayudando, a mantenernos con los pies en la tierra, en contacto con el sufrimiento como algo consubstancial al ser humano.

15 de abril de 2024

¿Cuáles son las causas del mal?

No fue el primero ni el último de los genocidios del siglo XX, pero el holocausto judío fue quizá el más simbólico y relevante, por la cantidad de asesinados, por ocurrir en el corazón de la culta y avanzada Europa, y por su clara significación de odio religioso y étnico. La comprensión de este fenómeno ideado y dirigido por unos cuantos pero secundado y llevado a la práctica en distintos grados con la colaboración de muchos otros dejó una herida abierta sin resolver en la historia, la filosofía y la psicología. ¿Cómo era posible que algo así hubiera sucedido? Una de las respuestas, escandalosa para muchas víctimas, fue la propuesta por Hannah Arendt cuando escribió sus artículos sobre el juicio a Adolf Eichmann, posteriormente publicados en el tomo Eichman in Jerusalem (1963). Arendt proponía en el último artículo un concepto, la banalidad del mal, que venía a encapsular lo que los psiquiatras que analizaron al reo y uno de los miembros del comando del Mossad que lo había secuestrado en Buenos Aires ya habían observado: Eichmann era un hombre normal, incluso suave de formas, que tenía una relación buena y saludable con su familia y amigos. Las reacciones contra Arendt fueron furibundas, Eichmann había sido un asesino capaz de organizar la muerte de decenas de miles de personas, con un papel activo y consciente, y un pasado corrupto de estafador. Apenas unos meses después de terminar el juicio a Eichmann en 1961, el psicólogo Stanley Milgram ideó unos estudios sobre el comportamiento de la obediencia para responder a la pregunta de cómo era posible que tanta gente, mucha más gente de la se consideraría estadísticamente psicopática, hubiera sido cómplice de un proyecto como el genocidio de seis millones de judíos. Las respuestas al experimento de Milgram vinieron a corroborar, por lo menos en parte, la hipótesis de Hannah Arendt: ante las órdenes de quienes consideramos figuras de autoridad podemos reducir nuestra capacidad de juicio moral hasta el punto de participar en actos atroces. 

Una década después, en 1971, Philip G. Zimbardo ideó un experimento conocido como la cárcel de Stanford que, inspirado en los experimentos y tesis de Albert Bandura sobre la importancia del medio y las circunstancias en las futuras reacciones de las personas, asignó aleatoriamente a una serie de jóvenes los roles de guardas o reclusos para observar cómo reaccionaban y desarrollaban las dinámicas entre estos dos grupos. Los participantes eran jóvenes mayormente universitarios con ideas pacifistas y, en todos los casos, preferían el papel de reclusos al de guardias. A pesar de haber firmado un acuerdo previo se procedió a arrestar en sus hogares de la forma más realista posible a quienes hubieran sido asignados al grupo de reclusos, con ayuda de un policía conocido de Zimbardo, para que sintieran desde el principio las reacciones de sus familias y vecinos ante la escena de un policía que venía a buscarlos en un coche oficial. Una vez en la prisión montada en los bajos de las universidad de Stanford, con sus equipos de cámara y sonido para la observación, y a pesar de ser conscientes de estar formando parte de un experimento, empezaron pronto a aparecer conductas de roles, normas, rutinas, tareas y castigos. Los nombres de los presos fueron sustituidos por números, en un proceso típico de deshumanización del otro que suele estar detrás de los abusos y la violencia, y los guardas pugnaron entre ellos a ver quién superaba al otro en ser el más duro. Estos primeros compases generaron a su vez un aumento del malestar por parte de los presos. Esta tensión fue en aumento hasta producirse los primeros tratos denigrantes de los guardias a los prisioneros. Ya al cuarto día Zimbardo toma conciencia por primera vez de que el experimento puede estar yéndosele de las manos aunque, tras haber mentido a las familias o haber mediado para dar prebendas a cambio de espionaje, sigue defendiendo su experimento contra la propia voluntad de los voluntarios. 

