Ilustración: Café Tingis en el Zoco Chico de Tánger, 1957. |
La sinceridad de su joven narrador resulta tan sorprendente como perspicaz, aunque las nefastas influencias familiares tiñen su idea de cómo deberían ser las relaciones entre hombre y mujer, y la pobreza extrema hace que cualquier cosa le sea lícita. En alguna ocasión traspasa claramente la frontera entre el bien y el mal, el daño a inocentes es evidente, y lo juzgamos con dureza cuando antes lo comprendíamos. Quizá por eso difícilmente nos llama a la conmiseración, el chico es demasiado espabilado para ello. Vive en un estado en donde el juicio queda suspendido porque las necesidades básicas apremian. En este sentido se asemeja a la picaresca, de hecho Chukri fue un escritor muy consciente de la tradición española, a la que hace múltiples referencias, mezclada con el descaro sexual más propio de La lozana andaluza.
La novela se desarrolla en un Marruecos colonial en donde el alcohol, las drogas, la prostitución, las navajas, los niños sin casa, la homosexualidad o el contrabando son parte natural del entorno de este joven que se ve envuelto en todo tipo de líos y desventuras, dominado por sus ensoñaciones y pulsiones eróticas. El sexo aparece o sometido al intercambio económico o a la tiranía, y llegará a convertirse en la única motivación de un narrador que no conoce otra realidad que una vida dominada por la pobreza, la ignorancia y la ebriedad, en donde encontrar a alguien en quien confiar es con suerte una experiencia transitoria. Después de leer esta primera novela de la trilogía es muy posible que el lector se lance a las otras dos, Tiempo de errores y Rostros, amores y maldiciones. No quedará decepcionado ya que desarrollan y cierran un ciclo vital, pero buscará en vano los restos de la primera.
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