15 de noviembre de 2016

Releyendo Romeo y Julieta

Gracias a la representación de una adaptación juvenil de Romeo y Julieta, llena de divertidos recursos pensados para un público tan inquieto, desinhibido y hablador como el que probablemente acudía a los escenarios isabelinos, me decidí a releer este clásico de Shakespeare del que muy frecuentemente tenemos la impresión de sabérnoslo todo (salvo por las controversias y detalles académicos, por supuesto) y al que muchas veces consideramos menor por parecernos un drama más propio de adolescentes, como sus personajes. ¿Quién no conoce de qué va y qué sucede en esta obra incluso si jamás ha pisado un teatro? ¿Quién no ha escuchado burlas o se ha burlado de Romeo o de Julieta o de ambos por múltiples razones? Comenté hace meses que, incluso antes de existir el drama de Shakespeare, el cuento de Luigi da Porto en el que se inspira ya ponía en duda la capacidad de un amor así entre los amantes de su tiempo. Pero esta historia, que resiste los siglos con una fuerza abrumadora, vale la pena ser revisitada. Yo, esta vez, me he llevado dos sorpresas. 

La primera es la revelación de una forma concebida a la perfección. Cada uno de los cinco actos comienza con una situación que introduce el desasosiego en la audiencia, el indicio de un elemento perturbador, y casi cada uno de los actos termina con algún elemento tranquilizante. Si el primero empieza con la rivalidad de las dos familias y con la desesperación de Romeo por una amada que no le hace caso, acaba con el encuentro feliz entre Romeo y Julieta. Si el segundo comienza con el riesgo mortal de ser cogidos, acaba con la boda. Si el tercero comienza con la muerte de Mercutio a manos de Tybalt y la muerte de éste a manos de un vengador Romeo, sembrando su desgracia, acaba sin embargo con una Julieta capaz de engañar a su familia en su duelo y dispuesta a acudir al fraile en busca de una solución. Si el cuarto comienza con las presiones de Paris y la temeraria astucia del fraile, acaba con el truculento y exitoso engaño de Julieta y un toque de humor gracias a los músicos actores. Y si el quinto acto comienza con el aviso a Romeo de que su amada ha muerto, sin haberse enterado de la estratagema del fraile, acaba, es cierto, con la desgraciada muerte de los amantes, pero también con la reconciliación de las familias enemigas. Es decir, al contrario de lo que afirmaba Voltaire en sus Cartas filosóficas, Shakespeare no era un desconocedor de las reglas, las conocía muy bien, aunque no las del teatro posterior del siglo XVIII, sino otras basadas en las emociones del público para mantenerlo atento e intrigado.  

Ese final que cierra el marco narrativo a la perfección (recordemos cómo empieza con una escena de la rivalidad de las familias y sólo posteriormente con el dolor de Romeo en la siguiente escena) me lleva a la segunda sorpresa. Ésta no se centra en el texto como objeto de análisis para descubrir la forma que da sentido a la emoción en el drama, llevándonos de la inquietud a la calma en cada acto, sino en la reflexión posterior propiciada por mi experiencia vital. Desde la primera vez que tuve constancia de esta historia, cuando entrando en la pubertad quedé impresionado por una versión fílmica en blanco y negro de la que sólo recuerdo el fatídico desenlace y su atmósfera tenebrosa, hasta la lectura de hoy, mis emociones no pueden haberse transformado más. Empezó con el impacto emocional de ver cómo el peso de las normas y los odios es mayor que el deseo libre, más tierno y verdadero de los amantes, continuó con la ironía juvenil ante un drama más bien para tontorrones enamoradizos, y a día de hoy me conmueve la reconciliación de las dos familias tras el sacrificio innecesario de dos adolescentes que se amaban. Hay un elemento, sin embargo, que sigue produciéndome la misma congoja que la primera vez: Las consecuencias dramáticas derivadas de una carta sin entregar.

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