El propio Zimbardo nos cuenta en su libro The Lucifer Effect (2007) que su experimento pudo realizarse porque las normas al respecto en los 70s eran más laxas que las existentes anteriormente, cuando el experimento de Milgram fue considerado que no seguía las suficientes normas éticas, y los requerimientos posteriormente. De hecho, tuvo que ser una compañera suya en la universidad quien le hiciera ver que el experimento había sobrepasado unos límites injustos para los voluntarios a los que él se había vuelto ciego. Sin embargo, de su experimento se desprenden valiosas enseñanzas, por ejemplo, que la situación importa, y más de lo que comúnmente se cree, sobre todo ante escenarios nuevos. Debemos pues interpretar la acción ajena como producto de la situación y posteriormente, solo si no consigue explicarla, analizar los factores de personalidad y enfermedades, es decir, evitar la tendencia natural de atribuir primero una conducta a la forma de ser y dar más peso a las circunstancias. En el experimento también se observó que las actitudes sádicas de los guardianes aumentaban cuando creían no ser vistos, en el turno de noche, y que estas aumentaban gradualmente aunque la actitud de los presos fuera de pasividad. El contraste del análisis de la personalidad de los guardias antes de entrar con sus comportamientos durante el experimento no arroja casi ninguna pista al respecto. Sin embargo, durante el experimento los prisioneros asumieron las atribuciones de los guardias, internalizando el sistema de opresión creado en unos pocos días. Las repercusiones de este experimento, así como las de las investigaciones anteriores, cuestionan la idea del mal como algo innato que forme parte de la naturaleza individual de seres monstruosos, y apuntan hacia los fallos del sistema como instigadores de las actitudes violentas. Para Zimbardo no deja de existir la responsabilidad individual, pero también hay una importante responsabilidad social y otra sistémica. La división binaria entre gente buena y mala sería como mínimo un engaño que nos quita la responsabilidad de mejorar. 

Zimbardo aboga por una comprensión dual de la naturaleza humana, tan capaz de dirigirse hacia el bien como hacia el mal dependiendo, en gran parte, de las circunstancias. El anonimato, por ejemplo, fomenta las acciones crueles, así como los uniformes, especialmente si hay un cambio de apariencia con respecto a una vida anterior. También una cantidad de sesgos como el del efecto espectador, que se hizo famoso con el caso del asesinato a puñaladas de Kitty Genovese, a quien ningún vecino ayudó a pesar de sus gritos de socorro en medio de la noche. O pone como ejemplo el experimento en el que se pidió a un grupo de seminaristas que se trasladaran con prisa para exponer su trabajo sobre el buen samaritano y ninguno se paró a auxiliar a un hombre que se retorcía de dolor en el camino. Ejemplos todos en los que las prisas, la preocupación, el anonimato o creer que ya otro ayudará nos ciega para la acción bondadosa y correcta. Para Zimbardo nuestra naturaleza tiene una plasticidad similar a la mental o la neuronal y por tanto tenemos el potencial de desarrollarnos de muchas formas distintas, aunque la realidad de sus experimentos muestra a gente con una trayectoria impecable que comete actos reprochables. Pero The Lucifer Effect no es un libro que hable solo de su famoso experimento en la cárcel de Stanford, y de sus implicaciones morales y filosóficas, este ocupa solo la mitad de su extensión, sino que lo usa como base para analizar y explicar lo ocurrido en la cárcel de Abu Ghraib. Las fotos que salieron a la luz se parecían demasiado a los abusos que él había observado en su experimento décadas atrás, con sus gozosos perpetradores de abusos o las acciones sádicas nocturnas, desnudando a las víctimas y tapándoles las cabezas, por lo que había un patrón claro que le era familiar. 

