De los libros de ficción de Guillermo Cabrera Infante tengo predilección por La Habana para un infante difunto, una recopilación de amores que al principio parece una excusa para hablar de la pobreza en la Habana de los cuarenta y los cincuenta, pero poco a poco se convierte en un catálogo de mujeres deseadas, la mayoría de las veces sin el conocimiento de ellas, en el que el personaje adolescente va descubriendo la sexualidad hasta pasados sus infructuosos intentos de perder la virginidad. Cuando me di cuenta de hacia dónde iba el libro sentí pereza de seguir, pero el humor me tenía atrapado en la historia ya que la única forma de soportar aquella retahíla donjuanesca era precisamente porque el personaje era todo lo contrario a un don Juan, casi siempre fracasaba, y uno no podía sino reírse ante la crónica de tantos intentos frustrados, las adoraciones escondidas por las vecinas y las situaciones en las que acababa metido el personaje narrador.

Uno de los mayores aciertos de la novela es ese narrador que, pasados los años, rememora sus amores sin ningún tipo de pudor y con pocas consideraciones, pero con sinceridad y, sobre todo, con humor. Además del tono de la obra, ese humor está ubicado mayormente en los abundantes paréntesis, que no a todos nos gustan y mucho menos de forma tan prolija, pero que aquí hacen el contrapunto perfecto al introducir el comentario irónico, jocoso o el juego de palabras ingenioso (gracias a esta novela dejé de considerar el paréntesis como indicio de incapacidad estilística, y siempre es un descubrimiento agradable y de agradecer cuando una obra nos derriba un prejuicio). Su humor está amasado con lucidez lúdica y el amor por las palabras, por darles la vuelta para vigorizar su significado, por hacer de ellas sonidos o sentidos que llegan a nosotros con la inmediatez de un son y por una cultura de fondo llena de referencias con chiste.
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