No fue el primero ni el último de los genocidios del siglo XX, pero el holocausto judío fue quizá el más simbólico y relevante, por la cantidad de asesinados, por ocurrir en el corazón de la culta y avanzada Europa, y por su clara significación de odio religioso y étnico. La comprensión de este fenómeno ideado y dirigido por unos cuantos pero secundado y llevado a la práctica en distintos grados con la colaboración de muchos otros dejó una herida abierta sin resolver en la historia, la filosofía y la psicología. ¿Cómo era posible que algo así hubiera sucedido? Una de las respuestas, escandalosa para muchas víctimas, fue la propuesta por
Hannah Arendt cuando escribió sus artículos sobre el juicio a Adolf Eichmann, posteriormente publicados en el tomo
Eichman in Jerusalem (1963). Arendt proponía en el último artículo un concepto, la banalidad del mal, que venía a encapsular lo que los psiquiatras que analizaron al reo y uno de los miembros del comando del Mossad que lo había secuestrado en Buenos Aires ya habían observado: Eichmann era un hombre normal, incluso suave de formas, que tenía una relación buena y saludable con su familia y amigos. Las reacciones contra Arendt fueron furibundas,
Eichmann había sido un asesino capaz de organizar la muerte de decenas de miles de personas, con un papel activo y consciente, y un pasado corrupto de estafador. Apenas unos meses después de terminar el juicio a Eichmann en 1961, el psicólogo Stanley Milgram ideó unos estudios sobre el comportamiento de la obediencia para responder a la pregunta de cómo era posible que tanta gente, mucha más gente de la se consideraría estadísticamente psicopática, hubiera sido cómplice de un proyecto como el
genocidio de seis millones de judíos. Las respuestas al experimento de Milgram vinieron a corroborar, por lo menos en parte, la hipótesis de Hannah Arendt: ante las órdenes de quienes consideramos figuras de autoridad podemos reducir nuestra capacidad de juicio moral hasta el punto de participar en actos atroces.
Una década después, en 1971, Philip G. Zimbardo ideó un experimento conocido como la cárcel de Stanford que, inspirado en los experimentos y tesis de Albert Bandura sobre la importancia del medio y las circunstancias en las futuras reacciones de las personas, asignó aleatoriamente a una serie de jóvenes los roles de guardas o reclusos para observar cómo reaccionaban y desarrollaban las dinámicas entre estos dos grupos. Los participantes eran jóvenes mayormente universitarios con ideas pacifistas y, en todos los casos, preferían el papel de reclusos al de guardias. A pesar de haber firmado un acuerdo previo se procedió a arrestar en sus hogares de la forma más realista posible a quienes hubieran sido asignados al grupo de reclusos, con ayuda de un policía conocido de Zimbardo, para que sintieran desde el principio las reacciones de sus familias y vecinos ante la escena de un policía que venía a buscarlos en un coche oficial. Una vez en la prisión montada en los bajos de las universidad de Stanford, con sus equipos de cámara y sonido para la observación, y a pesar de ser conscientes de estar formando parte de un experimento, empezaron pronto a aparecer conductas de roles, normas, rutinas, tareas y castigos. Los nombres de los presos fueron sustituidos por números, en un proceso típico de deshumanización del otro que suele estar detrás de los abusos y la violencia, y los guardas pugnaron entre ellos a ver quién superaba al otro en ser el más duro. Estos primeros compases generaron a su vez un aumento del malestar por parte de los presos. Esta tensión fue en aumento hasta producirse los primeros tratos denigrantes de los guardias a los prisioneros. Ya al cuarto día Zimbardo toma conciencia por primera vez de que el experimento puede estar yéndosele de las manos aunque, tras haber mentido a las familias o haber mediado para dar prebendas a cambio de espionaje, sigue defendiendo su experimento contra la propia voluntad de los voluntarios.
El propio Zimbardo nos cuenta en su libro
The Lucifer Effect (2007) que su experimento pudo realizarse porque las normas al respecto en los 70s eran más laxas que las existentes anteriormente, cuando el experimento de Milgram fue considerado que no seguía las suficientes normas éticas, y los requerimientos posteriormente. De hecho, tuvo que ser una compañera suya en la universidad quien le hiciera ver que el experimento había sobrepasado unos límites injustos para los voluntarios a los que él se había vuelto ciego. Sin embargo, de su experimento se desprenden valiosas enseñanzas, por ejemplo, que la situación importa, y más de lo que comúnmente se cree, sobre todo ante escenarios nuevos. Debemos pues interpretar la acción ajena como producto de la situación y posteriormente, solo si no consigue explicarla, analizar los factores de personalidad y enfermedades, es decir, evitar la tendencia natural de atribuir primero una conducta a la forma de ser y dar más peso a las circunstancias. En el experimento también se observó que las actitudes sádicas de los guardianes aumentaban cuando creían no ser vistos, en el turno de noche, y que estas aumentaban gradualmente aunque la actitud de los presos fuera de pasividad. El contraste del análisis de la personalidad de los guardias antes de entrar con sus comportamientos durante el experimento no arroja casi ninguna pista al respecto. Sin embargo, durante el experimento los prisioneros asumieron las atribuciones de los guardias, internalizando el sistema de opresión creado en unos pocos días. Las repercusiones de este experimento, así como las de las investigaciones anteriores, cuestionan la idea del mal como algo innato que forme parte de la naturaleza individual de seres monstruosos, y apuntan hacia los fallos del sistema como instigadores de las actitudes violentas. Para Zimbardo no deja de existir la responsabilidad individual, pero también hay una importante responsabilidad social y otra sistémica. La división binaria entre gente buena y mala sería como mínimo un engaño que nos quita la responsabilidad de mejorar.