Zimbardo se dio cuenta enseguida de que no se trataba de unas cuantas manzanas podridas, por copiar la expresión dada en los medios de comunicación, sino de una dinámica inducida, alentada o producida por ciertas circunstancias de las que apenas se habló. La población reclusa se había multiplicado en unos pocos meses, las instalaciones estaban deterioradas, no había ni siquiera los suficientes trabajadores para la limpieza y los turnos de los soldados rasos eran de doce horas durante los siete días de la semana sin tomarse ningún día de descanso en meses. El encargado de esa zona especial de la prisión, en donde saltó el escándalo, dormía en una celda de la cárcel sin baño y sin ventanas durante el tiempo que no estaba en su turno. Si a esas circunstancias se sumaba el temor a los ataques de los autóctonos y la venganza por los compañeros muertos, puede observarse un cuadro mayor de circunstancias que, lejos de disuadir de estas humillaciones hacia los presos, parecían más bien estimularlas. Una prueba de ello es que se confirmaba que los jóvenes que participaron en estos actos tenían hojas de servicios excelentes, sin trastornos psicológicos y habían sido criados en familias en que les fomentaron los valores cívicos. El modelo de Zimbardo surgido a partir del experimento de la cárcel de Stanford cobra aún más relevancia cuando nos enteramos de que lo sucedido no fue un caso único en un módulo único en una prisión única, sino que también sucedieron vejaciones similares entre las tropas británicas y en otras cárceles llevadas también por los estadounidenses. Es aquí cuando Zimbardo eleva la crítica hacia quienes idearon y propiciaron que hubiera módulos especiales sobre los que ni los propios directores de las prisiones tenían autoridad, permitieron el hacinamiento masivo de presos en condiciones paupérrimas, o no dispusieron de los efectivos necesarios para hacer turnos y descansos entre los guardias. Más que manzanas podridas, su conclusión apunta hacia un sistema podrido que propició lo sucedido. 

Esta visión, sin embargo, no prevaleció ni en los medios ni en los juicios, ya que la comparación de las condenas a quienes habían estado en el turno de noche de aquel módulo de Abu Ghraib con la de sus superiores deja entrever las diferentes varas de medir. Por supuesto, las fotos fueron una incontestable prueba en contra de quienes salían en ellas, por eso no salió a luz, o apenas, el hecho de que también hubiera ocurrido en otras cárceles, en donde también hubo fotos que los soldados destruyeron a tiempo. No fueron pocos los errores que los distintos informes, más o menos críticos, detectaron en las cárceles, desde la confusión de roles entre interrogadores y guardianes -propiciado por los primeros- o las ya nombradas condiciones de mantenimiento de la prisión, hacinamiento de los reclusos y trabajo de los guardias, hasta los fallos de liderazgo, por laxitud, por acomodarse, por hacer la vista gorda o por no parecerles mal. Zimbardo tampoco se queda en los mandos militares o en tantos de los agentes involucrados que supieron lo que sucedía y, activa o pasivamente, colaboraron en las vejaciones -agencias privadas, traductores, médicos-, y apunta aún más arriba a las decisiones políticas de Donald Rumsfeld, Dick Cheney y George Bush, cuyos protocolos, afirmaciones e instigación del miedo fomentaron un ambiente legal, discursivo y moral que, como mínimo, amparó acciones de este tipo. El libro pasa pues del recuerdo de su famoso experimento, de gran trascendencia en la psicología social, al análisis de un caso histórico contemporáneo como el de la cárcel de Abu Ghraib y finalmente a la crítica política, construida sobre la base de lo estudiado y analizado. No obstante, Philip Zimbardo no pierde el marco de una propuesta teórica que se mira al espejo de la banalidad del mal de Hannah Arendt cuando propone una teoría del heroísmo basada en que cualquiera puede tomar decisiones heroicas, por pequeñas que sean, desde quien realiza pequeñas y buenas acciones diarias a quien, como el soldado que denunció las vejaciones de Abu Ghraib, dio un paso personalmente difícil para que se supiera lo que estaba sucediendo. 

