15 de enero de 2016

Combray

Al contrario de la historia de amor y sufrimiento de Swann por Odette, entre reuniones llenas de falsedad en casa de los Verdurin, que hace de “Un amor de Swann” un bloque coherente y autónomo que puede ser leído aparte, perfecto en su realización, las dos partes de “Combray” narran un mundo evanescente, proveniente de los recuerdos de la infancia que el narrador, Marcel, rumia durante las noches en vela, entre sus dificultades para dormir y el amanecer. Con sus recuerdos afloran también las reflexiones, consecuencia de la gran perspectiva de tiempo entre el presente del narrador y lo narrado, en donde urde, a partir del famoso trozo de magdalena ablandado en una cucharada de té, una teoría propia sobre la memoria que le permite encontrar la fórmula más natural de acceso a nuestros recuerdos, y que conformará la justificación narrativa de la obra, la puerta de entrada a una vida. Sólo al releerla, se da uno cuenta de hasta qué punto “Combray” es una introducción perfecta a En busca del tiempo perdido, en la que muchos de los personajes que aparecen tendrán relevancia en los volúmenes posteriores. Llama la atención que en una obra tan extensa, de unas tres mil quinientas páginas, cuyo primer volumen se publica en 1913 y el último en 1927, ya se hayan soltado desde el principio tantas cuerdas para ser retomadas y anudadas en el futuro, con una idea tan clara de cuál sería su devenir. 

Encuadrada en descripciones de la iglesia y jardines de Combray, su estilo es idéntico al del resto del libro, de frases largas y sinuosas, en las que perderse puede ser tanto un placer como un problema, pero cuando estamos concentrados es capaz de absorber todos los sentidos del lector y transportarlo a una recreación única en la literatura. La estructura de “Combray”, sin embargo, parece distinta a la de “Un amor de Swann”, la otra parte del primer volumen, Por el camino de Swann. Con la habitación de la enferma tía Léonie como punto de anclaje al cual retornar, el narrador salta de personaje en personaje cada pocas páginas, con un manejo magistral de las transiciones, que son casi tan naturales como imperceptibles, aprovechando las reflexiones psicológicas para la unión novelesca. Pero el narrador no deja a los personajes como un esbozo en el relato de una anécdota que los define, por muy minuciosa que haya sido la descripción de lo sucedido, sino que vuelve a ellos para verlos a través de nuevas anécdotas, o sus secuelas, que van a revelar otros ángulos de sus personalidades, como en una melodía recurrente en la que volvemos a escuchar los mismos acordes con ligeros cambios. La primera vez que la leí me costó apreciar esta parte de “Combray”, como si estuviera ante una larga y tediosa introducción algo confusa, sin embargo, la segunda vez me emocioné con los recuerdos familiares, muchos muertos ya para el narrador que recuerda, retratados con un humor cariñoso que no esconde sus contradicciones o su clasismo, y con la convicción de estar, en miniatura, ante un modelo narrativo que Proust volvería a usar para saltar de personajes. 

Así se nos habla en varias ocasiones de la exigente y maniática tía Léonie, de la fiel sirvienta Francisca, del padre preocupado por el tiempo atmosférico, del conocimiento del abuelo de todas las personas de Combray, de la dulzura de la abuela y su interés tan fértil en escoger para el nieto las lecturas de estilo más selecto, de ese beso nocturno de la madre que resuena inolvidable durante tantas páginas, del multifacético y reprimido snob Legrandin, del culto y discreto Swann del que tanto habrá de decirse y al que la familia de Marcel comprende tan mal, o del pudibundo músico Vinteuil y su hija, cuya sonata se convertirá en un motivo literario futuro, tan sugerente como profundo. Su amigo Bloch aparecerá una sola vez para no saber más de él hasta el siguiente tomo, en Balbec, siempre desagradable a los demás. Pero pocas anécdotas de estos recuerdos marcarán más a Marcel como el cruce de miradas en la iglesia con la duquesa de Guermantes, de quien quedará prendado. Y es que, entre la densidad emocional y una prosa que transcurre como un río caudaloso, resulta difícil percatarse de la solidez estructural de esta novela, e incluso de sus conceptualizaciones y simbolismos: la casa de la tía Léonie, en donde la familia pasa sus estancias en Combray, tiene dos puertas que dan a dos caminos distintos, el de Swann y el de Guermantes, en cierto sentido las dos rutas que tomará la novela. Pero no sólo la construcción y el estilo, hasta las anécdotas y detalles narrados en “Combray” desde la nostalgia adulta tendrán sus ecos en el resto de la novela, desde su tendencia a imaginar viajes a los celos, desde los amores prohibidos a la pasión por el arte.

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