Zimbardo aboga por una comprensión dual de la naturaleza humana, tan capaz de dirigirse hacia el bien como hacia el mal dependiendo, en gran parte, de las circunstancias. El anonimato, por ejemplo, fomenta las acciones crueles, así como los uniformes, especialmente si hay un cambio de apariencia con respecto a una vida anterior. También una cantidad de sesgos como el del efecto espectador, que se hizo famoso con el caso del asesinato a puñaladas de Kitty Genovese, a quien ningún vecino ayudó a pesar de sus gritos de socorro en medio de la noche. O pone como ejemplo el experimento en el que se pidió a un grupo de seminaristas que se trasladaran con prisa para exponer su trabajo sobre el buen samaritano y ninguno se paró a auxiliar a un hombre que se retorcía de dolor en el camino. Ejemplos todos en los que las prisas, la preocupación, el anonimato o creer que ya otro ayudará nos ciega para la acción bondadosa y correcta. Para Zimbardo nuestra naturaleza tiene una plasticidad similar a la mental o la neuronal y por tanto tenemos el potencial de desarrollarnos de muchas formas distintas, aunque la realidad de sus experimentos muestra a gente con una trayectoria impecable que comete actos reprochables. Pero The Lucifer Effect no es un libro que hable solo de su famoso experimento en la cárcel de Stanford, y de sus implicaciones morales y filosóficas, este ocupa solo la mitad de su extensión, sino que lo usa como base para analizar y explicar lo ocurrido en la cárcel de Abu Ghraib. Las fotos que salieron a la luz se parecían demasiado a los abusos que él había observado en su experimento décadas atrás, con sus gozosos perpetradores de abusos o las acciones sádicas nocturnas, desnudando a las víctimas y tapándoles las cabezas, por lo que había un patrón claro que le era familiar.
Zimbardo se dio cuenta enseguida de que no se trataba de unas cuantas manzanas podridas, por copiar la expresión dada en los medios de comunicación, sino de una dinámica inducida, alentada o producida por ciertas circunstancias de las que apenas se habló. La población reclusa se había multiplicado en unos pocos meses, las instalaciones estaban deterioradas, no había ni siquiera los suficientes trabajadores para la limpieza y los turnos de los soldados rasos eran de doce horas durante los siete días de la semana sin tomarse ningún día de descanso en meses. El encargado de esa zona especial de la prisión, en donde saltó el escándalo, dormía en una celda de la cárcel sin baño y sin ventanas durante el tiempo que no estaba en su turno. Si a esas circunstancias se sumaba el temor a los ataques de los autóctonos y la venganza por los compañeros muertos, puede observarse un cuadro mayor de circunstancias que, lejos de disuadir de estas humillaciones hacia los presos, parecían más bien estimularlas. Una prueba de ello es que se confirmaba que los jóvenes que participaron en estos actos tenían hojas de servicios excelentes, sin trastornos psicológicos y habían sido criados en familias en que les fomentaron los valores cívicos. El modelo de Zimbardo surgido a partir del experimento de la cárcel de Stanford cobra aún más relevancia cuando nos enteramos de que lo sucedido no fue un caso único en un módulo único en una prisión única, sino que también sucedieron vejaciones similares entre las tropas británicas y en otras cárceles llevadas también por los estadounidenses. Es aquí cuando Zimbardo eleva la crítica hacia quienes idearon y propiciaron que hubiera módulos especiales sobre los que ni los propios directores de las prisiones tenían autoridad, permitieron el hacinamiento masivo de presos en condiciones paupérrimas, o no dispusieron de los efectivos necesarios para hacer turnos y descansos entre los guardias. Más que manzanas podridas, su conclusión apunta hacia un sistema podrido que propició lo sucedido.
Esta visión, sin embargo, no prevaleció ni en los medios ni en los juicios, ya que la comparación de las condenas a quienes habían estado en el turno de noche de aquel módulo de Abu Ghraib con la de sus superiores deja entrever las diferentes varas de medir. Por supuesto, las fotos fueron una incontestable prueba en contra de quienes salían en ellas, por eso no salió a luz, o apenas, el hecho de que también hubiera ocurrido en otras cárceles, en donde también hubo fotos que los soldados destruyeron a tiempo. No fueron pocos los errores que los distintos informes, más o menos críticos, detectaron en las cárceles, desde la confusión de roles entre interrogadores y guardianes -propiciado por los primeros- o las ya nombradas condiciones de mantenimiento de la prisión, hacinamiento de los reclusos y trabajo de los guardias, hasta los fallos de liderazgo, por laxitud, por acomodarse, por hacer la vista gorda o por no parecerles mal. Zimbardo tampoco se queda en los mandos militares o en tantos de los agentes involucrados que supieron lo que sucedía y, activa o pasivamente, colaboraron en las vejaciones -agencias privadas, traductores, médicos-, y apunta aún más arriba a las decisiones políticas de Donald Rumsfeld, Dick Cheney y George Bush, cuyos protocolos, afirmaciones e instigación del miedo fomentaron un ambiente legal, discursivo y moral que, como mínimo, amparó acciones de este tipo. El libro pasa pues del recuerdo de su famoso experimento, de gran trascendencia en la psicología social, al análisis de un caso histórico contemporáneo como el de la cárcel de Abu Ghraib y finalmente a la crítica política, construida sobre la base de lo estudiado y analizado. No obstante, Philip Zimbardo no pierde el marco de una propuesta teórica que se mira al espejo de la banalidad del mal de Hannah Arendt cuando propone una teoría del heroísmo basada en que cualquiera puede tomar decisiones heroicas, por pequeñas que sean, desde quien realiza pequeñas y buenas acciones diarias a quien, como el soldado que denunció las vejaciones de Abu Ghraib, dio un paso personalmente difícil para que se supiera lo que estaba sucediendo.