15 de marzo de 2024

El teatro en medio del océano

Finalista del premio Nadal del 2022, El teatro en medio del océano (Ediciones Destino, 2022) es una novela que aúna una prosa bella -de párrafos sólidos y oraciones largas que no pierden el equilibrio clásico-, con el entretenimiento de las historias de aventuras, en el mejor estilo narrativo de ese siglo XIX en el que transcurre la historia, en el que lo culto y lo popular, lo elegante de la forma y el fondo de la acción aún no se habían disociado. La cantidad de escenas vibrantes narradas con calidad literaria, sin que la historia se detenga en favor del brillo de la función estética del lenguaje ni se desarrolle trepidante sin cuidado artístico, redunda en un tipo de placer lector que no abunda. Al volver al siglo XIX histórico Francisco Quevedo ha retomado también, o mejor remozado, la antorcha de un ideal que se diluyó en exquisitas prosas plegadas melancólicamente sobre sí mismas o en el entretenimiento escrito en formas sencillas y de poco fuste, consiguiendo exorcizar ambas tendencias para sacar lo mejor de cada una. 

El marco narrativo de la novela recorre la vida de Feliciano Silva, que pasa de sobrevivir a la muerte de sus padres con una niñez de robos y precariedad, con cierto aroma de la picaresca, a convertirse en un personaje peligroso, y con razón temido, que aspira a controlar el comercio y a las autoridades de la isla de Gran Canaria. Este marco que abarca desde 1867 hasta 1921 es también el retrato de la ciudad en la que transcurren gran parte de los sucesos, Las Palmas, en cuya realidad histórica se integra esta ficción, interaccionando con la verosimilitud lo suficiente como para que la convivencia de la mentira y la verdad no acabe con una ni con la otra. Hablar de historia en una novela -no necesariamente escribir una novela histórica- entraña no pocos riesgos que Francisco Quevedo sortea con maestría, de tal forma que no resulta educativamente molesta sino que va revelándose con la naturalidad de los sucesos, como contextos o introducciones, sin cobrar protagonismo pero con una constancia que tienta a considerar la ciudad como un personaje más. 

Resulta curioso seguir con gusto a un personaje tan desagradable como Feliciano Silva, capaz de estrenarse matando a puñaladas en la yugular a un malvado ladrón, por su cuenta y siendo un adolescente díscolo. ¿Cómo consigue Francisco Quevedo hacer que los lectores empaticemos con este asesino sin escrúpulos y a la vez mantengamos cierta distancia crítica? Algo ya he nombrado: Feliciano es un huérfano, cuyo padre murió en un accidente como obrero del teatro Pérez Galdós, que debe buscarse la vida porque nadie lo ayuda. No olvidemos que estamos en el marco de referencia histórico y narrativo de la novela europea del siglo XIX, aunque sea una revisión con ecos de modernidad, por ejemplo del cine de mafiosos, mezclada además con una tradición española previa de la picaresca, y que la novela narra el enriquecimiento de un personaje de origen humilde que se enfrentará, a las buenas o a las malas, con los poderes y autoridades de la ciudad hasta someterlos a su voluntad, es decir, se construye a partir del arquetipo épico de la ascensión social. En mi opinión, hay toda una cultura literaria previa que hace posible una historia que, de leerla en el periódico, nos parecería propia de un personaje malvado, pero eso no quiere decir que escribirla sea fácil, y si no inténtenlo para que comprueben lo difícil de encontrar ese resquicio para la suspensión moral del lector y dotar al personaje de rasgos atractivos. 

Según se va leyendo la novela surge el paralelo de El teatro en medio del océano con la novela de Eduardo Mendoza La ciudad de los prodigios, tanto por la época histórica como por el perfil del protagonista y por el arco narrativo recorrido, pero sus similitudes estructurales no son más ni menos que las de Manhattan Transfer de John Dos Passos con La colmena de Camilo José Cela, o Los caminos de la libertad de Jean Paul Sartre, o El jarama de Sánchez Ferlosio, novelas corales que, con sus diferencias, fueron replicándose por toda la cultura occidental, y más allá. O al igual que en el siglo XIX Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de León Tolstoi, Effi Briest de Theodor Fontaine, La Regenta de Clarín o The Awakening the Kate Chopin trataron, con sus matices y distinciones, con mayor o menor acierto literario, calidad o profundidad, la infidelidad femenina con historias similares situadas en diversos lugares. Las peculiaridades que aporta Francisco Quevedo a este ascenso social de un delincuente vienen derivadas en buena medida, directa o indirectamente, del espacio distinto en donde se ubica la acción, al igual que las consecuencias deducidas de un experimento mental cambian al cambiar uno de los postulados o proposiciones iniciales del razonamiento. 

Además de un desarrollo distinto de la acción, los personajes más importantes de la sociedad caben o parecen caber mejor en una ciudad mediana, en donde todos se conocen porque aún no se han perdido en la inmensidad de la urbe moderna, y el negocio portuario tiende puentes tanto con América como con Europa, dándole sentido al título ya que el Atlántico se convierte en el radio de acción alrededor de las Islas Canarias. Aparecen personajes con características que se mueven en los parámetros de la tradición del realismo mágico, como el de la irlandesa Ofelia O’Higgins, cuyo olor sexual es capaz de perturbar y atrapar hasta al más fuerte o casto de los hombres, y que se integra espectacularmente bien en la narración -prueben también a escribir un personaje con esa cualidad sin caer en la grosería ni en la chabacanería, y encima resulte verosímil y atractivo- o esa pareja de madre e hijo venidos de la selva venezolana de quienes todos aseguran temerosos que poseen poderes ocultos y hacen brujería. Francisco Quevedo ha sido pues capaz de escribir una novela entretenida con elegancia, culta sin aburrimiento, irónica sin frivolidad y dramática con humor negro, tirando del hilo de lo ya escrito en su ameno relato juvenil La noche de fuego para construir una novela compleja y ambiciosa. 

15 de febrero de 2024

Pensamiento y lenguaje según Lev Vygotski

Aunque antiguo y con ilustres predecesores como Frederick Nietzsche, el tema de la relación del lenguaje con el pensamiento ha sido objeto de múltiples desarrollos y debates durante el siglo XX. Ludwig Wittgenstein apostó primero por una postura en la que no había pensamiento sin lenguaje, ya que ambos tenían una unidad lógica que representaba la realidad, tal y como mostró en su Tractatus logico-philosophicus (1921), para luego retractarse en su segunda fase y defender lo contrario, haciéndolo en ambas ocasiones de forma maestra. Éste no es un tema baladí que preocupe sólo a los especialistas, ya que tiene repercusiones en otras ramas y teorías relacionadas con nuestra representación del mundo. Si admitimos que no hay pensamiento sin lenguaje, entonces se deriva que cada idioma refleja un pensamiento único e intransferible, una forma de ver el mundo distinta que es por esencia diferente a la de otros individuos con otras lenguas. Esta es una visión que, más argumentada ideológicamente que respaldada empíricamente, ha dominado parte de las humanidades, y en especial la filología, quizá porque coloca en el centro de la comprensión del mundo a nuestro objeto de estudio, el lenguaje, lo cual nos halaga. Además, sirve de argumento de fondo para justificar toda una corriente de relativismo cultural, e incluso está en la base de creencias más bien ingenuas según las cuales cambiando el lenguaje se cambiaría la realidad, sobre todo aquella que nos resulta desagradable o injusta. Sin embargo, si partimos de lo contrario, entonces todos los seres humanos podríamos tener una estructura de pensamiento similar, tal y como de forma más sofisticada y actualizada propone Steven Pinker, con su mentalese -una tesis psicológica emparentada, aunque diferente, con la gramática universal de su maestro Noam Chomsky-, que se articula luego de forma distinta según cada lengua. Las diferencias culturales existentes, por ejemplo, serían causa entonces de otros muchos factores, incluida en ocasiones la lengua, pero esta dejaría de reinar sobre otras circunstancias, aunque en su vocabulario quedaran marcadas las heridas de toda una historia de vicisitudes, lo cual, por ejemplo, no sería óbice para un entendimiento y una búsqueda de fundamentos comunes entre distintas culturas. 

Más bien pronto en esta polémica del siglo XX, Lev Vygotski ya propuso una visión compleja y dinámica entre el pensamiento y el lenguaje, cuya originalidad y profundidad supera las dos visiones antagónicas, aunque por desgracia sus tesis fueran desconocidas durante años por buena parte de occidente debido al contraste de sus ideas con las oficiales en la Unión Soviética, y quizá también a su muerte temprana. Vygotski plantea que existen dos funciones distintas, una del habla y otra del pensamiento, cuyo proceso no es paralelo pero que establecen unas curvas de crecimiento que se cruzan una y otra vez, pueden alinearse e ir a la par por un tiempo, pero siempre vuelven a separarse. Para ello parte de estudios en animales, especialmente en chimpancés, como los famosos de Wolfgang Köhler realizados en Tenerife, cuyos logros cognitivos son independientes del lenguaje. Es decir, pensamiento y lenguaje no van a la par en el desarrollo personal de cada individuo (ontogénesis) ni en la evolución de la especie (filogénesis), aunque en los humanos existe una estrecha relación entre el pensamiento y el habla en la que Vygotski advierte una fase prelingüística del desarrollo del pensamiento y una fase preintelectual en el desarrollo del habla. Como adivina ya el lector, esta propuesta, respaldada por sus propios estudios y otros de la época, es más compleja que las dos visiones antagónicas enfrentadas a nivel filosófico, y desactiva los distintos usos ideológicos, ya que requiere de un entendimiento más sosegado y con más matices. Lo complejo surge entonces en cómo se establece esa relación entre el pensamiento y el lenguaje, que para la escuela de Wurzburgo era empírica y extrínseca entre dos procesos distintos, mientras que para Vygotski se desarrolla en distintos periodos y en distintas direcciones, del lenguaje al pensamiento y del pensamiento al lenguaje. Estas dos funciones estarían ya presentes a partir del primer año de vida y llegados a los dos años se encuentran, dando origen a una nueva forma de comportamiento, justo cuando el niño descubre que cada cosa tiene su nombre y se adquiere una primera consciencia del habla como herramienta para alcanzar cosas. 

Este encuentro entre el pensamiento y el habla convierte al pensamiento en verbal y al habla en racional, en cuya intersección surge el pensamiento verbal. Pero este pensamiento verbal, con sus propiedades y leyes específicas, no incluye todos los pensamientos ni todas las formas de habla, ya que buena parte del pensamiento queda sin verbalizar y buena parte de la actividad lingüística no se derivaría del pensamiento. En este punto, los famosos descubrimientos de las Escuela de Wurzburgo sobre el pensamiento sin imágenes verbales ni movimientos del habla, tan criticados por Wilhelm Wundt, considerado padre fundador de la psicología al establecer el primer laboratorio de psicología, le sirven a Vygotski como ejemplo de este pensar sin habla. Tendríamos pues que la fusión entre pensamiento y habla es, en palabras del autor, un fenómeno limitado a un área restringida, en donde el pensamiento no verbal y el habla no intelectual quedan al margen de esta fusión, y solo se ven afectados por los procesos del pensamiento verbal de forma indirecta. Este proceso de fusión tiene, además, sus fases, de tal forma que para el niño la palabra sería una propiedad, y no el símbolo de un objeto, es decir, el niño capta la estructura externa de la palabra antes que su estructura simbólica interna -el pensamiento por conceptos emancipado de la percepción requiere de unas exigencias fuera de las capacidades de un niño menor de doce años-, en un proceso episódico de interiorización conceptual. Este pensamiento por conceptos a partir de la adolescencia sería imposible sin el pensamiento verbal y, a diferencia de los instintos, es inducido desde fuera por el ambiente social. En este paso fundamental, la teoría de Vygotski conecta con lo social, aunque sin acatar las ideas marxistas que defenderán sus seguidores de la Escuela de Járkov, manteniéndose entre las fuerzas innatas y las sociales, allí en donde la interacción genera fenómenos propios con sus leyes características, y haciendo de lo complejo un ejercicio de claridad intelectual. Y es que Vygotski debate, refuta, critica y propone teorías hasta el detalle, en un estilo filosófico que sin embargo está fundamentado en el rigor empírico de muchos estudios, tanto suyos como de otros, haciendo gala de un amplio conocimiento de la psicología de su tiempo.

15 de enero de 2024

El arco narrativo de La parte de Guermantes

Hace muchos años leí el artículo de un sesudo profesor en el que criticaba a un joven escritor, cuyo nombre no mencionó, por presumir en un programa de la televisión de haber leído tres veces En busca del tiempo perdido. El escritor era Juan Manuel de Prada, lo sé porque yo también había visto el programa, algo no tan difícil en aquellos años en que los canales estaban contados con los dedos de la mano, aunque hubiera tantos o más programas culturales que en la actual jauja televisiva. El dardo, que yo recuerde, se centraba en haber leído sólo tres veces la obra magna de Proust -con diferencia astronómica la mejor suya a pesar de lo que digan las solapas de libros editados como nuevos textos rescatados del autor-, como si sólo tres fuera una cantidad irrisoria, propia de un principiante, y por supuesto vergonzosa para quien sale en la televisión haciendo gala de ser escritor. La crítica no se me quedó grabada por la pedantería o el correctivo del intelectual ni por las palabras de la víctima zaherida, sino por la precaución que me quedó en caso de querer decir algo sobre Proust, como si temiera que algún sesudo profesor, dedicado a su obra durante décadas, estuviera detrás de cualquier esquina, listo para lanzarme algún dardo envenenado. En fin, resulta que, más viejo de lo que era Prada entonces, acabo de leer por tercera vez el tomo de La parte de Guermantes, y ni siquiera en francés, sino en la traducción de Carlos Manzano, que a mí me gusta más que la de Mauro Armiño -con sus útiles diccionarios de personas relacionadas con Proust y de sus personajes-, e incluso me gusta más que la de Pedro Salinas y Consuelo Berges -aunque su título para este tomo me resulta más sugerente-, porque la de Carlos Manzano, editada por RBA, es la que mejor me suena en castellano y la que más disfruto, sin parecerme que traiciona más o menos al original que las demás. 

La llegada a París desde Combray y su amistad con Saint Loup acercan a Marcel a ese mundo de la alta nobleza de los Guermantes, desde sus apariciones en el palco del teatro a su trato personal. Tanto para Marcel como para la ya quejicosa criada Fraçoise, los aristócratas, con sus lugares de origen y sus parentescos, forman parte de otro mundo superior, tan lejano e incomprensible a nuestros ojos modernos como si estuvieran detrás de un muro infranqueable, pero que quizá tenga algún paralelo con el de los famosos mediáticos de hoy en día, en el sentido de que suscitan tal interés que están en boca de todos. Fraçoise se diferencia del narrador en que ella se queda impasible ante grandes inventos o personajes pero se emociona ante títulos o nombres aristocráticos, pero tampoco este es menos cuando al principio idealiza a la princesa de Guermantes y a los aristócratas de una manera exagerada y ridícula, sobrecargada de símiles y metáforas, como en una oda que los compara a dioses de un Olimpo. Es verdad que Saint Loup le cuenta suficientes anécdotas de los señores de Guermantes como para devolverlos a la altura de los hombres comunes, adelantándonos a la paulatina degradación de las fantasías del narrador, pero Marcel desea que se los presente y, a su manera entre tímida y manipuladora, lo consigue. Esto no sólo le ocurre al narrador o a Fraçoise, las conversaciones de los salones sobre quién es de qué familia e, implícitamente, si una persona se merece un reconocimiento mayor que otra en una jerarquía establecida por el pedigrí, la historia o los títulos son una obsesión en el ambiente del que el joven Marcel participa con deleite. Si aparecen quienes sobresalen gracias al mérito, estos se integran en el ambiente como objetos de interés para quienes ostentan sus posiciones claras en la sociedad aristocrática. 

Este mundo frívolo emerge ante el lector con la apariencia de una descripción sin juicio, de la que incluso se participa con gusto si tomamos el entusiasmo de Marcel como inmutable y eterno, pero la idea es justamente la contraria, mostrar el recorrido de la idealización a la decepción para hacer más patente su frivolidad, menos sospechoso al narrador de odios inveterados, y más analítico de los procesos que nos transforman y nos hacen descubrir la realidad prosaica más allá de nuestros sueños. El cambio es escalonado pero tiene un punto de inflexión en la enfermedad y muerte de la abuela, que reorienta la sensibilidad del narrador hacia aspectos más profundos de la experiencia humana. Incluso en esos momentos, la novela no deja de hablarnos de los avances médicos y tecnológicos, de los gustos y criterios en el arte, del cambio de nuestras percepciones y de nuestra forma de pensar, de la política centrada en el caso Dreyfus, de la memoria y los recuerdos, hasta el punto de que la muerte de la abuela parece una nueva excusa para volver a hablar de lo mismo desde otro ángulo, pero lo cierto es que la novela se parte en dos como una hoja doblada por el nervio central, cuyos lados se reflejan en el espejo del otro, y cuyas partes podrían titularse: ilusión y desilusión, o admiración y desencanto. Justo en donde termina la primera parte empieza la segunda, en la enfermedad de la abuela, de tal forma que se convierte en un gran cráter narrativo en el centro de la novela que atañe a la vida familiar del narrador de una manera dramática en medio de un volumen dedicado a las relaciones sociales del gran mundo, con el contrapunto de la profundidad y lo íntimo frente a la frivolidad y lo público. 

Casi todo lo narrado tras la muerte de la abuela rezuma un aire de decepción que, sin embargo, no pierde su fuerza descriptiva ni su ímpetu analítico, es más, los profundiza con el bisturí de un cirujano que no tiene relación personal con el enfermo en la cama de operaciones. Las formas de juzgar, interactuar e interpretar la vida social de los Guermantes, la idea de inteligencia como ingenio verbal en sus salones, el dominio sobre sus fieles o las opiniones sobre la cocina en otras casas que no sean la suya inciden en la hipocresía, el egoísmo o la imagen distorsionada que se tiene de otros, sobre todo de aquellos que no son cercanos al círculo más íntimo o han dejado de serlo, de una manera distinta pero igualmente sectaria que las reuniones de los Verdurin en la segunda parte del primer volumen. A colación de unas anécdotas insignificantes y tontas sobre el rey de Inglaterra, el narrador nos informa de su falta de placer por la vida mundana que nada le ofrece ya a su vida interior, cerrando el círculo emocional que abrió con su desmesurada idealización, propia de una fantasía sin experiencia. Pero es en la escena final cuando da la estocada a los Guermantes, retratando su frivolidad y superficialidad. La descripción de las pequeñas reacciones emocionales entre los Guermantes y Swann es tan lograda y perspicaz, tan sensiblemente representada en unas páginas propias del mejor Proust, que no solo retrata la jovialidad egoísta de los duques sino que capta la general insensibilidad para lo ajeno de la condición humana. La parte de Guermantes, estructurada como un arco narrativo perfectamente articulado, concentra pues una de las tesis principales de En busca del tiempo perdido con la que se cerrará el séptimo y último tomo, cuando las endebles piernas del cuerpo del señor de Guermantes recuerden al dictum de Nietzsche sobre cómo los dioses tienen pies de barro.

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